A lo largo de mi vida me han dicho varias veces que tengo la virtud de la paciencia.
El caso es que he tenido que asistir a fiestas y reuniones sociales en las que aguantar la verborrea a desconocidos indeseables y sonreírles tal y como se debe sonreír a quien te importa un cojón. Y lo he conseguido sin vomitarles encima y sin aullar en exceso.
Por pura cuestión piramidal he tenido que chocarle la mano al jefe, al falso, a la zorra mentirosa y al oportunista. Y también lo he logrado sin escupirles a la cara y sin estremecerme de asco al sentir el contacto de sus pieles de serpiente.
Me he quedado con las ganas de dar caza a los conductores que he tenido que esquivar para evitar una desgracia, y meterles el puño en la boca para hacerles tragar su desprecio por la vida ajena, su endiosamiento barriobajero y sus putos pequeños complejos magnificados en el volante.
Y jamás he cedido al hirviente impulso homicida de quitar de en medio a los que sé que han infligido dolor físico y psicológico a quienes sé que no matarían ni a una mosca. Y lo he logrado sin que nadie que me viera en ese momento de locura tuviera motivos para alarmarse.
Puede que no tenga ninguna virtud, puesto que la paciencia es la única que siempre me han mencionado. Y no es paciencia, sino autocontrol.
Sábado por la mañana. Más o menos sobre las 11,45 PM.
La chica, de unos veinticinco años de edad, andaba tres o cuatro pasos por delante de mí como si tuviera prisa. Al parecer íbamos en la misma dirección, cuando yo me detuve como indica la luz roja del semáforo peatonal. Por el contrario, ella hizo caso omiso y cruzó, no sin antes mirar a izquierda y derecha sin apenas detenerse.
Es decir: que la jovencita era imprudente pero no del todo idiota.
La carretera donde ocurrió el susto está constituida por cuatro largos carriles —dos para cada sentido—, en los que la mayoría de conductores circulan a unos ochenta kilómetros por hora, cuando debieran hacerlo a una velocidad máxima de treinta, tal y como indica la señal circular, roja y blanca.
Es decir y digo: también hay conductores imprudentes cuya idiotez es ecuánime a la de los peatones que van de listos.
No lo achaco a un problema de daltonismo extremo. Supongo que la muchacha calculó mal, o el despiste la cegó y no vio al conductor que para no arrollarla, tuvo que bloquear de un pisotón las cuatro ruedas de su vehículo, el cual se desplazó unos tres metros en su sentido de marcha con un tremendo aullido de neumáticos, que sobresaltó a la concurrencia cercana, así como a la joven, pese a los auriculares que llevaba puestos.
Del coche se bajaron, a medias, tres chavales de edad similar a la de la chica, y por lo visto más pálidos y afectados que ella. El conductor, un tanto desencajado, le imprecó: «¡Madre mía, retrasada, te podría haber matado y me habrías jodido la vida!». Desde la otra acera y ocupando gran parte de ella, una obesa sin rasgo alguno de femineidad intentó equilibrar la balanza de la culpabilidad: «¡Oye, oye, que vosotros tampoco ibais pisando huevos, eh!». Entonces intervino un sensato nonagenario con boina, sentado con pose monárquica en uno de los bancos próximos: «¡Niña, que eres muy joven para el suicidio!». Luego, a modo de brindis alzó su lata de birra destellante al sol, y continuó con su voz cascada: «¡Lucha por la vida, lucha!», y empezó a toser como si él también tuviera que luchar por la suya.
Al cabo de aquel minuto intenso y un tanto surrealista, la muchacha reemprendió el paso casi a la carrera con el llanto contenido en los ojos, y los chavales hicieron lo propio, aún blanquecinos y exaltados. Yo crucé con el semáforo peatonal en verde, pues la estima que tengo por mi pellejo es superior a la imprudencia e imbecilidad que pudiera tener.
Animales muertos los que no logran escapar del bosque en llamas. Los que revientan en el asfalto por conductores demasiado veloces y despistados, que no frenan para evitar una posible colisión trasera. Animales aéreos estallando contra el fuselaje de un avión. Animales marinos triturados por las hélices de las embarcaciones. Animales muertos que están en venta cuando han pasado los debidos controles de calidad. Animales muertos que te traes a casa con el resto de la compra semanal. Animales muertos dentro de tu armario y de tu nevera. Animales muertos dentro de tu cuerpo.
Es tan sabido que es más fácil destruir que construir, como que al humano se le da mejor lo primero que lo segundo. Un día leí que las sociedades y los países los construimos entre todos. Pero cuando tomas conciencia de la realidad, también te das cuenta de que los que arman los cimientos son los mismos que los pervierten hasta provocar el derrumbe, sin que sobre ellos caiga nunca ningún cascote.
Por ello son más responsables que nosotros, pese a que nosotros los colocamos en esa posición de poder.
Hablo del político deshonesto y de sus palmeros: el alcalde hijo de perra, el empresario mafioso, el periodista sectario, el juez, abogado y fiscal corruptos, el sindicalista vividor, el médico negligente, el policía sin escrúpulos, el traficante amigo, el militar y su patriotismo de campanario, el presidente del club de fútbol, el cura pederasta, etc.
Semejante tendencia secular acaba por arrastrarnos a un estado de continuo desengaño y supervivencia, donde sobrevive el que mejor se adapta al medio, que en este caso no es el más fuerte, sino el más indeseable: el esclavo que le hace la rosca al amo, el que se vende a sí mismo, a un familiar o una amistad, el votante obtuso, el chivato, el enterado, el subnormal 3.0, la retrasada 3.0, el idiota desconocido que cae en gracia y la televisión lo encumbra, el que no piensa porque ya piensan por él, el que se abstrae de todo cuanto le rodea, el crédulo que nunca contrasta, el que suscribe la versión oficial...
Y los antedichos, a su vez, propician y perpetúan la adaptación de otra clase dominante, como la inculta princesa del pueblo, el sanguinario mata toros, el presentador de programas amarillistas, el concursante de telerrealidad, el influencer, youtuber y tiktoker recicladores de mierda, el encargado de recursos humanos, la rata de ayuntamiento, el funcionario indolente...
Y luego estás tú, con tu honestidad cada vez más débil, sin traspasar las líneas rojas por jodido que estés. Sin pisar al de al lado porque quizá eres muy tonto, o mejor que ellos, aunque eso sirva de poco o de nada.
Y quizá como yo te preguntas por qué a la gente le gusta hacer cola para conseguir el último grito tecnológico. Por qué la gente compra cosas que no necesita. Por qué colapsamos las carreteras al empezar y acabar cualquier puta fiesta. Por qué la gente imita los ridículos comportamientos de los anuncios publicitarios y las chorradas de los personajes de las teleseries. Por qué hay gente que lleva gafas de sol por la noche. Por qué hay peatones que cruzan su semáforo en rojo. Por qué en gran parte del planeta somos tan dados a la apariencia y no nos cortamos a la hora de generar vergüenza ajena. Por qué hay conductores que nunca ceden el paso cuando es de cebra. Por qué cojones hablamos gritando. Por qué hostias vamos al puerto de montaña cuando el parte meteorológico advierte de un temporal de nieve. Por qué la gente se mete en la playa cuando ondea la bandera roja.
Somos así de gilipollas por pura supervivencia y adaptación a un modelo de civilización siempre fallido, porque nunca respetamos esos supuestos valores cimentadores.
Puesto a soñar —me pasa a menudo—, me pregunto qué haría falta para erradicar todo ese enorme poso de cáncer e infección, de inercia egocentrista acumulada, y así poder construir de nuevo en un planeta tan limpio y virgen como fuera posible. Supongo que primero habría que retroceder hasta el origen del mal, y como mínimo destruir desde los cimientos dos mil años de cultura.
Yo soy de los que creen que una persona es lo que hace y no lo que sabe ni lo que dice. Por ejemplo, los hay que se han sentado por primera y última vez delante de un volante para sacarse el carné de conducir, y no por tenerlo saben. Conducir se aprende haciendo kilómetros y los hay que habiendo conseguido el carné, lo único que han conducido es el carro de la compra.
Sufro de ira mordiente con todos aquellos hijos de puta que jamás utilizan los intermitentes, cuando todos sabemos que utilizarlos es fácil como parpadear y no supone un gasto de combustible. Pero aún así hay quien no los utiliza y nunca desentrañaremos semejante misterio.
El caso es que esta clase de conductores pone a prueba mi paciencia, mi intuición, mis reflejos y capacidad de reacción. Pero eso va a cambiar. ¿No vela Batman por la seguridad ciudadana en Gotham? ¿Verdad que Supermán siempre cuida de los ciudadanos de Metrópolis?
Pues eso: por una conducción vehicular digna, por unas carreteras libres de peligro, voy a blindar mi coche y lo voy a estampar contra el primer conductor que vea que no los utiliza, pisando el acelerador con más saña homicida que Kurt Rusell en Death Proof (2007).