Subnormal 3.0 es un niñato veinteañero que se despierta un sábado de verano pasadas las tres de la tarde. Lo primero que hace como un hábito ya recurrente, es amorrarse al móvil a ver cuántos likes y muestras de pleitesía le obsequian en las redes sociales. En la oscuridad de su habitación, la luz de la pantalla ilumina su cara desecha de complacencia, como la de un toxicómano nutriéndose con su veneno. Podría pasarse así hasta la noche si no fuera porque tiene que ir al lavabo a echar la primera meada del nuevo día.
Una vez duchado y vestido, Subnormal 3.0 se encamina a la nevera esperando encontrar algo de papeo preparado, pero solo encuentra una nota tras un imán donde pone que sus padres se han ido a la playa. Maldice, y como son ya las cuatro de la tarde y tiene cosas más importantes que hacer que arreglar su habitación, vuelve a dejarla hecha una pocilga. El niñato saca algo humeante del microondas y lo engulle mientras se sumerge de nuevo en el entramado laberíntico de las redes. Cuando acaba con aquella mierda precocinada sobresaturada de potenciadores de sabor, llega uno de los mejores momentos del día: conducir su coche por la zona más concurrida de la apestosa ciudad. Una oda rodante al tuneo ilegal, que complementa con un desmesurado sistema de audio con el que vacilar de contaminación acústica. Una prolongación insolente de su ego con la que dar por culo a la aborregada ciudadanía.
Al tiempo que se achicharra los tímpanos sin saberlo, se la suda sobremanera la gente que espera en los pasos de cebra, poniéndose cachondo con sus miradas de odio y sorpresa, propiciadas a su paso entre aceleraciones, reducidas, frenadas y chillar de neumáticos. La exhibición temeraria de Subnormal 3.0 finaliza alrededor de los treinta minutos, ya que llega la hora de ir al gimnasio, que como es sabido, es un lugar sudoroso al que todos y todas acuden en pro de una vida saludable y huidiza del sedentarismo —¿a que sí?—. Bueno, todos y todas menos Subnormal 3.0, que pese a que goza de una estampa envidiable, es el único humano que va al gimnasio por vanidad y narcisismo. Él conoce y acepta la sociedad en la que vive, y sus bíceps y abdominales le han brindado varios polvos e intensas mamadas en su maquinón de cuatro pares de cojones. El culto al cuerpo le ha brindado múltiples satisfacciones y así tiene que continuar. No intenta cambiar la mierda en la que vivimos: se aprovecha de ello.
De tal modo que se somete a la tortura de las pesas durante una hora diaria. Suficiente para mantener su cuerpo de dios joven y asegurar su ración de coño y adulación todos los fines de semana. Cuando sale del gimnasio son ya las siete de la tarde, el momento propicio para llamar al camello. Lo hace en uno de los bancos de la plaza, en un gesto nato y despreocupado de honor a su nombre, sentado en el borde del respaldo y con los pies apoyados donde se sienta la gente normal. Aunque es un currante hijo de obrero, siempre cuenta con billetes para su coca, ya sean de su sueldo miserable, de la limosna paterno-materna o del préstamo del dueño del bar de toda la vida. Porque Subnormal 3.0, aun siendo un ignorante además de moroso, sabe engañar como nadie a su círculo familiar, laboral y social.
De nuevo se coloca la dama blanca en una zona estratégica del escroto donde nunca llegan las manos enguantadas de la pasma. Mientras la oscuridad se cierne, coge el móvil —ya van ciento ochenta y nueve veces desde que se despertó— y queda con sus amigotes en el parking de la discoteca, que a buen seguro también traerán su buena mierda. Llegado ese momento de la noche en el que el día muere, Subnormal 3.0 y sus tres coleguitas bajan del buga de cuatro pares de cojones con la primera enchufada nasal de las que están por venir.
Cuatro pobres de espíritu con armaduras de naftalina y mierda seca. Cuatro hombrecitos adulterados, camino al paraíso del sonido y el exceso, donde poder ser ellos mismos hasta el nuevo sol.
Cuatro almas devaluadas en el Edén de la decadencia.