Es posible que alguna vez yo haya pervertido el lenguaje en favor de arrimar el ascua a la sardina que más me ha convenido. Como todos. No pasa nada: nadie es perfecto. Y dudo mucho de que Ángel Gaitán simpatice con el fascismo, o defienda a ultranza la existencia de la Fundación Nacional Francisco Franco, por ejemplo.
Por mucho que las retorzamos a conveniencia —sinónimos incluidos—, las palabras siempre van a significar lo que significan. Basta con mirar el diccionario. Tampoco hace falta ser muy largo de sesera para entender lo que ha querido decir Ángel Gaitán. Y ahí está el problema: que entendemos lo que queremos y como queremos.
Me pregunto si también se entendería que una persona mediática saliera en un programa de televisión de máxima audiencia, desplegara la Señera y se declarara golpista y separata, y se vanagloriara de romperse los cuernos día tras día en Valencia como, por ejemplo, hace Ángel Gaitán.
Tengo mis dudas, la verdad. Salvo que esa persona, a mi modo de ver y al igual que Ángel Gaitán, quedaría retratada como un monguer, retarder, demagogo y bocachancla. ¿Acabo ahora mismo de retorcer el lenguaje?
No me cabe duda de que hay pajilleros del caudillo y de la cruzada de Pelo mocho arrimando el hombro como el que más. Y tanta falta hace los unos como los otros, y los que no son ni una cosa ni otra. Lo que sobra ahora, Gaitán, es hacer el gilipollas, lo seas o no.
Bien, todo ha vuelto a la normalidad, o todo es tan normal como pueden ser las cosas en un mundo desigual y espantoso. La gente ha guardado su disfraz de miedo en favor de su verdadera estampa, alguna de veras rechazable, pero real al fin y al cabo. ¿Acaso se puede ser más feo que un zombi? Claro que sí. ¿Y más bella que un atardecer de minio? Pues también, joder.
De la belleza interior hablaremos otro día. Puede que lluvioso y plomizo como el de hoy cuando escribo esto, ideal para ponerse el chubasquero y emborracharse de petricor.
Respecto a Demenciano, tuvo una noche apacible en la que no le hizo falta descargar el filo alegre de su hacha. Todavía tiene el congelador bastante lleno, y los niños que osaron llamar a su puerta no portaban calabaza alguna, así que obtuvieron un grueso considerable de dulces. Espero, no obstante, que no se confundiera Demenciano con los que tiene envenenados.
Los reserva para ocasiones de extrema necesidad.
En cuanto a ella y a mí, decidimos regresar al cementerio a por nuestra ropa, pero ya no estaba. Y tampoco nos atrevimos a preguntarle al viejo sepulturero. Os puedo asegurar que ese viejo atemporal es más escalofriante de día que de noche. Además, hay algo en él que no es humano, y con lo vivido el pasado jueves, necesitábamos estímulos mundanos y corrientes que solo pueden provenir del peor de los mundos.
Era la víspera de Todos los Santos, aunque nosotros no creíamos ni en los santos ni en los muertos. Más bien creíamos en la maldad de los vivos y en la ley de Murphy. Así que fue un tanto curioso que coincidiéramos en aquella concurrida fiesta de Halloween.
Yo iba disfrazado con el traje obvio de esqueleto, aparte de que llevaba puesta una chistera y ocultaba mi cara tras la máscara sonriente de una calavera. Tú ibas de colegiala zombi, e inspirabas las pesadillas más febriles de George A. Romero.
Justo cuando nuestras miradas se cruzaron desde la distancia, descubrí mi rostro y en ese momento supimos que teníamos que largarnos de allí. En un segundo ya estábamos montados en mi coche, con todos los finales posibles a nuestra disposición y un montón de ideas confusas en la cabeza.
Había cierta insensatez en nuestra conducta, pero éramos jóvenes y a menudo transitábamos por el filo de lo impredecible.
La luz de los faros horadó la oscuridad, y atrás quedó el entramado lumínico-ambarino de la ciudad podrida. Conduje durante treinta kilómetros, amenizados con el thrash añejo de Hallows Eve, el death brutal de Cryptopsy y el black melódico de Cradle Of Filth. Era la música que elegiste de toda la que había en mi lápiz USB, lo cual significaba que también a ti te complacían las melodías del caos.
En cierto momento subliminal y extraño, nos volvimos a mirar con fijeza, y al sonreírnos también supimos dónde debía finalizar nuestra travesía. Y de repente lo vimos, un tanto alejado de la carretera, mimetizado en la niebla bajo la luz blanca de la luna. Dejamos el coche al resguardo de unos frondosos matorrales, e iniciamos a pie el pedregoso camino que conducía al viejo cementerio.
La alta verja de la entrada estaba cerrada, pero eso no impidió que accediéramos al interior por un muro lateral medio derruido, aunque con el estómago estremecido y algunas risas histéricas. Lo mejor es que no había necrófilos a la vista, ni satanistas borrachos de absenta, dibujando a trazos de aerosol pentáculos invertidos en las puertas de los mausoleos.
Una vez dentro, como nuestro atrevimiento era superior al miedo reverencial inculcado, decidimos investigar un rato. Caminamos entre lápidas irregulares y cruces herrumbrosas, y sorteamos inquietantes hondonadas con el temor a que el suelo nos engullera en cualquier momento. Sin darnos cuenta empezamos a hablar en susurros, quién sabe si para no despertar a los muertos olvidados.
Atrás quedaron las sepulturas en tierra, y llegamos frente a una numerosa agrupación de nichos envueltos en bruma, cuyas inscripciones estaban un tanto ilegibles por el paso del tiempo. «Joder» expresé con voz queda, «el día que muera quiero ser incinerado y esparcido en un concierto de Obituary. Nada de contaminar el subsuelo ni pudrirme ahí dentro».
Sin previo aviso, como una invitación, me diste un pequeño empujón y te dirigiste a una enorme superficie rectangular de mármol, sin inscripción alguna, que se encontraba en medio de una plazoleta elevada desde la cual se podía presidir toda la necrópolis. Yo te seguí intrigado, decidido a llegar hasta donde hiciera falta, y empezaste a desnudarte.
Hacía un frío considerable, pero el preludio de lo salvaje tiene la virtud de anular otros factores, por lo que decidí imitarte.
Nuestros cuerpos, pálidos a la luz mortecina de la luna, temblaban como hojas al viento, pero íbamos a remediarlo de inmediato, pues yo estaba duro como el acero toledano y tu entrepierna resplandecía de humedad y deseo. Te tumbaste sobre el mármol negro y arqueaste la espalda al contacto de su frialdad, pero al momento tu piel se erizó de un modo felino, como si exigieras un contacto inmediato y servil, no exento de cierta violencia.
«Ven», me ordenaste, y obedecí, y comí tu coño de modo irracional y ardiente, como un enfermo de gula por los manjares exquisitos, mientras mis manos crispadas de anhelo apresaban la dureza insolente de tus pezones. A los pocos minutos me agarraste del pelo y tiraste hacia arriba, lo que significaba que querías sentirme dentro de ti, y entré con una embestida de certeza y locura.
Entonces follamos como posesos, gritando cada sensación y cada roce como animales enajenados. En un momento de especial intensidad te pregunté cómo te llamabas, y respondiste entre jadeos que me dejara de gilipolleces y que mantuviera la concentración. Y seguimos amándonos, sudorosos, sobre el mármol duro, riendo, aullando con incendiaria vitalidad en medio de la muerte, despreciando todo cuanto nos rodeaba.
Nunca supimos quién de los dos tuvo el orgasmo más devastador, porque un segundo después del clímax, sin tiempo para dejarnos los números de teléfono y normalizar un poco nuestra incipiente relación, la luna se tiñó de sangre, un viento cargado de oscuros presagios nos agitó el cabello y secó el sudor de nuestros cuerpos; el suelo empezó a crujir y a moverse como si respirara, y por si fuera poco, la superficie azabache sobre la que habíamos follado empezó a irradiar un brillo incandescente.
Esta vez no tuvimos que mirarnos para saber lo que haríamos a continuación; ni siquiera nos molestamos en vestirnos. Un poco a lo lejos vimos al viejo sepulturero haciendo su ronda. Si era verdad lo que se contaba de él, dudo mucho que se impresionara al ver dos siluetas desnudas cogidas de la mano, que aun riendo, huían del cementerio a la carrera.
Demenciano siempre tenía el ánimo revuelto los días previos al festejo de una tradición, y la inminencia de Halloween no iba a ser menos. Era algo que le venía sucediendo desde pequeño. Pero este año no sería como el pasado, en el que todas las calabazas exhibidas en los escaparates le hablaban con voces sibilinas cargadas de malignidad.
¡Malditas frutas gigantescas y sonrientes! Aún recuerda el fuego que ardía tras aquellos ojos triangulares, y la viscosidad pulposa escurriéndose de entre los grotescos colmillos.
«¿Qué tal, Demenciano?, ¿este año tampoco te vas a disfrazar?», «vamos, Demenciano, disfrázate para nosotras, jejeje», «ponte algo bonito y acompáñanos alrededor de la hoguera, jujuju», «queremos ser tus amigas, Demenciano, jijiji», «queremos que te acerques y juegues con nosotras, jojojo», «¿truco o trato, Demenciano, eh?, ¿truco o trato?», «contesta, Demenciano, contesta, jejeje», «¿truco o trato, truco o trato, truco o trato, truco o trato, truco o trato, truco o trato, truco o trato...?».
Aquella noche, el torturado Demenciano llegó a su casa tambaleándose, con las manos en la cabeza y evitando tropezar contra los divertidos grupos de fantasmas, esqueletos, zombis y vampiros que se cruzaban a su paso. Apenas pensó en arrancar el ordenador y registrarse en algún chat. Ni siquiera le quedó ánimo para irse de putas y emborracharse como tenía planeado.
Pero este año iba a ser diferente. Entre otras actividades más mundanas, pasaría el día afilando el hacha que tenía guardada en el trastero. En el pasado, le había sido de gran utilidad para desembarazarse de vecinos molestos y de paso llenar el congelador, además de ahuyentar a los vendedores a domicilio. Sabía que en algún momento de la noche, un grupito de molestos infantes llamaría a su puerta como manda la tradición, y estaría preparado.
Lo primero que haría sería asomarse a la mirilla, y por el bien de sus jóvenes vidas, mejor que ninguno de esos putos renacuajos llevara consigo una calabaza.
Otro día más, frío y crudo, en un mundo joven en el que la vida es una lucha constante por la dominación y la supervivencia. Otra veneración a Ares donde no hay cabida para los débiles. En un entorno despiadado e implacable, solo los fuertes sobreviven sin más autoridad que la fuerza bruta.
El sol recién nacido refulge en la punta de millares de lanzas. Manos en tensión tironean de las riendas de monturas inquietas. Las espadas tienen sed y hambre. Los combatientes se escrutan con instinto predador, y respiraciones de odio gélido se unen al silencio que precede a la barbarie.
En un momento las gargantas se liberan, y cargan unos contra otros con la ferocidad del lobo. Cae la noche y la gran extensión de tierra queda sembrada de mutilación y sangre. Las criaturas carroñeras se dan un atracón con la matanza, y otro episodio de horror queda escrito en la historia infame de los hombres.
Muerte ha sido testigo del primer origen sin que lo advirtamos. Nos ha visto nacer y nos ha concedido una vida de ventaja antes de venir a buscarnos. Sus cuencas sin fondo han presenciado, imperturbables, cada segundo insignificante de nuestra existencia.
Algunas veces Suerte ha negociado con ella y nos ha permitido un tiempo extra, y otras ha accedido a reescribir nuestro guion después de pactar con Destino. A ella no le importa posponer lo inevitable, porque no tiene prisa y todo final acaba llegando.
Qué sucederá el día que Muerte carezca de propósito porque no quede nada ni nadie. Quizá espere a que Vida, de algún modo, se abra paso de nuevo para restablecer el ciclo. Como siempre ha sido, como viene siendo, y como siempre será.
Según el diagnóstico médico, la lesión de las cervicales era irreversible, por lo que ya no hacía falta que el accidentado llevara collarín. Nunca más podría cabecear en los conciertos ni en ningún lado, ni podría moverse como un ser humano normal. Ahora tendría que moverse como un autómata en fase de desarrollo.
Tanto era así, que siempre miraba de frente. Y si tenía que mirar hacia atrás, lo hacía dando una vuelta completa con total rigidez. Si miraba a izquierda o derecha, lo hacía girando el tronco con idéntica inflexibilidad robótica. Y lo mismo si miraba por donde pisaba, solo que inclinándose lo justo para no tronzarse la nariz contra el suelo.
No en vano, ya nadie se dirigía a él por su verdadero nombre, sino por Estafermo.