La mujer estaba frente a la vieja entrada del portal. Se sentía pequeña ante el alto bloque de viviendas, incapaz de hacer otra cosa que estar ahí de pie. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que entró por esa puerta. Entonces ella era un fruto menor envuelto en un aura de pura vida; una sonriente criatura llena de luz cegadora y sueños; una niña como todas las niñas. Pero entonces ocurrió aquello y el sol ya nunca volvió a salir. Los sueños se volvieron pesadillas y la negrura se instaló en su corazón para siempre.
Sabe que no va a poder entrar. Le quitaron demasiado. Le arrancaron por la fuerza todo lo intangible que la conformaba. Todo lo que sentía y todo lo que era. Todo lo que pudo llegar a ser. La vaciaron por completo y sólo dejaron ruinas y una vida que ya no era tal. Después de tantos años aún puede sentir la indefensión absoluta que consumió su espíritu. La inevitable rendición frente a la superioridad física de los que tejieron su calvario con tela de araña; la aplastante certeza del tacto viscoso de la carne ajena sobre ella, en ella.
¿Cómo fue posible? ¿Cómo en un lugar tan reducido pudo caber tal cantidad de dolor? Ahí, tras la puerta del portal, en el hueco de las escaleras.
Cuando el grindcore llegó hasta nuestros hogares para mostrarnos la luz y perturbar la paz familiar, no faltaron los que aseguraban que aquella locura tenía los días contados. Era un sonido demasiado veloz y caótico. Un completo sinsentido que nadie tragaría en su sano juicio auditivo. Pero se equivocaban.
Desde su nacimiento a primeros de los ochenta, y su consolidación en 1986 hasta el día de hoy, el grindcore y la música extrema en general, se han mantenido a lo largo de los años sin haber recibido nunca el apoyo musical de los medios tradicionales. Todo eso, que no es poco, gracias a una pizca de suerte, a la fidelidad inquebrantable de sus seguidores y al trabajo duro y constante por parte de las bandas que lo practican.
No sólo ha sido así, para sorpresa de unos y estoicismo de otros, sino que además, aunque para el oído profano y no entrenado pudiera parecer una música encorsetada y de nula evolución, el grindcore y derivados mutan y se reinventan así mismos hasta límites insospechados y nunca soñados. Es decir, con todos vosotros y sin más dilación, para que el fin de semana os sea adrenalínico y emocionante: Chiquigrind.
He regresado de la muerte en una helada noche de plenilunio dos años después de mi funeral.
Tú todavía no me habrás olvidado, pero seguro que ya soy el menor de tus recuerdos. No sé muy bien cómo ha sucedido. Sabes que nunca creí en la existencia de las fuerzas sobrenaturales a las que rindes culto. Ni en todos esos ritos prohibidos de medianoche que susurras a la luz temblorosa de las velas. Esa parte de ti sigue disgustándome y por eso las cosas empezaron a ir mal entre nosotros. Todo se volvió demasiado oscuro e inexplicable. Demasiado siniestro para mi agrado. Incluso tú.
Pero ahora sí debo creer, después de todo.
Ahora que esas mismas artes que utilizaste para deshacerte de mí, me dan la oportunidad que tú no me diste, y resurjo de la negra tierra que me aprisiona para abrirme paso, vacilante y quejumbroso, entre las frías lápidas de los que nunca debieran regresar. Ahora que me alejo de los muros medio derruidos del antiguo cementerio, bajo la pálida luna cuya luz baña de plata la espantosa podredumbre de mi carne, dispuesto a encontrarme contigo de nuevo para resolver nuestras diferencias de una vez para siempre.
Ahora, en esta noche igual a la de hace dos años cuando aún te amaba, y del cielo desprovisto de estrellas llovían pétalos de crisantemo.
A lo largo de mi vida me han dicho varias veces que tengo la virtud de la paciencia.
El caso es que he tenido que asistir a fiestas y reuniones sociales en las que aguantar la verborrea a desconocidos indeseables y sonreírles tal y como se debe sonreír a quien te importa un cojón. Y lo he conseguido sin vomitarles encima y sin aullar en exceso.
Por pura cuestión piramidal he tenido que chocarle la mano al jefe, al falso, a la zorra mentirosa y al oportunista. Y también lo he logrado sin escupirles a la cara y sin estremecerme de asco al sentir el contacto de sus pieles de serpiente.
Me he quedado con las ganas de dar caza a los conductores que he tenido que esquivar para evitar una desgracia, y meterles el puño en la boca para hacerles tragar su desprecio por la vida ajena, su endiosamiento barriobajero y sus putos pequeños complejos magnificados en el volante.
Y jamás he cedido al hirviente impulso homicida de quitar de en medio a los que sé que han infligido dolor físico y psicológico a quienes sé que no matarían ni a una mosca. Y lo he logrado sin que nadie que me viera en ese momento de locura tuviera motivos para alarmarse.
Puede que no tenga ninguna virtud, puesto que la paciencia es la única que siempre me han mencionado. Y no es paciencia, sino autocontrol.
Cuando algo inanimado deja de servirme o ya ha dado de sí, lo tiro sin más pese a la historia feliz que lleve consigo. Abundo en la desafección galopante porque nunca he sido dado a acumular recuerdos materiales, y al mismo tiempo practico el minimalismo y la despersonalización doméstica.
De igual modo, hace ya bastante tiempo que dejé de grabar y fotografiar los trozos de mundo, conocidos y desconocidos en los que he estado. Como también cualquier tipo de manifestación natural, animal o humana que ocurra a mi alcance. Hoy en día, mi móvil no es más que una polivalente herramienta de comunicación-gestión.
Los únicos recuerdos que poseo están en el lugar más inaccesible de mi mente. Sólo presentes para mí, con sus significados profundos e intangibles. Algunos de ellos ya han desaparecido y otros no se van aunque quiera. No puedo hacer con ellos como con las cosas materiales. No logro sacarlos de mi interior y darles la espalda.
Y si algo tengo prodigioso es la memoria y la capacidad de recordar, incluso cuando no quiero. Es una maldición.
Nos informan e informan. Nos enseñan y enseñan. Nos cuentan y cuentan. Y nos dicen y dicen, y nos vuelven a decir, desde pequeños, cómo tenemos que ser, qué tenemos que pensar, qué tenemos que desear. Qué es lo que ocurre y lo que no ocurre. Sin parar, hasta que nos salga por las orejas. Hasta que nos parezca normal e incluso nos guste. Hasta que no nos importe dónde acaban ellos y dónde empezamos nosotros. Hasta que ya no podamos distinguir quiénes somos de verdad y quiénes quieren que seamos.
Y ya está: ya nos tienen donde quieren. Ya somos adeptos o compradores. O las dos cosas. Ya nos han convencido. Ya han conseguido que creamos que tenemos opinión. Nos han dado un bando al cual pertenecer. Ya no somos nosotros ni lo que pudimos ser. Demasiado contaminados, demasiado arrastrados por la inercia. Demasiado imbuidos por algo que nos han hecho creer que necesitamos, y que en verdad nunca pedimos.
La alarma sonó con dos horas de retraso, lo que propició que Remigio saltara de la cama como propulsado por un resorte. Algún menor de edad del sureste asiático había ensamblado mal los componentes del radiodespertador, con lo cual sonaba cuando le parecía o no sonaba.
Lo segundo que sintió Remigio fue una pesadez corporal generalizada. Durante varios días de las últimas tres semanas había estado comiendo y bebiendo de modo insultante, ya que su familia era muy dada a la gula tradicional decembrina. Dolor estomacal, pesadez digestiva y quijada exhausta, ¡hay que joderse!
También tenía el cuerpo helado, y es que su viejo piso estaba sembrado de humedades. Se calzó sus zapatillas piojosas y descubrió que a una se le había despegado la suela. Cómo no: eran de manufactura oriental. Fue hacia la ventana como pudo e intentó subir la persiana, pero la correa emitió un chasquido y las lamas se desplomaron en una pequeña nube de polvo y ruido. Mira qué bien, ¡puta mierda!
Encendió el flexo del escritorio y conectó el ordenador. La bombilla emitió un brillo hipertenso y al segundo después se fundió con un zumbido. Por si fuera poco, un olor a transformador quemado llenó la habitación y el ordenador nunca llegó a arrancar. Y el rúter, como si de un desafío se tratara, le dedicó a Remigio una secuencia aleatoria de sus luces de error. La obsolescencia programada, ¡tócate los huevos!
Resignado, decidió ir al baño para cagar y ducharse con tranquilidad. La cadena no cedió con la resistencia habitual cuando tiró de ella, y lo mejor de sí mismo quedó flotando en el agua sucia como una provocación. El calentador estaba en las últimas y sabía que el agua saldría tibia, pero no por todos los sitios posibles menos por la alcachofa. Otra sorpresa, ¡hostia y joder!
Salió de la ducha sacudido por temblores y se secó con una toalla que ya había cedido tres o cuatro grados en su capacidad de absorción. Tampoco se afeitó: la cuchilla estaba oxidada y la vacuna del tétanos apenas era un recuerdo. También desistió del desayuno, pues la tostadora quemaba el pan de molde y la cafetera había estallado dos días antes.
Remigio miró a su alrededor convencido de que nada de lo previsto para hoy saldría bien, y cedió a su retahíla de blasfemias cotidianas. Había algo familiar en todo aquello. Era el recordatorio de su propia vida cayéndose a pedazos, en la que nada funcionaba y todo parecía irreal, salvo la sensación de retraso constante y de no llegar a ninguna parte.
Al menos estaba a ocho de enero y lo peor ya había pasado, ¡claro que sí!