2/1/23

201. A las cosas por su nombre

    Llevo año tras año reincidiendo en un error de calificación, que estriba en tachar de hijos de puta a fascistas, dictadores y opresores en general. No es correcto decir, por ejemplo, que Franco fue un hijo de puta alumbrado allí en Ferrol. Y no es que yo sienta más desprecio y aberración por el caudillo, que otros seres de diverso calado histórico y más o menos misma ralea, como Mussolini, Hitler, Stalin, Husein, Abu Minyar al-Gaddafi, Walter Ulbrich, Mao Zedong, Pinochet, Wojciech Jaruzelski y demás ratas aborrecibles y asquerosas, y en definitiva, asesinos en masa.

    El caso es que encuentro demasiado benévolo calificar de hijos de puta a toda esa variedad de basura humana, que a tantos millones de personas han privado de su vida y un mejor destino. Más que nada y entre otras cosas, porque entre las prostitutas que lo son por necesidad, las hay decentes, honradas, y en consecuencia, buenas personas. Y siendo así, incurro en un error y no es de recibo que los considere hijos de alguna de ellas. 

    Sin ir más lejos, las personas ahora ancianas de esta España cerril y mohosa que sufrieron el azote inmisericorde de la tiranía, como que son más educadas que yo, quizá dirían que Franco fue parido por una mula, que como ya se sabe, es una de esas bestias del reino del Señor, híbridas y estériles. Y que por consiguiente no vio la luz por el orificio esperado y natural; ese que tienen las hembras y desata las pasiones más turbulentas y hasta se derrocan imperios. Sino que fue parido por el culo de la mula por donde hay un orificio, que como es bien sabido y también de forma natural, acostumbran a salir gases malolientes y la mierda.

    De verdad creo que he iniciado el año con una inexplicable sensibilidad que hace que sea más delicado y correcto en todo aquello que escribo y hablo. Por lo que a partir de la publicación de esta entrada, intentaré —que no es lo mismo que prometer— calificar a los que llamo hijos de puta, como malnacidos de mierda. Y así yo contento, y las prostitutas y las mulas también. 

    Feliz jodido año 2023.


29/12/22

200. 29 de diciembre

    29 de diciembre, lo cual quiere decir que ayer fue día 28. Ya sabes, el día de los Santos Inocentes. Aunque ya nadie puede serlo porque siguen respirando demasiados monarcas que, aunque no se llamen Herodes, tienen mucho apego al trono. Porque todavía hay cientos de desconocidos, mayores y menores de dos años que no importan, asesinados a diario en lugares que nunca aparecerán en la gran pantalla panorámica de nuestro comedor. 

    Ya nadie es inocente, a pesar de las bromas y gilipolleces que se dan ese día en los medios de comunicación. A pesar de lo necesario que se hace la carcajada en la cada vez más sometida y saturada ciudadanía. Quizá porque son más que menos las personas que tienen más motivos para llorar que reír, y algún que otro para enloquecer y arremeter contra quienes provocan el llanto. 

    Vuelven los tiempos oscuros, o puede que nunca se fueron.

    29 de diciembre, hostia. Lo que significa que ya se realizaron las cenas de empresa, en las que los esclavos de una misma mesa se dividen en dos o tres grupos —a veces más—, y entre bocado y bocado se echan pestes recíprocas e inadvertidas sobre la eficacia del desempeño de sus obligaciones esclavistas. Y hasta compiten por pelotearse con su mando intermedio, también presente, que después de la resaca vacacional navideña, será cómplice de las nuevas putadas laborales que su superior —que está en otra cena, en un sitio mucho más caro—, ya tiene ideadas y aprobadas para el año entrante. 

    Aun así, todos brindan sonrientes, con compañerismo y pureza, con un puñal clavado en la espalda.

     29 de diciembre, cojones. Lo cual indica que el trajeado parásito anacrónico de la nación, volvió a releer el mismo mensaje de cada año, obvio y vacío de contenido, a sus sufridos súbditos, muchos de los cuales seguirán sin poder llenar la nevera como hacían diez años atrás, ya que la pobreza energética se ha instalado en sus reducidas viviendas de alquileres abusivos. Y quizá la Nochebuena ya no es tan buena, salvo para aquellos que elegimos cada cuatro años y aseguran preocuparse de nuestro bienestar, y se supone gestionan nuestros intereses comunes para tal efecto.      

    29 de diciembre, joder. El año se precipita a su fin que siempre es el mismo, y dará inicio a un nuevo principio que siempre es igual. El ciclo se repite y nada cambia salvo nuestras prioridades, que para muchos serán las de sobrevivir con tanta dignidad como les sea posible o les permitan. Así, año tras año, los afortunados más o menos acomodados, giramos en un bucle de paz y amor ficticios, mientras que los desfavorecidos, a menudo olvidados, giran por inercia en la espiral de la eterna condena de la cual parece imposible escapar.

    Qué fácil es ser positivo cuando los que están jodidos son otros.



26/12/22

199. Ángeles caídos

    Dicen que Jesús nació en Belén un 25 de diciembre en un establo, casi a la intemperie, entre un tañer de campanas. Pero Mateo se equivocó: nació en Nazaret y en primavera. En cualquier caso, si hay quienes creen lo primero, ¿por qué no ibais a creer vosotros que yo, de pequeño, ejercí de monaguillo en un pueblo recóndito de la España profunda? 

    Mientras los hombres apalizaban a sus mujeres —algunas de ellas lesbianas— y muchos de esos hombres mantenían en secreto su homosexualidad, sonaban tres repiques de campanas para avisar al pueblo. Para cuando los obedientes feligreses acudían a la santa casa del Señor, Gabino el estorbo —siempre estaba en medio—, Pascasio el jabalí —así llamado por la violencia manifiesta si lo acorralaban—, el cura del pueblo, más conocido como Padre Cubata —se bebía seis o siete diarios—, y yo, ya estábamos preparados.

    Aquel hombre de Dios era un gran profesional. Desde el atril, con gran solemnidad, contemplaba con expresión marmórea a toda aquella agrupación de creyentes. Pasados unos segundos, después de la eucaristía, iniciaba su homilía y en menos de veinte minutos ya tenía a la mayoría de octogenarias orgasmando —para algunas era la primera vez— como si la electricidad recorriera sus cuerpos. Los abuelos, en cambio, caían hacia atrás en desafinadas exclamaciones de éxtasis, al tiempo que se les desprendía la quijada postiza hasta el suelo. 

    En ese momento, el Padre Cubata, pese a su embriaguez, descendía del atril con asombrosa agilidad, y micrófono inalámbrico en mano se mezclaba entre los devotos provocando el enervamiento colectivo. «¡Expulsad a la bestia, pecadores!», alentaba gesticulante, «¡Expulsadla de vuestro cuerpo!». Y varios parroquianos movían piernas y brazos con descoordinación como si se quisieran desprender de sí mismos. «¡Alabado sea el Señor! ¡Oh, sí, alabado sea!». Y otros tantos aullaban a la carrera en múltiples direcciones como arlequines encocados. Y el resto, de modo grupal o en solitario, se daban a una modalidad grotesca de claqué. En medio de aquella baraúnda, el Padre Cubata miraba a las alturas de la iglesia —o quién sabe si más allá— y brazos en alto exclamaba: «¡Te cantamos, Jesús! ¡Oh, sí, te cantamos!», «¡Cantemos a Jesús!». Y Gabino, Pascasio y yo, entrábamos en acción con cánticos inductores de gospel, al tiempo que los fieles, sin ceder un ápice a la sobrecogedora agitación de sus cuerpos, se unían a los cánticos en un pandemonio enfermizo.

    Después de aquellas agotadoras sesiones las donaciones eran de veras cuantiosas, y en los días de procesión incluso se multiplicaban. Ya bien entrada la noche, el Padre Cubata gestionaba los ingresos y hacía el reparto. Como era un poco tacaño, nos veíamos en el derecho laboral de robarle parte del vino que tenía guardado, junto al ron, en el maletero del 600, ostentoso vehículo tuneado por la Santa Sede.

    Nunca echó en falta el vino.

    En aquellos tiempos de sometimiento, oscuridad e ignorancia, era muy lucrativo, además de fácil, trabajar para la empresa multinacional más grande y antigua que existe. Gabino, Pascasio y yo, solo teníamos que acatar las exigencias religiosas de nuestro puesto, y a cambio, el Padre Cubata respetaba nuestra retaguardia y encima nos pagaba. ¡Era un negocio redondo! ¿Que si tengo remordimientos? Los mismos que los pederastas con sotana. 

    Cuando el empobrecido populacho se hizo eco del rumor de que el vino y las hostias estaban adulteradas, y las ganancias no estaban declaradas, las fuerzas del orden de la época reaccionaron y quisieron someternos a juicio. De hecho, era una gran trama, puesto que de ser tres monaguillos más el cabecilla, en poco más de tres meses pasamos a ser quince. Una cifra respetable aunque lejos de intimidar, parecíamos un lastimoso apadrinamiento de niños del tercer mundo, de miradas tristes y sufridas.

    De todas maneras jamás se pudo demostrar nada: no cobrábamos en cheques y nunca se encontró un documento legal con la firma o iniciales del Padre Cubata. Y con el paso del tiempo aquel presunto caso de corrupción se olvidó, y de ningún modo —como pasa en la actualidad— debilitó la fe de los cegados.

    Hoy por hoy, el Padre Cubata, pese a su alcoholismo, nos dejó con noventa y siete años de edad. En el pueblo corre la leyenda de que en algún lugar secreto de la iglesia donde oficiaba, se encuentran intactas sus cuantiosas reservas de ron. Mientras que Gabino y Pascasio, acostumbrados desde aquellos tiempos al dinero fácil por improductividad, lograron entrar en alguna administración pública. 

    En cuanto a mí, me ha tocado ser narrador fidedigno sobre aquellos días en los que cuatro ángeles caídos buscaban su lugar en el mundo.


22/12/22

198. Temprano aprendizaje

    Fue en el verano de 2007 cuando me mudé en la que es mi vivienda actual. Los vecinos de al lado —los mismos que años más tarde llamarían a mi puerta para recriminarme por un acto incívico— criaban a su hija que, por aquel entonces, tenía unos cinco o seis años de edad. Aquella niña, delicada y tierna, fruto de ese amor efímero que tarde o temprano desaparece, gritaba, lloraba, pataleaba, lanzaba cosas y desobedecía. 

    A diario, a través de las paredes que creemos nos confieren intimidad, yo oía, tanto al padre como a la madre, impartirle educación sin apenas éxito, en exclamaciones tan perentorias como desesperadas, tales como: «¡Basta ya!», «¡Se acabó», «¡Porque lo digo yo!». Pero bien entrado el primer invierno de mi independencia, aquella pareja cambió de táctica, según mi parecer, con mucho oficio.

    Eran las siete de la tarde y me disponía a salir. Justo cuando abrí la puerta, también se abrió la de los vecinos. De inmediato, a pasitos precipitados, salió la pequeña profiriendo un intenso grito que sonó a desafío. El padre y la madre, ignorándome y calmados como hacía tiempo que no los veía, le dijeron: «Pues vete si quieres. Ya vendrás cuando te canses», y entornaron la puerta, quedándose dentro.

    Aquella criatura menuda, en apariencia desvalida y también ignorándome, se dejó caer de rodillas, en silencio, en medio del rellano. Alzó sus manitas en un gesto de invocación solemne. Luego, bracitos en alto, las cerró en dos puños enrojecidos, y los dejó caer golpeando el suelo una y otra vez, al tiempo que se desataba en berridos de vehemencia inhumana.

    Al cabo de un par de minutos eternos, justo cuando empecé a cerrar mi puerta con llave y aquella reveladora manifestación de ira parecía desvanecerse en agotamiento, la pequeña apoyó sus manitas en el suelo y, como una penitente, empezó a estrellar su cabeza contra él. Encima, aquel llanto desquiciado no solo recobró vigor, sino que fue acompañado de hirientes alaridos que superaban en intensidad al de los animales prehistóricos más enloquecidos.

    Yo contemplaba admirado y sobrecogido, tanto por la dureza de las baldosas del rellano como de la ciega obstinación, similar a la de un pistón hidráulico, de aquel arrebato automutilador. Entre el bum bum bum de los impactos, no me cupieron dudas de que aquella dulce criatura, el día de mañana, sería una persona admirable y luchadora, desgastándose en favor de causas nobles y necesarias.

    Y en esas me fui, pensando que los padres habían obrado con sabiduría. Porque en lugar de los gritos, órdenes y amenazas del pasado, e incluso de la imposición de la fuerza física porque sí, utilizaron el empirismo. Al margen de la causa del enfado de la pequeña, con toda probabilidad tan infundado como inocente, padre y madre enfrentaron a su hija con esa realidad dura e inapelable que todo humano tiene que conocer, y por consiguiente aceptar, en un momento de su vida más temprano que tarde.

    Esa realidad que te obliga a conformarte y a gestionar tu frustración. Que te enseña a perder y a resignarte, y que no todo lo que deseas se va a cumplir o te será concedido. Y que, por mucho que luches, por fuerte que grites, por muchas lágrimas que derrames, hay fuerzas humanas, morales, normativas, burocráticas, etc., que te vencerán porque son superiores.

    Al cabo de dos horas de deglución alcohólica volví a mi piso. Recuerdo que en el rellano agucé el oído, pero todo estaba en silencio, y cuando entré en la solitaria calidez de mi hogar no puede más que pensar:

    «Bienvenida al mundo que te ha tocado vivir, pequeña. Para ti esto no acaba más que empezar».


19/12/22

197. Enterados y sabiondos

    Cuando se te avería el coche o la moto, resulta que muchos de los que te rodean son excelentes mecánicos que ya querría para sí cualquier escudería de Fórmula 1 y Moto GP. Pero tú sabes que esas mismas personas nunca han utilizado una llave inglesa. 

    Cuando contraes dolencias simples estacionarias, o te diagnostican —por decir algo— hipertensión o hipercolesterolemia, resulta que esos mismos poseen unos conocimientos médicos tan amplios, que hasta podrían dejar en evidencia al farmacéutico. Aunque tú sabes que esas personas se automedican sin leerse nunca el prospecto.

    Y cuando el peso de la ley cae sobre ti en forma de multa o juicio, y consideras la posibilidad de recurrir, resulta que también dominan todos los complicados entresijos de la abogacía como el más experimentado letrado. 

    Siempre saben más, siempre pueden más, siempre lo hacen mejor, y cuando tú vas resulta que hace tiempo volvieron. Con semejantes capacidades, me pregunto por qué no trabajan en la Liga de la Justicia o los Guardianes de la Galaxia. 

    No obstante, enterados y sabiondos, ni se enteran ni saben que si bien los errores son humanos, algunos humanos, como ellos, son solo un error. 


15/12/22

196. Plan universal

    Ella y él estaban en ese punto de su relación en el que no requerían el don de la palabra. Hacía tiempo que se habían desprendido de sus blindajes. Esos que llevamos a menudo sin darnos cuenta, para protegernos de las heridas que nos pueden lastimar el corazón y el alma.

    Aprendieron a abrirse el uno al otro. Entrelazaban los dedos y fundían sus alientos con los ojos cerrados, y se imbuían de esa forma muda de entenderse en el silencio, clarificando nuevas vías de comprensión que, hasta que no se atrevieron, creyeron ocultas e inalcanzables. 

    Puede que siempre al borde del precipicio, como dos colibríes en el alféizar, orquestaban a la ventura, presurosos y confiados. En ese nivel de comunicación en el que hablan más las miradas que las palabras, consumían el deseo y satisfacían el ansia.

    Todavía estaban conectando con la realidad. Todavía seguían ebrios el uno del otro cuando todo fue demasiado rápido. Él quiso decirle que el piso apestaba más que nunca a... Un segundo antes, ella se llevó el cigarrillo a la boca y accionó el mechero. Sus miradas pasaron de la alarma a la despedida, justo cuando entendieron que la espita del gas estaba más jodida que el mes anterior, y que dado el caso, ellos todavía lo estaban más.

    Para entonces fue demasiado tarde. 

    Momentos antes yo escribía para mí y mis lectores. A mi derecha, la copa de vino de la que bebía entre párrafo y párrafo. A mi izquierda, la ventana con la persiana subida, y más allá de ella mi amiga la noche. De súbito, una sensacional explosión de hipnóticos tonos anaranjados, se elevó de la zona más desfavorecida de la ciudad alumbrando la oscuridad del cielo. 

    «Joder, pero qué hostias...», me dije sobrecogido. A continuación me pregunté si no seríamos el entretenimiento de dioses que nos disponen a su antojo como meros peones, sobre un tablero de dimensiones cósmicas demasiado insoportable de imaginar. 

    Con el estadillo aún grabado en las retinas, desvié la mirada a la negrura insondable del firmamento estrellado, y cavilé sobre si acaso el universo no tendría un plan, tan perverso como incomprensible, para cada uno de nosotros. Quién sabe si escrito en un millar de constelaciones que nos serán por siempre inalcanzables, en un idioma que jamás entenderemos.

    «Jajajajajaja», reí.


12/12/22

195. Héroes

    Hay heroicidades de toda índole documentadas al detalle, tan loables como las que realizaron personas desconocidas, de manera desinteresada y a menudo arriesgada. Anónimas bien por decisión expresa o porque murieron en el intento, pero todas sumidas en el olvido la mayoría de veces.

    Luego, como es sabido, están los que asoman el hocico cuando la verdadera amenaza ha pasado. No contentos con pasear su estampa cuando su presencia es del todo innecesaria, condenan la pasividad del resto de sus congéneres, ante el supuesto peligro contra el que se tendría que haber reaccionado.

    La heroicidad de verdad suele ser altruista y silenciosa, y por eso, a menudo desapercibida y pocas veces premiada o reconocida. La ficticia suele ser esgrimida por los pobres de espíritu, que a toro pasado te dirán de qué forma hubiera sido mejor actuar. Y ellos porque no estaban allí, que si no...

    Aunque tampoco nos llevemos a equívocos: la gran mayoría nos partimos la cara por nuestros seres queridos, y la giramos ante la indefensión y el auxilio ajeno. Suerte que hubo —y hay— hombres y mujeres que marcaron esa diferencia, y desobedecieron leyes injustas, desafiaron a la autoridad de la época y arriesgaron en favor del débil y el necesitado.

    Supongo que el héroe nace, no se hace. Aunque yo, si bien no es lo mismo, siempre estoy dispuesto a ser mordido por una araña radiactiva, o bañado de pies a cabeza por rayos gamma o cósmicos.




8/12/22

194. El terror

    Ese terror imaginario, que disfruto. 

   Añejo y gótico, oculto en ritos oscuros y conjuros ancestrales. El que emana de pociones fétidas de ingredientes prohibidos. De garras poderosas y fauces salivantes, mutilando la carne y devorándola a la luz de la luna llena. De colmillos clavándose en la yugular de una joven, y dos regueros purpúreos descendiendo con lentitud hasta su pecho desnudo. De serpientes y larvas deslizándose por las cuencas de un centenar de muertos apiñados en un osario, iluminados cuando el relámpago desgarra un cielo negro. Del llanto de un bebé en el altar, ofrendado ante el filo mortal que sostiene una criatura gigantesca de alas membranosas.     

    El mismo terror de ultratumba, invocado en la tiniebla, reptando en silencio hasta tu cama, cuando duermes. Del vaivén de mecedoras en habitaciones polvorientas de mansiones deshabitadas. De viejas casas encantadas que emiten lamentos al ser azotadas por una ventisca invernal. De castillos ruinosos alzándose entre la bruma de parajes remotos. Del sonido de violines desafinando en tumbas profanadas. De extensiones de tierra sin sol, sembradas de ciénagas vaporosas. De lluvia cayendo en antiguos cementerios de sepulturas mohosas. De siniestros mausoleos custodiados por la muda presencia de estatuas paganas. 

    Y ese terror que no necesita artificios ni recurrir a miedos primigenios.

    Ese que se manifiesta a plena luz del día, cuando explosiona una bomba en un centro comercial en hora punta. El que se desata cuando las balas disparadas en nombre de un dios que no existe, acallan la música de un concierto que deviene en carnicería. El que debieron sentir ciento cincuenta pasajeros a bordo de un avión que cambió de rumbo dirección a una muerte tan inesperada como certera. Ese terror que nace de la más intensa desesperación, cuando dos grandes rascacielos están siendo devorados por las llamas, y las personas del interior consideran una posibilidad de supervivencia lanzarse al vacío desde cuatrocientos diecisiete metros de altura.

     El terror que surge de un instinto primitivo y se contagia enloqueciendo a las masas en un campo de fútbol; en un amplio recinto del que no se respetó el aforo; en una calle atestada. El terror que se desborda en incontenible avalancha y mata por asfixia y aplastamiento sin hacer diferencias. El terror de los soldados en el campo de batalla, ensordecidos por las detonaciones de un aluvión de bombas; el de los civiles que tienen la fortuna de prolongar su vida un día más en el refugio antiaéreo. Y el terror de la tiranía, puro e indescifrable, manifestado en miles de ejecuciones y matanzas. Ese que yace imborrable en solitarias cunetas, en las baldosas ensangrentadas de las salas de tortura, en el barro de los campos de concentración...

    Ese terror tan nuestro, tan definitorio, tan real...


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