Hace un tiempo, un diputado casposo perteneciente a un partido reaccionario, en la Asamblea de Madrid, defendió la tauromaquia con la lectura de frases de personajes famosos y relevantes que iban a favor de la misma. ¿De qué otro modo intentas justificar lo injustificable cuando no eres nadie? Podría hacerse el mismo ejercicio para condenarla, pero sería obvio e innecesario a estas alturas. Y tampoco es que yo quiera tener razón, aparte de que la mierda hace tiempo que ya está inventada.
Después de aquello tenía algunas cosas en las que pensar, aunque nada parecido a pisar una iglesia o rendir pleitesía a crucificados de yeso. Pero si tenía que reponer algunas bombillas, mejor que fueran de bajo consumo. Pensé que debía quitar las grietas de paredes y techo para que dejaran de ser siniestros recuerdos. Pensé que quería borrar el círculo, pero no por ello el afable recuerdo del viejo chamán. Y pensé que todavía quedaban siete años por vivir hasta el momento de abrir el enigmático pergamino.
Pasaron un par de meses hasta que por fin pude conciliar el sueño en el sofá del comedor. Dos más cuando me atreví a hacerlo en mi habitación. Y más tiempo aún hasta que logré arrancar el ordenador sin recelo. También me impuse abstinencia monjil respecto al consumo de cualquier tipo de sexo virtual, y menos todavía ese tipo de material sanguinario y arrebatado que exhibe con certeza el lado tenebroso del ser humano.
Los días y las noches se sucedieron hasta que trajeron el momento trascendental de abrir el pergamino, que aguardaba en la guantera de mi coche como un tesoro prohibido. Eran las 0,01 de 1 de enero de 2007, y yo estaba en una gran nave industrial donde tronaba el punk electrónico de The Prodigy. Para llegar a mi coche tuve que sortear multitud de almas jóvenes de miradas vidriosas que se maltrataban el corazón y el cerebro.
Una vez dentro, abrí la guantera, cogí el pergamino y lo dejé en el asiento del acompañante sin quitarle la vista de encima. «Siete años» pensé, «siete putos años». Tiempo más que suficiente para que ciertas apetencias del pasado desaparecieran en favor de otras. El pergamino parecía respirar y que podía esperar siete años más. Pero con las manos tan temblorosas como ansiosas, desanudé el cordel, desenrollé el pergamino y leí: Cabrónidas San, los capullos ingenuos como tú a veces también ganan. Deseo de venganza, estreno el 27 de abril de 2007.
No pude más que sonreír. Al fin y al cabo, nosotros no cambiamos, salvo nuestras prioridades.
Cuando entramos en mi habitación, la persiana estaba subida y las cortinas descorridas. El sol del atardecer incidía como una bendición sobre mi escritorio. El chamán se acercó hasta él y con seriedad profesional olió el teclado, la pantalla, la torre y el rúter. Cuando acabó, contuvo un estremecimiento e hizo un barrido ocular por zonas de la habitación que yo nunca miraba, como por ejemplo el techo.
Sin palabras, me empujó hasta colocarme en una de las esquinas de la misma. Luego sacó un ungüento de su raída bolsa con el que trazó un amplio círculo en el suelo, en cuyo centro se sentó, frente al escritorio. De seguido, guardó el ungüento y extrajo un montón de huesos de vete a saber qué criatura. Los lanzó al suelo sin que salieran del círculo, leyó algo en ellos, cerró los ojos e inició una inquietante letanía en una cadencia neutra. Al rato la temperatura ambiente descendió varios grados y el chamán empezó a balancearse. De pronto, las bombillas de la habitación estallaron una por una, y el chamán aumentó la velocidad de su balanceo y el volumen de su oscuro cántico.
Aquel enfrentamiento paranormal se recrudeció. Pantalla, teclado, rúter y torre empezaron a temblar tanto más que yo. El chamán sacó de su bolsa una sonaja en la que vi, adheridos, pequeños puñados de plumas, pelos y dedos humanos. Sin ceder a su obsesivo balanceo e invocación, con la sonaja empezó a trazar arcanos signos en el aire, apuntado a los temblorosos aparatos infectados. Estos empezaron a humear al tiempo que unas grietas aparecieron en techo y paredes. El chamán se levantó como quien emerge de un fondo lodoso, sostuvo la sonaja como un mandoble, y acrecentó el volumen de su salmodia. La sonaja chamánica combustionó, el chamán la soltó con un grito, y mientras esta se calcinaba, echó mano a su bolsa y sacó una botella llena de un líquido transparente.
Si bien creo que no hay que beber en horas de trabajo, en aquel momento estaba de acuerdo en que necesitábamos un trago, o algo mucho más duro. Pero el chamán se amorró la botella y en lugar de tragar, para mi sorpresa, pulverizó el brebaje cual potente aspersor sobre los humeantes componentes poseídos, los cuales aumentaron su antinatural estremecimiento, al tiempo que un hedor inmemorial impregnó el aire y una estruendosa resonancia plañidera inundó la habitación de forma in crescendo hasta ensordecernos.
Yo me agaché contra la pared, tapándome los oídos en un intento de desconectar de aquella caótica disonancia. Entonces, la estridencia de aquel lamento sobrenatural, como agua por un sumidero, fue menguando de forma progresiva por un vacío indeterminado de la habitación, hasta dar paso a un silencio y quietud absoluta. Todo había acabado, aunque yo seguía sin poder moverme. El chamán, sudado y del todo agotado, recogió y metió en la bolsa sus enseres chamánicos. Se acercó a mí con una débil sonrisa y palmeando mi cara con afecto, me dijo: «Todo bien ahora. Esto tuyo». Y me ofreció un pergamino tan viejo como él, anudado con un estrecho cordel.
Lo acompañé hasta la salida y abrí la puerta. Había anochecido y una luna soberana presidía la calma nocturna del barrio. El chamán me miró con seria fijeza y señalando el pergamino, dijo: «No abrir hasta 1 de enero de 2007». De la seriedad pasó a la sonrisa, dio media vuelta y se alejó calle abajo, hasta que la espesa niebla de la noche lo engulló como si fuera el vestigio de otro tiempo.
Yo no quise ver nada de todo aquello, os lo aseguro. Solo alguna que otra foto de Gillian Anderson enseñando las tetas. Y navegué, navegué y navegué por la red, en busca de imágenes que nunca encontré porque por aquel tiempo no existían, o bien estaban vetadas por la propia actriz. Lo que sí existe es el software malicioso y, más por ignorancia que ineficacia de mi antivirus, aquel día se adueñó de mi ordenador por completo.
Las primeras páginas a las que me llevó la lógica algorítmica del buscador, mostraban un sinfín de desnudos parciales e integrales de actrices y cantantes femeninas, así como metrajes concretos de las películas eróticas en las que aparecieron. Pero nada de Gillian, salvo fotos seductoras y algún que otro burdo montaje pornográfico. Más por curiosidad que esperanza, cliqué en uno de esos montajes y me vi inmerso en un inabarcable mundo audiovisual de sexo polimorfo y multidisciplinar, en el que no había lugar alguno para la imaginación, por portentosa que esta fuera.
En un segundo clic, las páginas siguientes ofrecían más de lo mismo, con la turbadora peculiaridad de que sus protagonistas presentaban grotescas malformaciones y amputaciones. Hice un tercer clic para cerrarlo todo y empezar de nuevo, y como una sucesión de flashes fotográficos, aparecieron cientos de archivos venidos de un inframundo de sexo no normativo, malsano y barroco, en el que una correosa mezcolanza de heces, orina y vómito, abundaba junto con los fluidos propios del apareamiento. Otros, de superior crudeza, exhibían formas tan explícitas y enfermizas, como salvajes e incorrectas de amar a los animales.
Había llegado a un punto límite y el disco duro emitía lamentos electrónicos en un intento de procesar toda aquella depravación. Entonces, el ordenador se reinició por sí solo y dejó de ser mío. Mi buscador habitual desapareció por otro de nombre impronunciable. Con mis escasos conocimientos, intenté revertir aquella espantosa infección, y el nuevo buscador sustituyó toda aquella escabrosidad carnal, por una truculenta pesadilla de violencia manifiesta y gratuita, cuando no, una repulsiva casquería de muerte y descomposición humanas.
Estaba claro que necesitaba ayuda, y urgente. La busqué en experimentados informáticos y reputados gurús. Pero todos fracasaron aun formateando el disco duro. Algunos de ellos, pálidos y con el ánimo dañado, me miraban con lástima y aversión, se levantaban de la silla giratoria, me deseaban suerte, y sin mirar atrás huían de mi casa sin apenas esquivar los muebles que había al paso.
No sé hasta dónde llegaron los ecos de mi calamitosa situación, que al cabo de dos semanas contactó conmigo un vetusto chamán japonés más arrugado que el papel de aluminio usado. En un chapurreo un tanto cómico de mi idioma, me explicó que hacía tiempo me esperaba y que su intención era ayudarme a sanar de forma altruista, ya no mi ordenador, sino también mi mente. Dicho sea de paso bastante deteriorada de serie. Yo pensé que con toda la bajeza abisal que había visto en los últimos días, ya nada podría sorprenderme y mucho menos asustarme.
Manuel Fraga decía lo que le daba la gana. Es una de las ventajas de pertenecer al bando ganador. En 1967 dijo: «¡Hay que decir español y no castellano! El español es la lengua de todos. Se ha transformado en la lengua de España!».
Antonio Cánovas del Castillo, ante la dificultad de definir la nacionalidad española en la redacción del proyecto de Constitución de 1876, dijo: «Ponga que son españoles los que no pueden ser otra cosa».
Doncs això, que cadascú acosti la sardina a la brasa que li surti dels collons.
Cuando estalló la bomba nos enteramos por televisión y radio. Ocurrió en esa clase de país del que nunca oyes hablar, situado a miles de kilómetros de cualquier sitio. Quizá por eso nos importó tan poco. La presentadora que dio la noticia, que nunca es gorda ni fea, habló de dos o tres millones de víctimas inmediatas, más los cientos que lo serían a largo plazo debido a la radiación. Tampoco nos sorprendió que aquel mismo día fuera trending topic el vídeo en el que un futbolista de élite, valorado en cien millones de dólares, anunciaba su homosexualidad.
Al día siguiente, en varios platós de televisión, los llamados periodistas de investigación hablaron sobre ese país devastado. Claro está, siempre de acuerdo con la ideología del amo del periódico para el que se prostituyen. Al parecer la bomba estalló en un país incivilizado carente de una democracia sólida, como por ejemplo la nuestra (jajaja). Supongo que el hecho, entre otros, de que allí los niños empuñaban fusiles de asalto con la mirada del demonio en el fondo del ojo tenía algo que ver. Al menos en mi país los niños no hacen eso, salvo tirarse al vacío desde un tercer piso antes de cumplir los quince. Y también somos mucho más civilizados, puesto que antes que un disparo, oirás el llanto de un bebé desde el fondo de un contenedor de basura.
Por supuesto, en aquel trozo de tierra pasaban muchas cosas, y al segundo siguiente dejó de pasar todo tan pronto el hongo destructor se erigió como un gigante. El tiempo se detuvo y el día nunca llegó a ser noche. Miles de promesas quedaron incumplidas. Miles de muestras de cariño y odio quedaron inconclusas. Miles de deseos no llegaron a consumarse. Miles de risas, gritos y llantos fueron acallados. Miles de enfermos terminales por fin encontraron la paz que se les negaba. Miles de vidas uterinas no llegaron a ver la luz. Miles de mal nacidos por fin fueron barridos. Miles, miles y miles de almas se apagaron como velas al soplo del aire.
Pero nuestras auras, tan alejadas de aquel genocidio, siguieron brillando con más o menos intensidad, y al segundo o tercer día lo olvidamos por completo. Había que seguir viviendo y además, ahora era trending topic aquella cantante ganadora de diez premios Grammy, que por fin colgó en sus redes la fotografía del lunar de nacimiento que decía tener justo al lado del coño.
Como cinéfilo y lector devoto desde ni me acuerdo, rebobino atrás sin tener que retroceder en demasía, y constato que novelistas y guionistas no previeron en absoluto.
De acuerdo que siguen sin existir cápsulas espacio-temporales. De androides antropomorfos que se encarguen de las tareas agradables y desagradables, tampoco. De naves voladoras en sustitución de los vehículos a ruedas, nada de nada. Y eso que vivimos en el siglo XXI, una época que ya debiera ser la de las colonias en Marte y el teletransporte. Pero hasta donde yo he leído no predijeron internet tal y como lo conocemos.
Por consiguiente, cuando alguien escribe sobre el porvenir tecnológico, se arriesga a caer en la obsolescencia, y por ello resulta absurdo el término «nuevas tecnologías». No solo porque nos movemos en el terreno de lo fugaz e inmediato, sino porque la tecnología, al igual que la ciencia, siempre están en constante movimiento hacia adelante.
Cada vez que se me acaba la permanencia, la empresa a la cual pago para que me provea de banda ancha, me llaman con la intención de convencerme para que cambie el móvil por otro más pequeño o más grande, pero siempre más versátil y más caro, además de aumentar las prestaciones de mi servicio contratado. Los autores que menos arriesgan, o los más prudentes (según se mire), evitan meter la pata arrastrándonos con sus historias a paisajes postapocalípticos, donde la tecnología fue la canción de una era remota y la Humanidad ha de reaprender a salir adelante sin ella.
Hasta donde nos permiten saber, los humanos no han aterrizado sobre superficie extraterrestre, por suerte para ese planeta. Ningún replicante con apariencia de Daryl Hannah compartirá un día conmigo, pero disponemos de una tecnología con la que ni soñábamos hace unos pocos años. De hecho nos resulta imposible entender la vida sin ella, y mucho menos la de aquellos a quienes no ha llegado.
Yo soy como tú y como todos vosotros: uno más de toda esa adocenada colectividad mundial de hongos que teclean, abstraídos, sobre la pantalla retroiluminada de sus móviles, tablets y ordenadores. Mientras lo hago, pienso en todas las actividades que requieren de la tecnología, en mayor o menor medida: economía, educación, salud, arte (sea lo que sea tal cosa), ¿el amor?... Como si fuera lo más importante, paseamos el dedo por la pantalla mientras hacemos, o no, cualquier otra puta cosa.
Los cables están al borde de la desaparición ya que tenemos las ondas para interactuar, y en los espacios virtuales nos desenvolvemos con absoluta naturalidad, aunque para ello tengamos que recurrir, todavía, a artefactos ópticos. Hemos dejado de ser simples espectadores de todo aquello que se nos cuenta, para ser copartícipes directos de las historias.
Nunca tanto como hoy y mañana sentimos ser el personaje que nos representa o decidimos ser. Creo que algún día llegaremos a controlar con la mente diminutos ingenios que nos permitirán recrear con precisión quirúrgica nuestro entorno y paisajes imaginarios. O quizás, mas temprano que tarde, alguien despierte sudoroso de un mal sueño, y como hiciera Charlton Heston ante el símbolo ruinoso de una mentira, constate horrorizado que al final todo se fue a la mierda.