El día que Sarita cumplió los diez años de edad, salió a jugar a la calle con un transportín rosa. Era la primera vez que sacaba a relucir aquel habitáculo. Pese a que era de metal, estaba provisto de cuatro ruedas directrices y un asa ajustable de la que tirar para su fácil desplazamiento. Hasta ahí todo normal, salvo por el enorme candado de combinación de seis dígitos que aseguraba el encierro de lo que hubiera dentro.
Aquel día, como es lógico, las amistades vecinales de Sarita estaban muy expectantes. Sin miedo alguno, niños y niñas acercaban sus caritas a las rejas de ventilación del transportín, con la intención de adivinar qué animal contenía. Pero el enrejado era tan estrecho que imposibilitaba saberlo. Lo único que percibían era una respiración lenta y profunda. Así que, con desbordante exaltación, pedían a Sarita que, por favor, les saciara su curiosidad.
Sarita, sin embargo, no hacía más que bromear. Tan pronto les decía que llevaba una rata gigante capaz de arrancarles la pierna de un mordisco, como que era el mismísimo Stripe descansando de sus tropelías nocturnas. Pero de momento, por orden expresa de sus padres, tenía prohibido desvelar la clase de animal que había dentro. Lo único que les podía confesar era que tenía que pasearlo durante una hora diaria y llevarlo de vuelta a casa.
Así pues, en los días que siguieron, Sarita tiraba de su enigmático transportín en compañía de todos sus amigos y amigas por aquella modesta urbanización del extrarradio. Los adultos salían a regar el césped, a lavar el coche o a sentarse bajo el soportal, sin escatimar en saludos a ese animado grupo de niños y niñas que cantaban mientras iban montados en bicicleta, en patinete o a pie, con Sarita a la cabeza. No en vano empezaron a llamarlos La pandilla del transportín rosa.
Puede que a causa de aquellas inocentes melodías, en algunos momentos del trayecto, lo que fuera que paseara Sarita emitía extraños gruñidos de complacencia. Entonces la pandilla reía y varios de sus integrantes saltaban de puro disfrute. Cuando llegaba la hora de regresar, se despedían de Sarita y de la misteriosa criatura, la cual producía inquietantes gemidos animalescos —quién sabe si de afecto—, que llegaban hasta ellos a través del enrejado baboseado del transportín.
Una vez en casa, Sarita contaba a sus padres todo lo acontecido en aquellos alegres paseos. Estos se miraban ilusionados por lo relatado, y opinaban que los progresos obtenidos eran más que significativos: ¡Estaba aceptando a los amigos de Sarita! Ya pronto la pequeña podría sacarlo del transportín y explicarles que tenía un hermanito deforme con tendencias homicidas llamado Pedrito, al que separaron de su espalda a los tres años de edad, en una complicada cirugía de separación de siameses que duró trece horas.
