Quién sabe dónde fue un exitoso programa que se emitió en televisión española durante la década de los noventa. En pocas semanas se convirtió en la última esperanza de muchas personas que deseaban encontrar a sus seres queridos desaparecidos. El equipo del programa resolvió muchos casos, pero también recibió las llamadas telefónicas de quienes habían huido de sus vidas anteriores por las razones que fueran, y de ninguna manera querían regresar a ellas.
Jajaja, no es algo que sorprenda. Cuántas personas serán las que necesitan dar ese paso por pura supervivencia. Cuántas de ellas estarán sufriendo en el seno de familias y relaciones tóxicas. Cuántas, a las que creemos felices, estarán interpretando un personaje ficticio en sus vidas de postín. Cuántas viviendo de puertas para adentro una muerte lenta.
El programa fue respetuoso con aquellas peticiones, y optaron por no truncar la segunda oportunidad de todas aquellas vidas. Quién iba a pensar que aquellos serían los últimos coletazos de una televisión algo digna, si es que tal cosa ha existido alguna vez en ese medio, antes de que nos invadiera la gran excrecencia, que aún dura, de la telerrealidad más sucia y ramplona.
Creo que ahora sería mucho más difícil, ya no el hecho de desaparecer, sino el de mantenerse desaparecido. Hay demasiadas cámaras mirando en todas direcciones las veinticuatro horas del día. Demasiadas redes sociales pobladas por millones de retrasados interconectados, dispuestos a registrar con su móvil cualquier puta cosa por un puñado de likes.
Puede que algún día la casualidad me lleve a descubrir quién fuiste una vez, persona desconocida, pero no te preocupes. ¿Quién no tiene secretos? ¿Quién no ha necesitado alguna vez escapar de la asfixia y llenar los pulmones de aire limpio?
Entiendo que a veces solo nos queda cambiar de dirección e irnos lejos, muy lejos, y desaparecer.
Mañana hará cuatro años que decidió no vivir más. Mañana serán mil cuatrocientos sesenta días los que llevo haciéndome las mismas preguntas, a sabiendas de que nunca obtendré las respuestas.
Mil cuatrocientos sesenta días escarbando en todos y cada uno de los recuerdos comprendidos en treinta y tres años de amistad, intentado averiguar qué era aquello que tanto necesitaba para continuar, y que ninguno de los que le queríamos supimos darle.
Mil cuatrocientos sesenta días son muchos días. Los suficientes para que el dolor de los primeros meses se enfríe, y pase a transformarse en una sensación inexplicable de flotar en la enormidad de un vacío mudo e incoloro.
Eran las dos de la madrugada del siete de octubre y había refrescado bastante, por lo que estaba tumbado en el sofá del comedor con los auriculares puestos, escuchando música versada en mundos repletos de exceso y devastación. Las cortinas estaban descorridas y la persiana subida, de modo que mi vista se perdía en la inmensidad celeste más allá de cualquier realidad, mientras que la calle desierta emanaba calma de cementerio.
De repente, una secuencia de luces azules y naranjas, empezó a dibujar en las paredes del comedor círculos luminosos de color y maravilla. Aquello, junto con la música demencial que estaba escuchando, propició una experiencia inmersiva a dimensiones desconocidas.
Quién sabe si era así como las musas irrumpían en las vidas de sus blogueros: con brutal death y luces hechizantes. A lo mejor por fin venía la mía dispuesta a hacerme una felación, vestida de amazona y con el pecho derecho sin amputar. Pero tras incorporarme del sofá con gran esfuerzo y asomarme al balcón, comprobé que no había magia, ni musa ni mamada mística.
Tan solo era un joven desnudo y un poco ensangrentado que corría por la calle maldiciendo en árabe. También puede ser que le estuviera pidiendo ayuda a Alá; a saber. En ese mismo momento era reducido por dos hombres que también imprecaban en árabe. Un tanto alejados, un par de guardias civiles contemplaban con las manos en los bolsillos, de espaldas a su coche patrulla, cuyo parabrisas estaba roto.
En cuanto a las luces, provenían del vehículo de los héroes anónimos del SEM, que en cuanto tuvieron a mano al muchacho, le inyectaron algo y lo cubrieron con una manta térmica. Dada la escasa trascendencia de lo ocurrido, ya no quise ver más y decidí volver a mis sacras ocupaciones. Aunque me sería difícil regresar a mi anterior estado de sugestión onírica con la imagen de ese pobre desgraciado metida en la cabeza.
Todo moría un poco en otoño. El paisaje palidecía en bellos tonos ocres y los insectos del calor agonizaban. Mientras, nosotros aunábamos la melancolía del alma con lo que aún nos quedara de la excitación estival, y los sentidos al rojo del fenecido verano. También era el preámbulo para el profundo letargo invernal, o la fría muerte.
Era en primavera cuando estornudábamos más que nunca, y más que nunca en verano cuando nuestra piel era dañada por Ra. Ambas estaciones nos recordaban la sensibilidad de nuestros cuerpos frágiles. El otoño no era menos, claro, y también nos recordaba que éramos materia finita en constante degeneración. Pero lo hacía con templanza y sutileza, sin alergia y dolor.
El otoño era el sosegado reinicio vital después de las ceremonias de despedida. Muchos planes quedaban suspendidos y ya nunca los reemprenderíamos, porque el otoño era la estación del declive y el olvido. La ausencia del auge y el vigor, ahora que los estímulos ambientales se habían degradado.
Sin embargo, seguíamos siendo animales sexuales con ansias de supervivencia y placer, querida desconocida. Trémulos envoltorios de carne dispuestos a sumergirnos en la excitación plena de nuestros sentidos. Unidos en medio de la borrasca de pulsión y deseo, sobre las hojas secas, rojas y amarillas del hayedo, con la tibieza de la luz solar del atardecer otoñal acariciando nuestras siluetas desnudas.
Y alejados, querida desconocida, alejados de la mediocridad de la marabunta gris.
La Niña Muerta es una banda de rock duro no muy dada a las entrevistas. Esta es la tercera en sesenta y dos años de carrera.
A estas alturas de nuestra vida musical no sé ni por dónde empezar. Nuestro nombre no tiene nada que ver con la muerte de una niña, aunque entiendo que muchos lo creyeran al principio. Todo el mundo nos decía que no llegaríamos a ningún sitio llamándonos así, pero a nosotros nos gustaba el nombre, y ya ves: se equivocaron.
Creo que somos algo así como los Rolling Stones. Nuestros primeros álbumes fueron tan aclamados por la crítica y se vendieron tan bien (aún se venden), que eso nos ha dado derecho a sacar toda la mierda que compusimos después, aunque ahora llevemos casi diecinueve años sin meternos en un estudio de grabación. Entiende que siempre hemos sido unos vagos, además de que el más joven del grupo tiene setenta y seis años, y a eso tienes que añadirle la merma inevitable de los excesos de juventud.
En cuanto a la prensa, nunca hemos tenido nada en contra. Hace ya un buen montón de años que cualquier cosa que podáis decir de nosotros nos importa tres cojones. Supongo que siempre ha sido así desde que tenemos la capacidad de llenar los estadios de cualquier país, con dos o tres generaciones de seguidores dispuestos a escuchar las mismas putas canciones de nuestros primeros diez años. Lo cual es algo que no acabo de entender. ¿Es que no se cansan? Nosotros estamos hartos de tocarlas; incluso odiamos algunas de ellas. Pero no te voy a decir cuáles, jajaja.
Las cosas han cambiado mucho, claro; no puede ser de otra manera. Nosotros empezamos en los sesenta, y lo único que teníamos eran las ganas de hacerlo bien y la pericia con nuestro instrumento. Luego, tocábamos en todos los sitios donde nos dejaban sin apenas cobrar, con la esperanza de que algún sello discográfico se fijara en nosotros. Así era antes. Ahora se me acercan chicos y chicas a preguntarme cómo se consigue salir adelante y vivir de ese tipo de música, y me siento idiota porque les tengo que responder que no lo sé.
Recuerda lo que pasó con la aparición de Internet. De repente podías descargarte sin coste alguno cualquier manifestación de arte: libros, música, películas... Esa jodida puta lo cambió todo. Ahora tienes que ser viral y no sé cómo se hace esa mierda. No sé cómo se vuelven populares las cosas hoy en día, aparte de tener suerte. Nosotros tenemos a gente que trabaja nuestra imagen en redes, pero somos una clase de músicos extinta. Y ya que me lo preguntas: sí, me acojona la I.A. Cualquier día esos putos robots descubrirán cómo hacer música o escribir un libro, y gran parte del mundo del arte se irá a la mierda.
¿Exagerado? No, tío. Cuando eso suceda solo quedaremos unos cien o doscientos grupos y solistas del mainstream. Lo mismo que esos cien o doscientos escritores consagrados que todo el mundo lee, pero el resto... ¿Quién va a pagar a alguien para componer la banda sonora de una película? Salvo algún purista en algún momento esporádico, nadie pagará a una orquesta de sesenta integrantes para interpretarla. ¿Quién pagará a los actores de doblaje cuando esas putas máquinas lo hagan igual de bien? ¿Qué harán las editoriales cuando ese algoritmo, o como se llame, aprenda a escribir una novela y nadie note la diferencia?
Joder, esa tecnología será el salvavidas de los holgazanes sin talento y la asesina de la imaginación y el esfuerzo. Y la gente consumirá toda la mierda que se pueda crear con ello, ¿entiendes?
Llámame nostálgico si quieres, pero prefiero los viejos tiempos. Los primeros diez años como banda fueron un torbellino, pero las cosas eran mucho más sencillas y puras. Jajaja, cuántos hoteles destrozados... las drogas... el alcohol... ¿Todavía se siguen haciendo esas cosas? Y las grupis, amigo, las grupis. Te aseguro que esas zorras sabían cómo hacer feliz a un hombre. Ahora tienes que pensar mucho lo que vas a decir, porque seguro que ofenderás a alguien. Pero somos La Niña Muerta y eso nos la suda. No sé cuántos discos vendemos ahora, pero lo petamos en Spotify y seguimos reventando estadios.
En fin, solo Dios sabe por qué hostias seguimos en lo más arriba todavía.
No os lo vais a creer, pero vuelvo a sentirlas. Vuelvo a sentir las putas mariposas en el estómago. No sé muy bien cómo ha ocurrido y tampoco importa. Supongo que como he pasado muchas horas conmigo desde que nací, al final se ha creado un vínculo más potente y profundo que la autoestima y el narcisismo. Pero así es: estoy enamorado de mí y no sé cómo pedirme que me quiero casar conmigo. Y tampoco es que me quiera precipitar: tengo que encontrar el momento adecuado y tiene que ser perfecto.
Acto segundo.
Ay, Dios mío, qué nervioso estoy. No sé cómo reaccionaré ni qué cara pondré cuando me pida la mano. Espero contestarme que sí y no llevarme una negativa, porque ya no puedo vivir sin mí. Si dudo me diré que siento deseos de ser yo la primera persona a la que vea con cada amanecer, y que quiero envejecer conmigo lo que me queda de vida. Así de enamorado estoy y así me lo haré saber.
Acto tercero.
Buenas noticias. Llevo casado conmigo unos tres años, y tengo que deciros que nunca antes me había sentido tan querido y tan bien acompañado. Lo comparto todo y lo hago todo junto conmigo. Incluso aquellas funciones que se realizan en el baño en la más estricta intimidad. Hablo conmigo de cualquier cosa durante horas y siempre estoy de acuerdo. Es tal la conexión, que a veces siento que me he leído el pensamiento. Supongo que también tiene que ver el hecho de que mi relación se basa en la sinceridad, por lo que no tengo secretos.
Acto cuarto.
Malas noticias. Mi relación conmigo no va muy bien. Ha sido por una tontería, pero ayer es la primera vez que me discutí desde que me contraje matrimonio. Encima soy tan inflexible que no me he dado la razón. Y hoy no sé cómo ha podido pasar que me he gritado, me he faltado al respeto, y me he levantado el puño dispuesto a golpearme. Suerte que me he detenido el brazo con la otra mano. Y lo mío me ha costado, pues tengo bastante fuerza. La próxima vez que vuelva a pasar no dudaré en acudir a la comisaría más cercana y denunciarme por maltrato. No pienso consentirme semejante comportamiento.
Acto quinto.
Supongo que tenía que pasar como pasa con muchas otras relaciones. Al final he resultado ser un monstruo despreciable: me he empujado escaleras abajo y estoy vivo de milagro. No sé cómo me he atrevido, y de nada ha servido hablar porque no me he entendido, de modo que me he firmado los papeles del divorcio y ya no estoy conmigo. Ni siquiera me he mirado a la cara. Para mí soy agua pasada y espero olvidarme pronto de todo lo vivido desde que me conocí. Ojalá pudiera deciros que la sologamia es maravillosa, pero os aseguro que estoy mejor sin mí.
Como de costumbre, llegué justo a tiempo de interrumpir la célula fotoeléctrica que controlaba las puertas del ascensor. Como siempre, tú ya estabas dispuesta para ascender hasta la planta 18, y sin mirarme volviste a poner cara de circunstancias. Yo te ofrecí la misma sonrisa de disculpa de otras veces —nada convincente— y pulsé el botón 23.
Aquel era un breve encuentro mañanero, de escasas palabras y miradas huidizas, que se estuvo repitiendo todos los días durante quince meses, exceptuando sábados, domingos y festivos. Todavía quedaban trabajos normales no del todo esclavizantes, pese a que también destemplaban el sistema inmunitario y disminuían las ganas de seguir adelante.
Las puertas de acero inoxidable se cerraron, y la cabina de metacrilato pulido inició su ascenso vertiginoso para dejarnos donde nos aguardaban nuestras obligaciones anodinas y mal pagadas. Un lugar de trabajo, en esencia como cualquier otro, donde campaba la mansedumbre y nuestra paciencia era puesta a prueba una y otra vez.
Pero de repente algo falló, y nada volvería a ser lo mismo.
El ascensor produjo una pequeña sacudida, los motores eléctricos languidecieron como enfermos terminales, y nuestros estómagos se contrajeron por la desaceleración. Luego, la luz blanquecina de la cabina se extinguió con un breve parpadeo, y cobró vida la leve iluminación ambarina de emergencia.
Nos miramos a los ojos por primera vez y no pudimos reprimir una sonrisa de compromiso. Ya sabes: éramos dos desconocidos atrapados en un ascensor. Tras unos segundos callados rompimos el silencio con frases cliché: «¿estás bien?», «no creo que dure mucho», «vaya contrariedad», «¿eres claustrofóbica?», «¿cuánto hace que trabajas aquí?», «¿cómo es que nunca hemos hablado?».
Fue nuestra primera conversación. Al rato ya nos habíamos descalzado y sentado en el suelo, y pasamos de ser dos desconocidos a saber que apenas teníamos nada en común, sobre todo en lo que se refiere a la música y la literatura. Tú te deleitabas con Paulo Coelho cuando yo era incapaz de aguantarle cien páginas. Detestabas a Michel Houellebecq y a mí me encantaba. Y considerabas basura a músicos como Benighted, entretanto tus adorados Coldplay me aburrían como nada en el mundo.
Eso no impidió que tu mano y la mía se buscaran hasta cerrarse la una con la otra. Llevábamos varias horas atrapados, colgados de la nada sin saber qué final nos tendría reservado el destino. «Tengo miedo», dijiste con voz queda. Y yo te deseé en ese mismo momento, pero solo me acerqué a ti y te besé, porque quizá mañana ya era tarde para cualquier cosa.