28/8/23

269. Frescor y lluvia

    Al parecer Ra nos ha dado una tregua. El cielo ya no pesa sobre nuestras cabezas y el presagio de la lluvia se ha hecho realidad. El aire frío trae nuevos olores a la ciudad y ya no calcina, pero se ha llevado la vida de unos cuantos.     

    Nos decían de pequeños que cada muerto es una estrella, pero hay quienes se precipitan al abismo y nunca llegan a tocar el cielo, porque allí donde sobreviven lo hacen como coches abandonados, resecándose al sol hasta que sus vidas se evaporan.

    A veces los contrastes son tan desquiciados como el pasado sol de este agosto excesivo. Y la locura térmica no aviva el deseo, sino que acaba con él, hasta el punto en que el amor se vuelve odio y parece inevitable acabar con todo. 

    Amor y relaciones humanas, jajaja; casi nada. Las mariposas en el estómago siempre terminan por desaparecer. La mayoría de veces devoradas por las sabandijas y escorpiones que anidan en nuestras entrañas, y que aparecen cuando las cosas van mal.

    Hoy nuestra piel está más marchita, pero ya no hay que bajar las persianas ni correr las cortinas de nuestras cuevas para mitigar el exceso de radiación. Ya cesó la insania que merma, y podemos cobijar de nuevo a nuestras sabandijas y escorpiones.



24/8/23

268. ¡Oé, oé, oé, oé!

    Dados los últimos acontecimientos referentes al llamado deporte rey, que dicho sea de paso y pese a todo me importa tres cojones, hoy toca esta canción y ser breve.


21/8/23

267. Reacciones corporales

    «Qué bien», me dije. Otro caluroso día de mortales radiaciones ultravioleta, que caerán sobre nuestras adocenadas cabezas como lluvia ácida. «Qué mal», pensé, cuando me incorporé de la cama con una rigidez rocosa en el cuello, debida a la exposición ininterrumpida al aire acondicionado durante toda la noche. 

    Mientras esputaba como un rumiante y me ofrecía al agua vitalizante de la ducha, una voz femenina que hablaba desde la radio como si me conociera, anunciaba que estábamos en alerta dos en varios lugares de la península. Los viejos, los niños y en especial los gilipollas de las bicicletas y los chándales ajustados, podían morir por una sobreexposición a las abrasadoras temperaturas.

    Yo salí de mi piso sin bicicleta y sin chándal, pero con gorra y gafas de sol, y con la intención de no someterme a un desgaste físico excesivo. La ciudad estaba muy viva a las trece de la tarde, y era innegable que nuestra existencia era una sucesión de ritos convencionales, grabados en piedra desde tiempos pretéritos por el jefe de la tribu. 

    Los edificios tenían fiebre y las calles sudaban, y yo fantaseaba lujuriosos apareamientos con todas las modelos que se insinuaban, muy ligeras de ropa, en las marquesinas de las paradas de autobús. 

    De pronto, al doblar la esquina, vi al Padre Esperancejo, sonriente y con los brazos en jarra, a la sombra de la entrada de su iglesia de estilo neoclásico. No podía creerlo —y más cuando se trata de esa gente—, pero justo en medio de su centro de gravedad aprecié una protuberancia aguda e insolente. No me extrañó que las dos feligresas sexagenarias con las que hablaba, también sonrieran en un estado de profunda espiritualidad. Sin duda, aquel hombre lúbrico de dios, estaba experimentado en cuerpo y alma la indefinible sensación de libertad que ofrece el estar desnudo bajo el hábito.

    «Amén», me dije también sonriente, y continué mi andadura tranquilo y confiado, evitando las excrecencias achicharradas de perro y respirando la combustión de gasóleo. De improviso, unas gotas transparentes y viscosas al tacto tan pronto me las quité, me cayeron en el brazo. En un primer momento pensé que sería otra mierda; pero no. Alcé la vista y reparé en el balcón de un primer piso, en el que asomaba una arrebolada lolita con el rostro desecho de satisfacción, y sin lencería alguna que cubriera su entrepierna candente y húmeda.

    Desde luego, este verano estaba resultando ser de lo más sorpresivo y excitante.


   


17/8/23

266. Mediana edad

    Verano caluroso e interminable. La persona de mediana edad se despereza en la habitación de su niñez. Ese lugar al que pensaba que nunca regresaría. Tiene calor, pero no hay ventilador ni aire acondicionado. Hace mucho que no trabaja. Tampoco le queda más tiempo del que empleó en la escuela, en el bachillerato y en la carrera universitaria para conseguir una formación sólida de futuro.

    O de lo que sea.

    La persona de mediana edad se siente engañada. También piensa demasiado, y es que tiene mucho tiempo para pensar. En sus mejores días también actúa y acude a varias entrevistas de trabajo. Pero los días pasan y su teléfono nunca suena. Quizá es que ella es un poco fea; a lo mejor es que él es un poco gordo. O puede que ya es demasiado vieja para el mercado laboral, pese a que ahora resulta que se es joven para jubilarse a los sesenta y cinco.

    Empieza a no entender muchas cosas.

    Para engrosar la cifra de parados no hubo problema. Aunque tuvo que hacer una cola interminable y responder hasta del color de su ropa interior. Mientras su licenciatura amarillea, la persona de mediana edad subsiste con una prestación ridícula, y a menudo se pregunta dónde quedaron sus sueños.

     Como cada día la persona de mediana edad se asoma a la ventana, cuyo cristal tiñe de sangre el sol púrpura de un ocaso cercano. Hace mucho que mira sin ver, retraída en algún lugar del que nunca habla y del cual un día no regresará, porque todo cuanto le rodea le parece cada vez más lejano e irreconocible. Tanto como la vida que antes le sonreía.


14/8/23

265. De madrugada

    Ya es lunes de madrugada. Pesadez de párpados, ojos cansados y otro libro leído. Por cierto, en este mismo momento de quietud y soledad, os comunico que la mierda aviar es corrosiva. Más de lo que creía, quiero decir. Tardé demasiado o no limpié demasiado bien la defecación que cayó sobre la funda de mi libro electrónico. Justo en la zona de impacto hay una merma sólo perceptible si miras con lupa. 

    Tampoco es de extrañar. Fijaos lo que hacen las deposiciones venidas del cielo, con la pintura de las carrocerías, las estatuas y las fachadas de los edificios, si permanecen sobre ellas el tiempo suficiente. Todo se deteriora de una forma u otra. Nada permanece, la corrosión es real y la mierda es ley.

    La noche muere con lentitud al mismo tiempo que la mañana nace. Mientras, Gutalax llena mi santuario con sus cadencias de retrete y aguas residuales, no aptas para gente prejuiciosa y sensible. Con total carencia de escrúpulos me advierten sobre las malas artes de la industria alimentaria. Sin duda te escribo en una particular noche de asociaciones, y eso que el perro del vecino lleva días sin hablarme. 

    Quizá la fuerza oscura se ha buscado otro cuerpo en el cual manifestarse; quizá algunos todavía recuerdan los estragos cometidos por El Hijo de Sam. En cualquier caso, para no acabar abundando en el guano y la gallinaza —que nunca se sabe—, os deseo buenas noches, o buenos días para quienes el lunes será más una maldición que un proyecto.

    Para el resto, feliz insomnio o estado de catalepsia.




10/8/23

264. El negro blanco

    En estos tiempos calurosos en los que priman los bronceados y los cánceres de piel, os recuerdo que un día estival como hoy, hace ya unos cuantos años, nos comunicaron por televisión, prensa y radio, que murió el negro que logró cambiar su color cutáneo por el blanco. Nos hicieron creer que dejó de compartir el mismo plano existencial que nosotros, pero no es así. Lo que ocurre es que se volvió traslúcido de tanto combatir el vitíligo que lo aquejaba. Sigue en este mundo, en nuestras vidas, solo que su blanco radiactivo ha adoptado una longitud de onda imperceptible para la retina humana.

    El perro del vecino me lo ha dicho y me ha dictado esta entrada. Y yo creo antes a un animal que a un humano. 

    Vosotros veréis.



7/8/23

263. Extraño agosto

    Escritorios vacíos, teclados mudos y monitores apagados. Libretas cerradas y bolígrafos olvidados en un cajón. Ideas en pósits que no llegarán a más. 

    La vieja máquina de escribir se para en agosto y dejan de contarse historias por la red. No hay paciencia ni dedicación: tan sólo falta de energía y estímulo. En este mes extraño pocos se asoman a la ventana a medianoche, cuando la distorsión de las guitarras eléctricas hiere la oscuridad desde tejados lejanos. Sólo unos pocos transitamos por zonas prohibidas para adentrarnos en la tiniebla, cuando el plenilunio auspicia esos matices secretos, húmedos e inconfesables. 

    Muchos no tienen nada que decir en agosto. Demasiada carga mental o ausencia de todo, los empuja a desprenderse de sus grilletes y a escapar. Por lejos que sea nunca consiguen traspasar los barrotes de oro: así de grande es nuestra prisión. 

    Quizá es que todavía no están lo bastante locos. No sienten la pulsión interior que te ahoga con la pasión de la música. No oyen la voz cavernosa de la fuerza oscura, que a través del perro del vecino repite como un mantra: «escribe, escribe, escribe...». Todavía no han alcanzado el nivel adecuado de enfermedad y obsesión.

    Cuando volváis serán vuestras musas las que os den la espalda.



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