Minutos antes de que la luna empezara a ocultar el sol, todo el ancho del cielo se convirtió en un aleteo anárquico de pájaros que piaban enloquecidos. En la soledad de las selvas, bosques y llanuras, rugían los felinos y aullaban los lobos. Y la vida que habitaba en los glaciares y en la profundidad del océano también emitía su queja.
Era algo de veras intranquilizador, pero no le dimos importancia. Estábamos demasiado ocupados en registrar el fenómeno astronómico. Demasiado expectantes con nuestros móviles en suspensión y los mentones alzados —con o sin la debida protección ocular—, mientras que en casa nuestras mascotas temblaban y gemían.
Cuando la ocultación del sol fue parcial, tuvimos que despoblar las calles, puesto que empezaron a sobrecargarse de electricidad estática hasta ser impracticables. El aire se detuvo y una sensación de apremio se adueñó de las ciudades. Todo eso también nos pareció extraño, pero supusimos que duraría pocos segundos.
Justo cuando el día pasó a ser noche total, desde la penumbra de nuestros balcones, terrazas y ventanas grabamos, fotografiamos, vitoreamos y aplaudimos ante la visión privilegiada de aquella maravilla celestial. Entonces los segundos se hicieron minutos, los minutos devinieron en horas, y de forma gradual pasamos de la exaltación al silencio absoluto.
Solo entonces, cuando la Humanidad enmudeció, el mundo entero se ahogó en el bramido colectivo del reino animal, intenso y desquiciado. No era queja sino lamento, o quién sabe si advertencia. El caso es que mucho más tarde que ellos, cuando el sol empezó a ser recuerdo, comprendimos que por fin nuestro tiempo había acabado.