22/5/25

449. Consigue tu pedazo de cielo

    Siempre se ha dicho que cuando una vivienda se convierte en tu hogar, pasa a ser otra cosa que va más allá del apego. Algo así como una pieza vital de tu organismo o una extremidad más de tu cuerpo. Claro que para eso, como es obvio, primero hay que tenerla y, si puede ser, no acordarse mucho de la hipoteca a treinta años o del alquiler abusivo, aun teniendo medios para pagar lo uno o lo otro.

    Pienso, sin temor a equivocarme, que ese vínculo tan profundo no se crea con las construcciones que surgen de la indigencia. Ya sabes: modestos habitáculos de cartones, plástico, retales... Ni tampoco, diría, con tiendas de campaña, automóviles, puentes, bocas de metro y similares, por mucho que cobijen de la lluvia, pero nada de las bajas y altas temperaturas.

    A menudo me asalta la casi certeza de que hay personas, mayoritariamente jóvenes, que jamás experimentarán el tener una vivienda que pase a ser un hogar. No van a disfrutar de esas cuatro paredes y un balcón que con el tiempo sientan como un santuario que respira con ellos. Me refiero, claro está, a viviendas dignas y asequibles, y no a zulos claustrofóbicos de precios indecentes por obra y gracia de la mafia inmobiliaria.

    Una historia ultrajante conocida por todos, demasiado larga ya y de final incierto. Al igual que yo, espero que tú también seas de esas personas suertudas que consiguieron su cacho de cielo y se volvió hogar.



    

19/5/25

448. La riña

    Estaba en el balcón de mi nicho vivienda leyendo el Necronomicón, el cual cogí prestado de las sangrientas estanterías de la librería El Reposo de los Libros Perdidos y Olvidados, cuando, del piso de arriba, llegó hasta mí una desgarradora súplica de auxilio que decía así: «¡Cabróoooooooniiiiidaaaaaaaaaaaaaaaaaaaas, ven aquíiiiiiiiiiiiiiiiiiii! «¡Coooooooooreeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!».

    Era la voz de la anciana señora Tere, que otra vez requería de mis habilidades domésticas, ya fuera para desatascar el desagüe de la pica de la cocina, el retrete, cambiar alguna bombilla o resintonizar los canales del televisor. Pero aquella urgencia en la voz era novedosa, y me hizo pensar en algo más serio que meros contratiempos. De modo que cogí una copia de las llaves de su piso que tuvo a bien dejarme, y salí como una exhalación.

    Me sorprendí mucho al encontrar a Gertrudis, mi anaconda venezolana de ocho metros y doscientos kilos, explorando con calma el cuarto de coser de la señora Tere. Ella la miraba con los ojos desorbitados desde lo alto de un taburete en un rincón, empuñando una sartén paellera con ambas manos.

    —¡Niiiiñooooooo, llévate a esa bicha de aquíiiiiiiiiiiiiii!
    —¡Joder, Gertru, esto no es lo que habíamos hablado!
    —¡Ay, mi alma! ¡No me digas que esa culebra es tuya! ¡Y encima se llama Gertru, como mi nieta!

    Gertrudis, del todo ajena al estado de alarma de la señora Tere, olisqueaba con su lengua bífida aquel lugar recién descubierto.

    —No se preocupe, señora Tere. La tengo adiestrada para que solo se nutra de guardias civiles, concejales de Vox y similares. 
    —¿Ah, sí? ¡Pues que aprenda también a tocar el timbre de la puerta, leñe!
    —Es que es un poco desobediente, y muy curiosa...
    —¡Y yo muy vieja para estos sustos! Anda, ayúdame a bajar del taburete, que no sé ni cómo me he subido.
    —Vale, pero no me atice con la sartén, eh.

    Me acerqué y cogí el cuerpo quebradizo y enjuto de la señora Tere como hace un príncipe de cuento con su prometida, y salimos de la habitación con elegancia de alta alcurnia, no sin antes dirigirme a Gertrudis cuando pasamos por su lado. 

    —Ya hablaremos tú y yo, ya. ¡Te dije que te presentaría a la Tere de manera formal!

    Gertrudis nos miraba desde bajo. Lengüeteó a una  velocidad ocho veces superior al desenroscado por soplido de un matasuegras, agachó su enorme cabeza y se cubrió los ojos con la punta de la cola.

    —Sí, sí, ahora hazte la arrepentida. Hoy te quedas sin cenar. Así que tira para casa que está la puerta abierta, y te pones a ejercitar con el muñeco de Amazon tus técnicas de constricción.

    Gertrudis, sin más, se dirigió hacia la salida. A mitad de camino se detuvo, alzó la cabeza y me miró en un intento de ablandarme para que le levantara el castigo. Yo negué impasible, así que Gertrudis respiró hondo, se dio media vuelta al mismo tiempo que se agachaba, y continuó reptando hasta salir de la habitación.

    —Ay, niño, que a lo mejor "tas pasao" un poco con la criatura.
    —Qué va, señora Tere —le dije al tiempo que la dejaba en el suelo—. Con tal de no hacerme caso, seguro que la muy cabrona se habrá metido en la bañera con la cabezota fuera del agua, como si no hubiera pasado nada.

    Me despedí de mi buena vecina, no sin antes acordar a modo de disculpa que el próximo fin de semana cenaríamos los tres juntos en mi casa. En definitiva, era como tenía pensado presentarle a Gertrudis. Cuando llegué a mi piso, me fui directo al lavabo, y como la puerta estaba abierta, no tuve más que asomarme. En efecto, Gertru se encontraba en la bañera (siempre la mantenemos repleta de agua) y, tan pronto me vio, giró la cabeza.

    —Conque esas tenemos, eh.

    Gertru me volvió a mirar, me sacó su lengua bífida unas cuatro veces por segundo, y se sumergió en el agua por completo.

    —Vale, pues tú misma.

    Un rato después, poco antes de mi descanso nocturno, tomé la decisión de que al día siguiente, con el apoyo de Demenciano o el Loco, me haría con el cuerpo de un reguetonero del barrio para dárselo de comer a Gertru. Sería la forma de hacer las paces y de paso le daría a conocer sabores nuevos. 



15/5/25

447. La máquina de escribir ha resucitado

    El arranque de mi nuevo ordenador es silencioso como una serpiente y el sistema operativo se carga en un parpadeo. Bien. También sustituí el monitor por uno de alta definición. Bien de nuevo. Y ahora que he cambiado el teclado por uno cien por cien mecánico, mejor que bien, ya que puedo castigarlo a placer y sin contemplaciones. No como los de membrana, cuyas teclas no acababan de responder al ritmo febril de mis manos, o directamente dejaban de ir. No tenían durabilidad, hostia. 

    Mi sobrino púber asegura que mis nuevas adquisiciones me enterrarán, a no ser que las cortocircuite por accidente con vino o cerveza. No ha mencionado el agua porque sabe que su tío raro, el del blog, cuando escribe para beber o bebe para escribir, es con cerveza o vino. Aunque ahora mismo no estoy bebiendo nada, pero estoy devorando a dos carrillos una lata de mejillones picantes con mucho cuidado, no vaya a ser que el escabeche también tenga capacidad para cortocircuitar.

    En el nuevo ordenador y en el nuevo teclado hay luces. Si me quedo mirando las del ordenador largo rato después de un trasiego etílico irresponsable, al ser circulares y cambiantes en función de la velocidad giratoria de los ventiladores, acaban por parecerme la espiral de la eterna condena y entro en bucle. Y entre las del teclado, que son tantas como teclas, cuando la noche me sorprende escribiendo, la habitación parece una feria. Supongo que lo próximo a sustituir será la silla, por otra que me permita escribir tantas horas como necesite sin que mi cuerpo cincuentenario se resienta.

    En fin, yo sé que todo esto os importa tanto un testículo como un ovario. La razón de esta entrada es para comentaros que algo insospechado ha ocurrido en la blogosfera y se ha extendido hasta sus confines. Allí donde los primeros, y ahora los más viejos del lugar, vaticinaron que un día la máquina de escribir se pararía para siempre y dejarían de contarse buenas historias por la red. 

    Y así ha sido durante un largo tiempo. Muchas bitácoras desaparecieron y otras tantas murieron por desuso, hasta el punto de que la blogosfera se convirtió en un desierto en el que, salvo cuatro y el que suscribe, no corría ni el estepicursor. Pero, ah, hostia y joder, esa panda envejecida de vejigas incontinentes, no contaban con que un día llegarían nuevas mentes perturbadas, frescas e imaginativas, con poder para resucitar la moribunda máquina de escribir y dotarla de narraciones ocurrentes, conceptos estimulantes y extravagantes personajes.

    Suerte que esta resurrección no me ha cogido a contrapié, y poseo maquinaria dura y nueva para mantener el nivel de enfermedad y locura, que precisan estas nuevas fábulas sobre conspiraciones secretas, parajes oníricos y entes que despiertan en la oscuridad de nuestras casas cuando asoma la luna y nosotros dormimos.




12/5/25

446. En el templo

    Tras décadas de búsqueda encontré el templo del que hablaban algunos legajos antiguos y ciertas organizaciones secretas. No tenía pensado entrar de inmediato, pero una tormenta inusualmente violenta se desató en aquel mismo momento, así que cambié de opinión y decidí ponerme a resguardo. 

    Aquel lugar aislado y remoto era acogedor. La sutil penumbra del interior invitaba al recogimiento y me invadió la sensación de lo ancestral y lo oculto. El silencio apenas era perturbado por la presencia de unos pocos fieles sumidos en la evasión o el consuelo, cuyos pasos eran custodiados por las imponentes vidrieras, que vibraban con los truenos y se iluminaban en una suerte de policromía merced a las feroces descargas eléctricas. 

    Me sentí protegido por aquellos viejos muros de piedra azotados por la lluvia. Me sentí bien a pesar de las truculencias que se contaban de aquel sitio prohibido. Cansado, más por el final de la búsqueda que por viejo, decidí sentarme en una de las bancadas próximas a la entrada, acunadas por la temblorosa luz de las velas. No sé qué hora era, pero la presencia de la noche coincidió con la aparición de quien intuí era el sumo sacerdote, el cual se colocó frente al altar para dar inicio al siniestro ritual que yo llevaba años investigando, de modo que activé mi cámara oculta y empecé a grabar.  

    A una señal del inquietante presbítero, los feligreses entonaron un cántico de dicha y contrición en un extraño idioma. Como desconocía la letra y tenía que pasar desapercibido, me limité a corear utilizando vocales más o menos concordantes con la nota dominante. Luego se despojaron de sus ropajes hasta quedar desnudos, y agrupados en torno al altar, sin cesar la salmodia, asieron unas grandes cruces con las que empezaron a girar sobre sí mismos en un trance macabro. Aquello tenía algo de terrorífico y liberador a un tiempo. Aquello era el perfecto colofón que nos propone la espiritualidad más pagana para ascender más allá de lo terrenal. 

    Sin razón aparente, las cruces prendieron en llamas, y los creyentes, sin soltarlas ni consumirse con ellas, comenzaron a sangrar por todo el cuerpo con una sonrisa en los labios. Sobrecogido, verifiqué que toda la información recogida durante mis largos años de estudio era auténtica, y me vi obligado a creer. Y sabiendo lo que seguía después de aquella danza a contra natura, apagué la cámara, salí del templo sin mirar atrás, y me adentré a la carrera en la salvaje borrasca jurándome no volver a pisarlo. 

    Aquello era demasiado, incluso para mí.



9/5/25

445. Opciones existenciales

    Podemos mostrar nuestra mejor sonrisa para ocultar que hemos tocado fondo mucho antes de sobrepasar el nivel crítico de frustración. Y trascender nuestra propia escatología más allá de miseria y muerte hasta experimentar la verdadera realización.

    Podemos albergar la opción de la cuchilla y el agua tibia como un modo de decir que os jodan, o bien respirar el dulce adiós del monóxido de carbono. Pero podemos permanecer, a pesar de todo, y autodestruirnos trabajando muchas horas extras. O fumando, bebiendo y drogándonos como solo hacen los idiotas más felices del reino. 

    Sin embargo, antes podemos cerrar los ojos y soñar con mil mundos a nuestra medida que jamás existirán. Y escribir sobre ellos hasta que se vuelvan reales. O ver una película detrás de otra hasta dar con la trama que nos ayude a entender de qué coño va todo esto. Y si nada de eso funciona, podemos quemar iglesia, banco y estadio, e irnos en busca de otros aires, no sin antes despedirnos del vecindario dejando la espita abierta del gas y una vela encendida.

    Pero podemos no ser tan drásticos, disfrutar de nuestra autocompasión y volvernos un poco despiadados e intensos. Y hasta sentir esperanza como máxima utopía deseable, mientras nos masturbamos con dolor por cada oportunidad perdida y cada recuerdo de salvaje intensidad, hasta lograr cortar con todo nuestro pasado por erróneo y asíncrono.

    En cualquier caso, no voy a centrar mi actual cotarro existencial sobre el color del humo de la fumata.



5/5/25

444. Caprichosa inspiración

    Hemos de retroceder hasta el verano de 1992. Recuerdo que la película ya estaba empezada y ni siquiera me interesé por el título. También recuerdo que a mitad de metraje me dormí y cuando desperté, vi el fotograma que años después inspiraría la entrada número 442 de esta bitácora. Pero en ese mismo momento alguien apagó el televisor, pues teníamos que salir de la camareta de arresto del cuartel para formar. Nos habían llamado a filas y estábamos cumpliendo un mes de privación de salida por indisciplinados. 

    Desde aquel día tengo ese fotograma grabado a fuego, y no he dejado de preguntarme a qué película pertenece, ya que ninguno de los que estuvieron viéndola lo sabía. Pero ayer, buscando imágenes curiosas y fuera de lo común, apareció ese mismo fotograma de la manera más inopinada, y por fin me he quitado la obsesión de encima. Por supuesto, me descargué la película y la vi como corresponde: es decir, por el principio y sin dormirme. 

    La verdad que me ha alegrado reencontrarme con Perbisterio Ranado.


    

1/5/25

443. A oscuras

    Nunca había visto la ciudad tan muda y fuera de lugar. Pero es que estaba apagada y no eran muchas las almas que transitaban por ella como luciérnagas extraviadas. Los electrones habían dejado de moverse cuando gozábamos de luz solar, y ahora que era noche cerrada, parecíamos tan ausentes como la energía que producen. 

    Las únicas pilas que tenía en casa eran las destinadas al mando a distancia del televisor y del reproductor de A/V. Cacharros a mi disposición y en perfecto estado, como otros tantos, que por muy versátiles que fueran no me servían de nada. La situación era un buen recordatorio de nuestra dependencia y vulnerabilidad, además de que nos desnudaba y nos hacía humildes. 

    Creo que también más cercanos, pero no menos estúpidos.

    Disponía de una buena linterna en casa —eso sí— y de las pilas que la alimentan, pero preferí encender tres velas macizas circulares más grandes que una bola de billar. Y agradecí para mis adentros que el libro electrónico tuviera la suficiente carga (me reí) como para estar leyendo un buen rato hasta que me venciera el sueño. Y eso hice, más o menos como hago siempre. 

    Seguro que otras personas solitarias como yo —o no tanto— también encendieron sus velas y sus libros. Y a otras les dio por la meditación y trascender su propio yo (signifique lo que coño signifique eso), como que hubo parejas de toda condición que volvieron a reconocerse y a reencontrarse. Y quién sabe si hasta redescubrieron lo que era hablarse de verdad. 

    Mientras que otras personas, en grupo o en soledad, sintieron el impulso ritual de dibujar un pentagrama invertido en medio del comedor e iniciar una invocación. O sacar la Ouija de debajo de la cama, anudar las tijeras en mitad de un libro, o mirarse en el espejo el tiempo suficiente que requiere la presencia del otro lado para manifestarse. 

    A fin de cuentas, se dice que también son canales válidos de comunicación, y todo es posible a la luz titilante de las velas. Aunque no seré yo quien lo compruebe, ni siquiera para suplicar a Dickens o a Bradbury que me enseñen algunos trucos nuevos.



28/4/25

442. En el sótano

    El viejo Perbisterio Ranado vivía en un lúgubre sótano preñado de ácaros y humedades al resguardo de la hiriente radiación solar. La imagen del mundo que le ofrecían las mugrientas ventanas de su pequeño habitáculo, consistía en el desfile de los calzados dispares de los viandantes, de alguna silla de ruedas y del típico imbécil acelerado del patinete eléctrico. Todo ello acompañado con la cacofonía del tráfico congestionado y el piar enloquecido de los pájaros.

    Tampoco necesitaba más. Gracias a la pensión por demencia, el viejo Perbisterio Ranado tenía ordenador y conexión a internet. De modo que se proveía de todo cuanto necesitaba sin ningún tipo de contacto humano, salvo cuando el mensajero tocaba a su puerta pedido en mano. Debido a su merecida inactividad, se pasaba todo el día pensando, hasta que un día su mente trascendió y descubrió que había desarrollado una capacidad especial para predecir pequeñas catástrofes naturales. 

    Así lo supo el primer jueves de abril de hace dos años, cuando diluvió con tal intensidad que la red de drenaje de la ciudad se colapsó, las aceras se volvieron resbaladizas y homicidas, y el rugido de los riachuelos discurrió por las calles arrastrando vehículos aparcados, algunos seres humanos y toda clase de mobiliario urbano. Justo al iniciarse aquella catástrofe, sin saber por qué, la brillante tonsura de su coronilla empezó a palpitar como un corazón desbocado. 
 
    En pocos minutos, el agua irrumpió en cascada por los ventanales de su sótano, junto con condones, pañuelos de papel, compresas, pañales, paquetes de tabaco, bolsas de basura, esputos verdes y tres o cuatro animales muertos, dándole el tiempo preciso para sentarse en su sofá en posición fetal, y contemplar cómo en cuestión de segundos su querido hogar se convertía en un maloliente lodazal de odio líquido y mierda. Para cuando el agua dejó de entrar hasta alcanzarle los tobillos, el suministro eléctrico se había interrumpido, y se dio cuenta de que el pálpito de la coronilla había remitido. 

    Desde aquel fatídico día, el viejo Perbisterio Ranado sigue en la soledad de su sótano estudiando su facultad predictiva para poder anticiparse con éxito a futuros desastres naturales, si es que llegan. Y no la compartirá con nadie, pues desde hace años se acostumbró a estar muerto para el resto del mundo que le dio la espalda.




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