Apenas me reconozco cuando por obligación tengo que realizar todo aquello que aborrezco, y en el proceso no reventar en mil pedazos de la ira. Sigo sin entender mi afán por entenderlo todo, y a veces me pregunto qué carajo es esa pastosidad anaranjada de las albóndigas enlatadas.
Todo me parece cotidiano y vulgar cuando ruge el retrete al pulsar el botón cromado. A ratos me gusta y a ratos me disgusta. Y ahí me quedo de pie con los calzoncillos en el azulejo, taciturno, en un estúpido sentimiento de ambivalencia hasta que me invaden las preguntas. ¿Cómo crear de esta suerte grandes cosas? ¿O escribir algo digno de ser leído? ¿Cómo creerse alguien en este vodevil si cada mañana, ante el espejo, me dan ganas de abofetearme y de prenderos fuego?
Me aburren los trovadores de esta edad contemporánea y me apenan los eruditos de medio día que se emborrachan con la séptima cerveza. Hace ni se sabe que no digiero a los que reparten el pan y los peces sin probarlos antes de endosarlos a media ciudad. Por eso siempre trataré de que mi modesta presencia sea el origen más hirviente y primitivo de su irritabilidad. Aun a riesgo de quemar los pies de tanto que habré de correr, o acabando con los pies por delante.
Ya no soy un ser humano, sino un Playmobil articulado que ya agotó todas sus expresiones. Tú también aunque lo niegues. Aunque te resistas a desmoronar de un soplido el palacio de naipes sobre el que te exhibes con orgullo cada vez que te abandona la lucidez, si es que alguna vez la tuviste.
Mañana saldremos a la calle con una sonrisa cómplice que trataremos de cruzarnos. Nos encontraremos rodeados de multitud y nuestros pecados seguirán mudos e inadvertidos. Nos saludaremos, quién sabe si con una mirada o un par de besos, pero será de verdad. Y coincidiremos en que el cortejo y el protocolo son absurdos preliminares que anulan lo trascendental de la fricción genital, tan rítmica, húmeda y pertinaz. De modo que follaremos sin contemplaciones, para luego acabado el baile embriagarnos con el cava más caro.
Iremos a bares donde el último trago siempre es el siguiente, y comeremos sin dejar de mirarnos y no nos parecerá incómodo. Despertará esa musiquita de nuestra infancia que viene de algún rincón olvidado de nuestros corazones, y sonará a culminación y sinergia. Y después seguiremos retozando en el filo de la catástrofe hasta que nos cansemos y acabemos en comisaría, allí donde la arrogancia va armada y siempre cree tener razón.
Y nos atropellaremos en mil y una explicaciones que resultarán inútiles porque la ley nunca va a creernos. Sólo entonces, querida desconocida, todo quedará dicho y justo al límite de nuestras fuerzas saltaremos al abismo cogidos de la mano.