30/1/25

417. En vivo y riguroso directo 2

    La sala no es que fuera muy grande, pero sí lo suficiente para tener que acercarme hasta el escenario si quería saber qué llevaba en la cabeza el guitarrista de la banda Miruthan. Desde donde yo estaba, me parecía la cofia de una monja, y a media distancia me pareció una mitra. Pero no podía ser tal porque se prolongaba por encima de la cabeza y hacia atrás en dos vértices romos bastante pronunciados. 

    Cuando llegué al escenario, vi con total claridad que era una caja torácica encasquetada al revés, en cuyo esternón había sujeto un pequeño cráneo de mamífero. El bajista, en consonancia con su compañero de las seis cuerdas, exhibía un largo collar engarzado de pequeños huesos y piezas dentales, mientras que del lado izquierdo de la cadera del cantante colgaba una médula espinal. 

    Aparte de las túnicas negras, el resto de integrantes también mostraba su predilección por la osamenta humana y animal. No así como la corista, que fusionaba sus desgarrados registros vocales con los guturales del cantante, al tiempo que alzaba un viejo libro de cuero que sostenía abierto con una mano.  

    Fueron todo un descubrimiento, oh, sí, claro que sí.



27/1/25

416. El vertedero del extrarradio

      Todos en la ciudad conocen la existencia del vertedero del extrarradio. Cualquiera que circule por la carretera comarcal en dirección al polígono industrial, justo en el kilómetro siete, no tiene más que mirar a la derecha y un poco hacia abajo para apreciarlo en toda su magnitud. A pesar de sus 7.550 metros cuadrados, desde ese punto concreto tampoco es que parezca gran cosa. Pero no está nada mal para un lugar, antaño salubre, del que muchos decían que no llegaría a convertirse en lo que es ahora. 

    El vertedero del extrarradio tiene la singularidad de que, en sus cordilleras residuales de abandono, las montañas de la izquierda se erigen en una gran variedad de escombros, mobiliario y aparatos eléctricos. Mientras que las de la derecha se alzan en toneladas indecentes de bazofia, juguetes de todo tipo y toda clase de plástico. Nadie sabe el porqué de ese orden en un caos de inmundicia, pero sigue respetándose desde el principio. 

    Como es lógico, en ese ecosistema ruinoso de zonas contaminantes que humean, también proliferan nubes negras de moscas en constante agitación y cientos de ratas de tamaño gatuno, por horror y desgracia del inagotable bufé libre que disponemos para ellas sin vergüenza alguna. A fin de cuentas, el vertedero del extrarradio es el destino último de todo lo material que ya no se quiere. 

    El lugar idóneo para quienes necesitan desembarazarse de cualquier cosa lo antes posible, sin tener que responder a preguntas incómodas.

    Cualquier cosa.



23/1/25

415. El loco 2

    El loco a menudo perdía la noción del tiempo. Estábamos a mediados de enero y aún no había retirado el Papá Noel que trepaba por su balcón. Pero ayer, cuando subió la persiana y abrió la puerta balconera para salir a regar las plantas, el intenso hedor que le golpeó la cara le recordó que quizá iba siendo hora de quitarlo de ahí. Era sorprendente que los vecinos, con lo entrometidos que eran, nunca se quejaran al respecto. Quizá es que sus vidas también apestaban a muerte además de a mierda como para estar jodiendo las del prójimo. 

    Pero así era: los adornos navideños ya descansaban en sus cajas, y el único Santa Trepador que aún se empeñaba en realizar un allanamiento de morada era el suyo. Aunque, para ser más exactos, el suyo era un mocoso muerto de ocho años. Si algo le había enseñado la experiencia, es que los cuerpos más idóneos para simular a Santa repartiendo felicidad son los que oscilan entre los cuatro y ocho años. Los que sobrepasan esa edad o son muy altos o pesan demasiado. De modo que el loco no tuvo ningún problema en descolgar al pequeño bastardo.

    Una vez dentro de casa, el loco se ajustó unos guantes de látex y una mascarilla FFP3. Colocó al pequeño sobre la mesa del comedor y empezó a desvestirlo bajo la luz fría de una lámpara de led. Puso a lavar el disfraz como hacía siempre, solo que esta vez apestaba mucho más de lo normal. No era de extrañar: treinta y siete días colgando del balcón como ropa emperchada eran demasiados días. La cara no solo estaba irreconocible; el cuerpo había ennegrecido por la putrefacción y se encontraba a medio camino de la esqueletización, lo cual podría haber despertado sospechas a pesar de la ocultación que ofrecía la poblada barba blanca y el traje rojo. 

    Se dijo que no podía volver a pasar, y que en el calendario marcaría con una equis el día siete de enero.

    Sin más dilación, cogió al niño muerto de la muñeca, lo arrastró hasta el lavabo y lo dejó dentro de la bañera. Después echó mano de su variado instrumental, dentado y filoso, y procedió a trocearlo. Como tenía práctica, acabó pronto. Luego bastaría con meter los trozos en una bolsa de basura de cien litros, dejarla en el maletero del coche, arrancarlo y recorrer los casi cinco kilómetros que lo separaban del vertedero, y por último, tratar de pasar inadvertido lo que quedara del año. Tiempo más que suficiente para decidir quién sería el Santa 26 que treparía por su balcón las próximas navidades. Hasta entonces, los niños y niñas de la ciudad estaban a salvo. 

    Pero antes se ducharía, pues el loco era un tipo aseado. Así que descorrió la cortina, se metió dentro de la bañera y el agua se llevó el sudor de su esfuerzo, los diminutos trozos de ser que aún quedaban y alguna que otra larva que notaba entre los dedos de los pies.



20/1/25

414. El discurso

     No os lo vais a creer. Yo estaba en lo alto de un púlpito de madera noble. El púlpito, colocado en medio de un gran escenario. El escenario, situado en el extremo de una sala en penumbras. Y la sala, dentro de una edificación cuya ubicación desconozco. En el otro extremo, ocupando más espacio que el escenario, había quinientas butacas dispuestas en formación militar, cada una de ellas ocupada bien por un hombre, una mujer, una niña o un niño. 

    Todas aquellas personas, a la espera de que iniciara mi discurso, me miraban como si quisieran adueñarse de mis pensamientos. De conseguirlo, sabrían que era la primera vez que tenía que hablar en público, y que me sentía incapaz de verbalizar lo impreso en los papeles que descansaban a pocos centímetros de mi vista, entre dos micrófonos de varilla largos. 

    Hasta mí llegaban las respiraciones, murmullos y crujidos de las butacas que producían al reacomodarse. Eran señales inequívocas de impaciencia, y no ayudaban en nada a vencer mi miedo escénico, así que decidí imaginarme desnudas a todas aquellas personas, pese a que la mitad de ellas eran menores, pero no funcionó. Luego las imaginé muertas además de desnudas, y el resultado fue peor: cabezas desplomadas hacia delante con las bocas babeando, y otras tantas colgando por encima de los respaldos de las butacas con miradas inexpresivas al techo, más otros cuerpos doblados por la cintura como espantajos de trapo.

    «Mierda», pensé, «esto no va a salir bien». Cerré los ojos con un estremecimiento, y al abrirlos, las cabezas de los hombres y las mujeres se habían convertido en moais que me miraban con rocosa seriedad. Aunque lo que me causaba más perplejidad era la grotesca desproporción entre cabeza y cuerpo. Lo mismo que los niños y las niñas, que no eran tales, sino muñecos de ventrílocuo de grandes ojos expectantes y siniestras bocas mecanizadas. 

    En la sala ya no se producían crujidos de ningún tipo; menos aún murmullos y respiraciones. Sin tiempo de pensar en cómo era posible, las palabras que tenía atropelladas en la garganta se liberaron, y empecé a conferenciar con increíble fluidez. De tanto en tanto, los hombres y mujeres Moai asentían e incluso sonreían, y los niños y niñas muñeco, como si de veras tuvieran en el interior de la nuca la mano de un ventrílocuo, se agitaban y articulaban párpados y boca. 

    Así fue como pude impartir mi profundo conocimiento sobre la cría del champiñón cojonero por riego a aspersión en las cimas del Everest. Sobre todo en lo referido a sus múltiples propiedades curativas y nutritivas, además de las alucinógenas, del todo potentes e invasivas.



16/1/25

413. Efemérides 2

    Tal día como ayer, 15 de enero.



    Enhorabuena, Galicia. Ayer, ahora y siempre.

13/1/25

412. La mujer del supermercado

     Por muy cerca que tenga a una persona, no soy nada bueno determinando su edad, sea quien sea, esté viva o muerta. Por lo tanto, diría que la mujer del supermercado tiene más de treinta y cinco años, pero menos de cincuenta.

    Llega poco después de que abran, o a primera hora de la tarde, pero nunca entra. Se sienta en un escalón muy cercano de la entrada y, en función de la caridad de los que sí entramos, espera reducir el vacío del carro de la compra que tiene al lado. 

    Desconozco si cumplimos con sus expectativas, si es que las tiene. No sé si lo hace por verdadera necesidad o picaresca. Lo cierto es que a veces las cosas no son lo que parecen, y otras son peores de lo que imaginamos, lo cual tampoco aclara nada.

    Hoy la mujer del supermercado vuelve a estar. Como ayer. Como casi cada día desde hace unos ocho meses, más o menos. Lo sé porque me basta con mirar por la ventana (no indiscreta) de la habitación en la que escribo.

    No sé si estará cuando yo tenga que volver a comprar. Ni si estará mañana. Ni si alguna vez la veré sonreír.


    

9/1/25

411. De vuelta a las cadenas

    Ya han finalizado los tres rituales masivos del año, y con ellos las vacaciones. Por lo tanto, de nuevo regresaré al trabajo que volverá a anularme. Uno que seguro muchos querrían, y el mismo que me ha permitido comprar, de sobra, todo lo material que he deseado o creído necesitar. Eso no evita que deteste en abundancia y profundidad todo el mundo laboral en general.

    Nunca me han gustado las jerarquías de ningún tipo ni recibir órdenes. Y cuando las he tenido que dar, menos. También me asquean esas putas evaluaciones de perdonavidas sobre la capacidad individual del esclavo, ya sea subcontratado o de la empresa. No dejan de ser cribas de ganado en las que se escogen los ejemplares más dotados para la causa. Vale, hasta ahí puedo entenderlo. Pero las piezas que se desechan merecen el mismo respeto, y de puertas para adentro no es tal. 

    O esas reuniones trimestrales de mierda —porque la alta dirección es así de avanzada y estupenda— en las que se supone que la pieza más insignificante de la maquinaria puede expresar, con total libertad y sin temor a represalias, las carencias a solucionar que la empresa tiene y que nunca deben llegar al dueño de la misma porque se contraponen con los intereses intocables de la producción. 

    Como es de esperar, son muchas las que se exponen, y más las que se desoyen. Y luego está ese par de pandillas endiosadas, que no son más que las grandes putas del amo: Recursos Humanos y Comité de Seguridad e Higiene. ¿Os suena?

    Total, que durante todo el año, el calendario laboral me indicará qué días son de libertad y cuáles de esclavitud. Y en función del turno dispuesto en aras de la productividad, también me dictará a qué hora tengo que almorzar, comer, cenar, dormir, despertarme y, en definitiva, vivir. No como quiero, sino como debo. Como quiere cualquier empresa a la que vendes tu tiempo, y tiene a bien el comprarlo si superas el proceso de selección.

    De todas formas, qué afortunado soy si esto es lo máximo a lo que puedo aspirar como queja. Y porque algún día, más pronto que tarde, ese puto calendario será el último que rija mi vida. 

    El último. 



6/1/25

410. Día de reyes

    Era día 5 de enero de 2025 y había anochecido. Uno de los empresarios más ricos de la zona euro, desde la azotea de uno de sus edificios, se estaba fumando un puro en compañía de su hijo de dieciséis años. Desde aquella altura, los contribuyentes, consumidores y algún que otro parásito sin apellido de alcurnia parecían algo menos que hormigas. 

    —No sé, papá. ¿Tú crees que seguirán tragando?

    —Bah, no te preocupes. Siempre tragan vendas lo que vendas. 

    —Ya, ya, pero es que no paran de comprar los mismos productos año tras año. La mayoría de ellos ni siquiera esperan a que la obsolescencia programada les diga cuándo tienen que volver a gastarse el dinero. Papá, ¿no nos estaremos pasando?

    — Ja, ja, ja, claro que no. Todo obedece a la misma lógica. Ninguna de las personas que ves ahí abajo se ha preguntado hasta qué punto es necesario que un móvil pueda realizar mil y una funciones además de la principal. ¿O para qué necesitan las familias un escáner, un coche de doscientos caballos y una impresora cuyos cartuchos, según el poder adquisitivo, valen más que la propia máquina? Tan solo adquieren por imitación, por envidia e impotencia. 

    — Sí, papá, pero me resisto a creer que no se den cuenta de que todo es un engaño. No hace mucho, por ejemplo, les vendimos los televisores de plasma a doce mil euros, luego rebajamos el precio e incluso nos sacamos de la manga modelos ridículos para que el más pringado tuviera su pequeña pantallita en el comedor. Y así con cualquier aparato. Entiendo que tengamos que ofrecerles la tecnología migaja a migaja, pero tiene que haber un límite, ¿no?    

    No era una noche muy fría. Avaricius le dio una buena calada a su Gurkha Real. Con su brazo izquierdo rodeó por los hombros a su hijo Codicius y lo miró con cariño.

    —Hijo, ya saben de sobra que todo es un engaño, pero hemos conseguido que no les importe, ¿entiendes? No se trata de lo que ofreces, sino de cómo lo vendes. Y de seguir convenciéndoles de que sus vidas ya no pueden ser de otra manera. Es algo así como nuestros amigos los bancos: hemos conseguido que nadie pueda prescindir de ellos. 

    —Sí, papá, eso lo entiendo; la manipulación en los medios de comunicación, en las redes y las ofertas engañosas. Yo me refiero al talento, al espíritu. ¿No se dan cuenta de que, por muy moderna que sea la cámara digital, el ordenador, el móvil, la IA o lo que sea, la falta de talento será la misma que demostraban antes?

    —Ja, ja, ja, ahora te pareces a tu madre, pero escúchame bien, Codicius, esto no tiene nada que ver con el arte y la sensibilidad. De hecho, la creatividad está relacionada con la escasez de medios, aunque si lo supieran, dudo que les importase. Hijo, lo único que les importa es no quedarse desactualizados. Y si no quieren desactualizarse, van a tener que comprar el cacharro que a nosotros nos dé la gana. Nosotros marcamos la tendencia y conseguimos que consumo y estupidez sean la misma cosa. Fin de la historia, ¿comprendes?

    —Pero, papá, ¿qué pasa con todos esos cacharros que la gente ya no quiere aunque funcionen? ¿Dónde van a parar? 

    —Con esos aparatos no pasa nada de nada, hijo. Nadie reciclaba antes, al menos en el fondo del asunto, y nadie lo hará ahora. Algunos los guardarán en el armario por vergüenza o para coleccionarlos, y otros los tirarán al contenedor más próximo. Lo importante es que siempre quieran estar actualizados, y que sus hijos, ya desde preescolar, aprendan a cometer los mismos errores.

    —Creo que ya lo he entendido, papá. Aunque... después de lo que hemos hablado... ¿Me enseñarías la nueva tendencia tecnológica prevista para el 2028? Me ha dicho mamá que no hay grandes cambios, pero los suficientes para que la gente se vuelva loca. 

    —Ja, ja, ja, ja, claro que sí, hijo. Ven aquí. —Avaricius engulló a su hijo Codicius en un caluroso abrazo. Sin duda era su bien más preciado, y el sustituto adecuado para el día de mañana dirigir el imperio. 

    Entretanto, los Tres Reyes Vagos ya habían llegado del lejano Oriente a ciudades occidentales. Y como tenían el don de la ubicuidad, desfilaban por ellas al mismo tiempo, repartiendo saludos y caramelos a miles de pequeños y potenciales consumidores. 



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