Otro altercado en tu barrio a media tarde, cuando el día aún tiene horas por delante para ofrecer desagradables sorpresas. Otro altercado en tu barrio cuando cae la noche y te vas a dormir, porque a la sinrazón ni le importan tus sueños ni descansa. Otro altercado en tu barrio pocas horas después del alba, cuando despiertas con más cansancio que ayer, sin ilusión de que algo vaya a cambiar.
Otro altercado que agranda tu miedo y el de tus hijos, todavía demasiado pequeños pero muy conscientes, a los que acompañas de la mano, con paso apresurado y la mirada en todas partes, al autobús que los llevará al colegio. Porque el barrio es inseguro y peligroso, con demasiados puntos ciegos donde se ajustan cuentas y la muerte sonríe.
Otro altercado en tu barrio, día tras día y semana tras semana, pese a las innumerables llamadas telefónicas a comisaría. Pese a que el alcalde, por segunda vez electo, prometió aumentar la presencia policial. Quizá sí lo hizo, pero no en tu barrio, obediente y abnegado contribuyente.
Tendría seis años cuando un día, después de ver los dibujos animados de Mazinger Z, me palpé el orbicular hasta tocar hueso. ¡Era mi calavera! ¡Mi propia calavera! Desde entonces me di cuenta de la realidad de la que nadie escapa y supe que, tarde o temprano, iba a morir y me convertiría en un esqueleto. Más que miedo, ¡sentí pánico! La posibilidad de "no ser" no me entraba en la cabeza, en mi calavera.
Pero el tiempo ha pasado y ayer cumplí otro año. ¡Y qué vida tan feliz a pesar de todo! Como además de afortunado soy un tipo educado, no enumeraré, por insultante, lo maravilloso de mi existencia. Y como ahora mi calavera y futuro esqueleto ya no me dan miedo, puedo seguir sumando aniversarios.
Lloran y lloran y vuelven a llorar. Lloran más que beben los peces del villancico. Y no porque se les haya muerto un ser querido, no. Ni porque sientan algún tipo de dolor físico, no. Ni porque les haya sobrevenido alguna enfermedad incurable en mitad de la juventud, no.
Lloran por un dolor emocional. Lloran porque a causa de la lluvia no pueden salir a la calle a lucir sus estatuas, cuando resulta que la lluvia es un regalo y más en estos tiempos. Lloran por algo saludable para el planeta y que es tan necesario como el respirar.
Señor, es la segunda vez que me comunico contigo mediante esta bitácora —pues mejor este medio que las zarzas ardiendo — y nunca contestas a mis preguntas. Supongo que porque he incumplido varios de tus mandamientos y no soy la mejor de tus criaturas. De acuerdo, lo entiendo. Pero joder, ¿por qué te burlas así de tus creyentes? ¿Es que no has visto sus lagrimones y sus caras de desdicha? ¿No crees que ya tienen bastante con ser lo que son?
Te has pasado tres pueblos, Señor. Sólo por eso hoy voy a descuidar mi equilibrada nutrición y me atiborraré de carne como si no hubiera sábado.
Cucaracha Blanca siempre es un anciano y no una anciana. Pero eso al feminismo global le da igual; al de antes y al de ahora. O más que darle igual, se lo ha pensado dos veces antes de molestar a la empresa multinacional más antigua y poderosa que existe. Cuestión de prioridades —supongo— y la firme convicción de que hay cosas imposibles de ser cambiadas.
Cucaracha Blanca es el humano que más empatiza con el dolor ajeno. O al menos lo parece. Da igual quién seas, de dónde provengas y lo que te haya ocurrido: él empatiza y reza por ti si hace falta. Si sois muchas las personas jodidas incluso es posible que os hable por televisión. No os solucionará nada, pero le importáis mucho.
Cucaracha Blanca es el fenómeno mediático más masivo que existe. Cuando habla, sea en un idioma u otro, nunca dice nada que no se sepa, pero aun así muchos escuchan. Y si hay algo que de verdad debiéramos saber y él sabe, jamás nos lo va a contar. Cuando Cucaracha Blanca se aproxima a sus fieles y simpatizantes, siempre sonriente corresponde a todos los saludos y tocamientos.
Cucaracha Blanca por los siglos de los siglos, queramos o no, guste más o guste menos.
Trabajábamos en el polígono industrial más mugriento del extrarradio. No recuerdo muy bien cómo fuimos a parar allí. Habíamos finalizado nuestros estudios universitarios, nadie nos contrataba y la fuga de cerebros todavía no era una realidad. Lo que sí recuerdo es que aquel lugar nos contagiaba su decadencia y no nos apetecía mucho sonreír o emprender nuevos proyectos.
Una vez dentro del polígono, dirección a nuestra nave mal ventilada, casi siempre nos cruzábamos con borrachos y perros callejeros dispuestos a saltarnos al cuello a la mínima oportunidad. Quizá es que estaban más jodidos que nosotros. También había camioneros solitarios que a golpe de claxon se abrían paso a través de toda aquella mierda.
Éramos ocho y teníamos tres jefes (dos hombres y una mujer). Estaba claro que querían tenernos bien controlados y sometidos. Tres jefes que nos miraban por encima de la montura de sus gafas como si nos estuvieran perdonando la vida. También recuerdo que de camino a aquel trabajo era más soportable la resaca que arrastraba la mayoría de los días, que el hecho de tener que obedecer a aquel trío de pobres hartos de pan.
En base, éramos archiveros. La venta de nuestro tiempo consistía en un concienzudo filtrado de noticias que atendía al interés ideológico y geopolítico de los amos del cortijo, y que luego era utilizado de múltiples formas para crear corrientes de opinión y la división ciudadana.
Nuestras semanas tenían ocho días, y es que nuestra esclavitud estaba organizada en turnos a prueba de fiestas nacionales y sublevaciones proletarias. De ese modo la empresa conseguía una productividad asombrosa, mientras nosotros perdíamos la noción del tiempo viviendo a espaldas de lo que quedara de nuestras vidas.
Empezábamos a estar de veras desquiciados, y yo me sentía atrapado en un punto de no retorno. Ya llevábamos cerca de un año y medio con aquello, cuando un día caluroso en especial, el compañero que tenía al lado me susurró: «Eh, Cabrónidas, he vuelto a oír las voces, joder, ¡Tal y como me dijiste! Y ahora me dicen ¡mata, mata, mata!».
«Es normal», le contesté con una voz que no reconocí como mía. Y supe entonces que había llegado el momento de escapar de allí cuanto antes.
El nacionalista español, que sólo puede ser español porque nació en Meadero de la Reina (Cádiz), decidió irse a Euskadi a ondear la bandera oficial de España. Y el nacionalista catalán nacido en La Pera (Girona), que no quiere ser considerado español, decidió irse al Ferrol (Galicia) a ondear la bandera oficial de Cataluña.
No les tendría que haber pasado nada, pero pagaron caro su osadía e inconsciencia. O igual es que desconocían el mundo en el que viven. En cualquier caso, se tendría que poder ir por toda la geografía española ondeando la bandera legal que a uno le saliera de los cojones, sin tener que llevarse un par de hostias por ello.
Los dos son gilipollas, sí. Pero no es delito serlo.
Llegasteis un día cualquiera con sonrisas y promesas. Ni os llamamos ni os esperábamos, pero de todas formas disteis con nosotros. Con vuestro discurso conseguisteis que creyéramos que erais tigres de Bengala, cisnes, delfines, peces mandarines, mariposas, pavos reales, caballos frisones e incluso unicornios.
Pero como que la cabra siempre tira al monte, no me acabasteis de convencer y os seguí hasta vuestra guarida para espiaros por el ojo de la cerradura. Y vi que en realidad erais sabandijas, babosas, garrapatas, escarabajos, escolopendras, sanguijuelas y cucarachas. Y no sonreíais sino que os carcajeabais, quién sabe si de nosotros.
Así que desandé mis pasos dispuesto a alertar a los crédulos y engañados de mi entorno. Cuando les expliqué lo que había visto, no solo no me creyeron, sino que me tacharon de mentiroso. La verdad es que hicisteis un buen trabajo con ellos, y eso hizo que me diera cuenta de que estaba rodeado de asnos, burros y acémilas.
De modo que regresé al monte para preservar mi salud mental.
P.S.: Por razones obvias, pido perdón sincero y profundo a todo el reino animal en toda su variedad y extensión.