No hay moscas revoloteando frente al cristal de mi ventana, ya que han desaparecido en favor de las hojas caídas alborotadas por el viento. Un viento fresco que evitará que los veintidós millonarios que se disputan la posesión de un balón mientras escribo esto, desfallezcan sobre el césped al sol del estadio.
La vida se ha tranquilizado y los días discurren al ritmo de las nubes. Ya no caminamos tan aprisa e incluso nos concedemos miradas fugaces, pese a la ligera ventisca que choca de frente sin disculparse, y discurre a su antojo por las terrazas algo despobladas en estos breves atardeceres que ahora son como un arrullo somnoliento.
Ciertas huidas hacia adelante concluirán en desgracia. Pero también habrá suicidas al volante que pospondrán el momento de estrellarse contra el camión de mercancías, porque habrán vislumbrado una posibilidad de retorno en el horizonte de sus expectativas, y redescubierto que sus emisiones orgásmicas siguen siendo cuantiosas y burbujeantes.
Nunca es tarde para apreciar, sin hacer distinciones de edad, que después de la escasez de la ropa en verano, los culos de las féminas que transitan por la calle, incluso las anatomías de cementerio esclavas de la moda, ya han adquirido esa calidad otoñal tan agradable que confieren los tejanos ajustados.
Así pues, el otoño se ha instalado en la ciudad en toda su plenitud, claro que sí. Y no por eso, aún siendo yo más de verano, iba a dejar de ser un libertino al viejo estilo, claro que no.
El viernes por la noche los chicos de los coches robados estrecharán su relación con el peligro. Competirán por ver quién de ellos es el más rápido, y las zonas poco transitadas quedarán veladas por el humo de los neumáticos chamuscados. Algunos se llevarán la ovación del ganador y otros se dejarán la vida en el fuego del accidente.
Mejor eso que agonías hospitalarias. Mejor el fin que una lucha de resistencia contra la muerte en la cúspide del dolor.
Una noche más de viernes, las lolitas de más de veinte, los adolescentes de más de treinta y los jóvenes de más de cuarenta, serán sombras nocturnas en los puntos más calientes de la ciudad. Las que tengan la curvatura perfecta de glúteo enardecerán las pollas de la concurrencia en las pistas de baile, y los que tengan la condición adecuada de atrevimiento y poesía beberán la miel de los coños ociosos.
El viernes por la noche la trampa se agrandará y los pobres de espíritu rogarán al diablo por un poco más de narcótico. Corazones fracturados y almas vacías naufragarán en los prostíbulos, y los orgasmos sin amor se sucederán en oleadas de hastío. También las comisarías se llenarán de quienes hace tiempo gastaron el comodín de su salvación, porque el grado de violencia aumentará varias décimas pasada la medianoche.
Otro viernes de perdición se ahogará en la maldición de sus figurantes.
Sábado por la mañana. Más o menos sobre las 11,45 PM.
La chica, de unos veinticinco años de edad, andaba tres o cuatro pasos por delante de mí como si tuviera prisa. Al parecer íbamos en la misma dirección, cuando yo me detuve como indica la luz roja del semáforo peatonal. Por el contrario, ella hizo caso omiso y cruzó, no sin antes mirar a izquierda y derecha sin apenas detenerse.
Es decir: que la jovencita era imprudente pero no del todo idiota.
La carretera donde ocurrió el susto está constituida por cuatro largos carriles —dos para cada sentido—, en los que la mayoría de conductores circulan a unos ochenta kilómetros por hora, cuando debieran hacerlo a una velocidad máxima de treinta, tal y como indica la señal circular, roja y blanca.
Es decir y digo: también hay conductores imprudentes cuya idiotez es ecuánime a la de los peatones que van de listos.
No lo achaco a un problema de daltonismo extremo. Supongo que la muchacha calculó mal, o el despiste la cegó y no vio al conductor que para no arrollarla, tuvo que bloquear de un pisotón las cuatro ruedas de su vehículo, el cual se desplazó unos tres metros en su sentido de marcha con un tremendo aullido de neumáticos, que sobresaltó a la concurrencia cercana, así como a la joven, pese a los auriculares que llevaba puestos.
Del coche se bajaron, a medias, tres chavales de edad similar a la de la chica, y por lo visto más pálidos y afectados que ella. El conductor, un tanto desencajado, le imprecó: «¡Madre mía, retrasada, te podría haber matado y me habrías jodido la vida!». Desde la otra acera y ocupando gran parte de ella, una obesa sin rasgo alguno de femineidad intentó equilibrar la balanza de la culpabilidad: «¡Oye, oye, que vosotros tampoco ibais pisando huevos, eh!». Entonces intervino un sensato nonagenario con boina, sentado con pose monárquica en uno de los bancos próximos: «¡Niña, que eres muy joven para el suicidio!». Luego, a modo de brindis alzó su lata de birra destellante al sol, y continuó con su voz cascada: «¡Lucha por la vida, lucha!», y empezó a toser como si él también tuviera que luchar por la suya.
Al cabo de aquel minuto intenso y un tanto surrealista, la muchacha reemprendió el paso casi a la carrera con el llanto contenido en los ojos, y los chavales hicieron lo propio, aún blanquecinos y exaltados. Yo crucé con el semáforo peatonal en verde, pues la estima que tengo por mi pellejo es superior a la imprudencia e imbecilidad que pudiera tener.
Vivimos en un mundo podrido con los días contados. Las declaraciones del Papa no dicen nada que no sepamos, que es lo acostumbrado. Los noticiarios hablan —o no hablan— de los conflictos bélicos según el grado de importancia que conviene al interés geopolítico. Alá continúa sin repartir entendimiento a sus fieles, y Europa sigue siendo la eterna puta de EE. UU., ese gran abastecedor de armas.
Joder, acabo de hacer como el Papa, sólo que a él lo escucha todo dios y es más obvio y correcto.
Por si fuera poco, el verano acabó y varios subnormales volvieron de sus tropelías en la costa. De nuevo las ciudades se llenaron de coches equipados con potentes amplificadores, que cagan reguetón a gran volumen sobre la paciencia del prójimo. Otros retrasados, en una tarde temprana y de modo grupal, sin causa aparente se dieron de hostias en medio del paseo de mi ciudad.
Son claros indicadores de la degradación humana y social que estamos viviendo, aunque ni de lejos son los más preocupantes. Ya no existe lugar seguro y cualquiera puede ser una víctima propiciatoria. Y no porque una maceta pueda caer sobre tu occipucio desde lo alto de una construcción de ladrillo especulado. De repente y sin motivo, tanto puedes morir acuchillado como tiroteado. Cuando no, arrollado como un muñeco de cualquier zona peatonal por un coche homicida. Y todo eso porque estabas.
Hoy como otras tantas veces tengo que salir a la calle, y el día otoñal es plomizo y mustio, cargado de negatividad y apatía. El perro del quinto no para de ladrar en un reclamo de su paseo diario. Algo se tendrá que hacer con los putos dueños de ese pobre chucho al que parece que no le dispensan las atenciones adecuadas.
O quizá es que el perro tiene malas sensaciones y hoy no quiere salir.
Si bien creo que el conflicto entre Israel y Palestina es más político que religioso, también creo que nunca finalizará, si pervive en ambos bandos la creencia de la existencia de un ser imaginario que todo lo puede y todo lo sabe. No hay cura para semejante enfermedad, tan poderosa, tan arraigada y tan antigua como el tiempo.
Indepe amaneció el Día de la Hispanidad con el escroto endurecido y rebosante de dicha. Así que aprovechando la ducha matutina, lo vació bajo el agua que salía de la alcachofa en nombre del Rey, del Papa y de la Santísima Trinidad. Después del ritual de secado y aseo, aparte de otras prendas necesarias, se vistió con una camiseta en la que había estampado la bandera estelada y salió a la calle.
Subido de ánimo, Indepe transitaba con calma por las calles de su ciudad catalana, abarrotadas de una vociferante multitud de españoles y españolas, que expresaban su patriotismo de naftalina y mierda seca ondeando con orgullo y adoración las banderas rojigualda y franquista. Indepe sintió un leve retortijón y dejó escapar un cuesco cuya fetidez fue mucho más real que la existencia de cualquier dios.
Inmerso en la delirante turbamulta, Indepe leyó grandes pancartas, muchas a favor y pocas en contra, sobre la celebración de ese día. Sus pasos lo llevaron a una gran plaza en la que habilitaron una tarima sobre la que había un atril y un micrófono, a través del cual los presentes podrían escuchar por boca de políticos casposos, todo un elaborado y tergiversado discurso sobre lo que supuso aquel genocidio.
Como esperaba, y tampoco podía ser de otra forma, nada oyó Indepe sobre evangelización impositiva, aculturación, violencia y muerte. Y sí sobre integración, intercambio de riqueza y fusión de culturas en pos del progreso. Durante el transcurso de aquella oratoria demagógica, tras Indepe, Progre y Conservador empezaron a discutir y a profesarse expresiones tales como comunista, facha, capitalista y rojo.
Indepe vio en aquel par de idiotas irreconciliables, la semilla de la cual germinan la mayoría de males social-políticos que aquejan al grueso de la ciudadanía de Hispañistán desde la Guerra Civil, si no antes. Tanto fue así, que asumiendo el riesgo, Indepe eructó hacia ellos con una potente sonoridad más auténtica que cualquier dogma religioso.
Progre y Conservador callaron y clavaron la mirada en Indepe. En cuanto vieron su camiseta, aparcaron sus rencillas ideológicas y más unidos que nunca, cargaron contra él en descalificaciones tales como golpista, terrorista, separatista, nazi y nazilaci.
Indepe tomó aire, pues aún le quedaban 1492 calificativos por enumerar, cuando reparó en que había anochecido, las manifestaciones se habían disuelto y aquel par de maleducados se habían convertido en piedra. «¡Collons! Que ràpid passa el temps quan estàs entretingut», se dijo.
Entonces, con la misma calma de hace unas horas, se alejó de allí dirección a su casa silbando con envidiable entonación el himno de Els segadors, mientras correspondía a los amigables saludos de algunos latinoamericanos que se cruzaban a su paso, los cuales se hacían selfies, colocándose muy sonrientes en medio de las jetas de Progre y Conservador, petrificadas en un rictus eterno de horror.
Pues veréis, ya muy de mañana, Rosalía, Shakira, C. Tangana, Miley Cyrus, Bad Bunny, Karol G, Maluma, J Balvin, Daddy Yankee, Ozuna, María Becerra, Don Omar, Ivy Queen, Becky G, Nicky Jam, Anuel AA, Dani Martín, Melody, Amaral, Bruno Mars, Britney Spears, Justin Bieber, Katy Perry, Rihanna, Alejandro Sanz, Joaquín Sabina, Loquillo, David Bisbal, Melendi, Las Ketchup y Estopa estaban actuando en un macrofestival ante millones de exaltados espectadores.
Empezó a oscurecer y aquel melódico evento parecía no tener fin. Cuando de pronto, un sonido afilado, barroco y distorsionado irrumpió en el macroconcierto desde todas las dimensiones conocidas.
Eran Dying Fetuss, Pig Destroyer, Fleshgod Apocalypse, Malevolent Creation, Possessed, Vio-lence, Evildead, Destruction, Benighted, Nile, Cryptopsy, Suffocation, Aborted, Malignancy, Incantation, Disharmonic Orchestra, Morgoth, Cattle Decapitation, Defeated Sanity, Ingested, Brutus, Devourment, Abominable Putridity, Exhumed, Citotoxin y Gorgasm en persona y riguroso directo.
Los recién llegados unieron sus talentos y ejecutaron la mejor composición de sus vidas, en todas las realidades paralelas e imaginables. De tal modo que el cielo tembló y la Tierra se agrietó desde su núcleo hacia afuera, liberando toda su furia incandescente hasta que sólo quedaron ellos.