Moriste un día lluvioso de junio y el calendario se detuvo, porque te llevaste el tiempo que me quedaba por vivir, dejándome con la añoranza de lo que tuvimos y el deseo de lo que no podrá ser. Moriste, y te llevaste nuestra historia a medio escribir, y sólo quedaron silencio y el pasado de nuestras huellas impresas en lugares que ya nunca volveré a visitar.
Moriste y ahora, cada noche, la tortura acude puntual a mi lecho de pesadilla y sueño, a recordarme las discusiones absurdas, lo que nunca debió ocurrir y las oportunidades desperdiciadas. El miedo a lo que seré sin ti, y la realidad de tu ausencia desfilando por mi mente justo antes de la inconsciencia.
Moriste, pese a que tu luz tenía la intensidad del rayo en la tormenta. La que emanaba de tus puntos vitales y me arrastraba al vacío por las espirales del orgasmo. La que sudaba cada poro de tu piel en energía dilapidada a ciegas, que yo bebía como si fuera el único oasis en medio de nada.
Moriste, cuando deslizaste la cuchilla oxidada a lo largo del interior de tus antebrazos. Cuando te encontré medio sumergida en el agua oscurecida de la bañera, con tus ojos apagados, mirando los insectos enloquecidos que revoloteaban entorno a la luz que dejaste encendida.
Moriste, jodida puta, y me dejaste muerto en vida, desbordado de sinsentido.
Retrasada 3.0 es una niñata veinteañera que nació con el código genético de las diosas —quizá Venus o Afrodita—. Lo primero que hace al despertar es abrir su cuenta de Instagram y Tik Tok, y regodearse con el alto grado de adulación de sus miles de seguidores. A cada nueva publicación —siempre luciendo palmito—, la profusa manifestación de baboseo es tal, que se masturba hasta combustionar en un intenso y torrencial orgasmo.
Retrasada 3.0 abomina de la cosificación sexual de la mujer, aunque muchas la tachen de incoherente por el uso que hace de las redes. Qué sabrán esas envidiosas, gordas y feas, atrapadas en sus vidas llenas de infelicidad y vacías de sexo, que jamás conocerán la sensación de endiosamiento, de sentirse deseadas y, mucho menos, de tener a su merced una polla palpitante y venosa dispuesta a vaciarse de amor y sabiduría.
Qué sabrán las muy frustradas a no ser que paguen por ello, claro.
Retrasada 3.0, no obstante, sabe del buenismo imperante en la sociedad de los últimos tiempos, y por eso tales sentimientos nunca van más allá de su fuero interno. Se trata de seguir gastando impostura como una oveja más del gran rebaño, para así conservar su trabajo y evitar que la señale el tribunal ciudadano de la moralina.
Por otro lado, está tan sensibilizada por las malas artes seculares del patriarcado, que es una abanderada del feminismo de nuevo cuño. Ese tan hirviente y recalcitrante que parece desear más venganza que igualdad, que desconoce por qué el 8M es el Día Internacional de la Mujer, y es incapaz de nombrar a una sola de las muchas sufragistas que lucharon por la realización del voto femenino.
Pero a ti que no te conoce, hombrecito, sabrá decirte lo malo que eres y puedes llegar a ser.
Retrasada 3.0, cuando anda por la calle o por donde sea, lo hace como si estuviera en una pasarela ante la mirada crítica de Donatella Versace. Vestida con ropa sicalíptica, no pierde detalle de su reflejo en los escaparates ni de las miradas pornográficas que despierta a su paso. Sobre todo, las de esos viejos, gordos y feos de pollas arrugadas, que ya se cuidarán de piropearla y que nunca en sus patriarcales vidas de macho accederán a su carne de hembra dionisíaca.
Por supuesto, Retrasada 3.0 no acepta la compañía de cualquiera, salvo la de tres amiguitas sacadas del mismo molde cuando, por ejemplo, va a la discoteca. Maremagno ritual por el que siente especial predilección, pues allí reina incontestable por encima de las ambigüedades y pulsiones.
Hoy la noche es un preludio de posibilidades aleatorias. Hoy, Retrasada 3.0 presiente una potente vibración en el universo de su narcisismo.
Hoy, en la sede del estrépito y la confusión, Retrasada 3.0 conoce a...
Por más que pasa el tiempo, siguen haciéndome mucha gracia esas personas que afirman que les gusta todo tipo de música. Claro está, eso lo dicen porque todavía no han escuchado la que hay en mi disco duro externo. Cuando les replicas eso, insisten en escucharla y las expresiones que adoptan, durante y al final de la audición, son como terremotos destruyendo sus supuestos mundos melómanos.
Algunas de esas personas disimulan su incredulidad ante la existencia de lo escuchado, y otras no ocultan el desagrado que les ha producido. Entonces, llega el sumun de la gilipollez, cuando muchas de ellas se reafirman en que les gusta toda la música, menos la que me gusta a mí, porque la mía no lo es, jajajaja.
Esto no va de tener razón, ni mucho menos. Yo no espero —y ni falta que hace— que a toda esa gente les guste la música que abunda en mi blog, por ejemplo. Y eso no es contraproducente con que les pueda gustar un estilo en concreto o varios. Todos, no es creíble. Los que dicen que escuchan de todo, a la hora de la verdad no escuchan de nada. Sin ir más lejos, yo no trago al puto Bruce Springsteen, a los Radiohead de los cojones, a la jodida Rosalía, o al Bad Bunny del copón, y no por eso negaré que es música.
Así que como a esas personas resulta que les gusta toda la música existente y encima se lo creen, de parte de mi más sincera simpatía, que gocen de este videoclip con los ojos en la mano y los oídos rezumando sangre.
Me traen cierta calma de espíritu los días primerizos de junio. Tibios, de atardeceres cromáticos de intensidad decreciente. Debe ser porque anteceden al verano y a mí me gusta el verano.
Desde el balcón en el que estoy veo el gran hospital, contrastado en un horizonte de minio en la zona sudoeste de la ciudad. El sol, débil a estas horas, se multiplica por cientos en las cristaleras de las habitaciones blancas. Silenciosas receptoras de sufrimiento, llanto y negligencias veladas, que siembran de mentiras un camino prematuro al filo de la guadaña. Quizá por medios técnicos insuficientes; puede que por una titulación que acredita una valía inexistente.
El monumento a la enfermedad, ese en el que la mayoría nacemos, seguirá donde siempre a nuestro regreso, y nos recibirá sin emoción alguna como los futuros huéspedes de paso que somos; como la antesala al cementerio que es. El sol perece entre la irritación de nubes tormentosas cada vez más próximas, y las primeras gotas, frescas de vida, llegan con el aullido del viento y el crepúsculo se colorea de gris y azul marino.
Al día siguiente, temprano, ese mismo rango cromático, ley fija inalterable, aparecerá invertido por el extremo opuesto del cielo, ahora ya oscuro, en ese ciclo perpetuo de mañanas que serán tardes para ser noches.
Así por siempre mientras envejecemos y la muerte nos ronda.
Recién celebradas las elecciones municipales y autonómicas, surgen al respecto los análisis de bar, que son como los que se dan en el hogar, sin censuras ni filtros, y nada diferentes de los debates preelectorales, televisados y radiados, que devienen en pura bilis. Cuando no en bilis disfrazada de corrección política. Pero desde hace tiempo ya no engañan a nadie, ni votantes ni votados. Para soportarlo pienso en agotar toda la droga dura legal del bar en el que me encuentro, pero me remuevo en mi asiento, y defeco desde mis adentros en varias cosas sagradas de esta tierra de falso laicismo.
Beodos y sobrios de las dos Españas (tenías razón, Machado) siguen con las heridas abiertas. De hecho creo que ya no hay modo alguno de que cicatricen, por demasiado profundas y gangrenadas; demasiado tiempo desatendidas. Y cuánto saben de todo estos rojos y azules con corbata, ganen o pierdan; de Historia, de economía... Lo mismo que sus voceros llanos, aunque a algunos aún les tengas que explicar la diferencia entre abstencionista y abstencionario. Lo de apolítico lo pillan de refilón si se esfuerzan.
Y qué poco sabemos, por no decir nada, los que no estamos en ese bucle bipartidista tan viciado y cerril, que parece se va a perpetuar hasta la paz del estiércol. Como para decirles que entre unos y otros siguen haciendo de esta tierra un puto país de cabreros.
Los pertenecientes al servicio de acceso y seguridad, son antropoides de gimnasio que no llegaron a entrar en el cuerpo de policía. De ahí su frustración y sus fulminantes miradas de reojo sin mover el cuello, a no ser que seas el camello o una chica. Tienen la orden de gestionar el aforo mediante la discriminación positiva respecto a ellas: un setenta por ciento de tías y un treinta por ciento de tíos. O el sesenta-cuarenta; nunca al revés.
La sala no se hace responsable de la pérdida o deterioro de tus objetos personales, así como del abrigo que puedas dejar en el guardarropa, con previo depósito monetario, en manos de dos chicas deseables que con fingida amabilidad tratarán de que no se les note el asco en la cara.
Y las camareras, ah, las camareras. Qué casualidad que todas son jóvenes y atractivas como las del guardarropa. No esperes retozar con alguna de ellas, porque rinden fidelidad a la metanfetamina, para aguantar el desgaste de servir copas durante toda la noche a turbas de oligofrénicos sin gracia que las hacen objeto de bochornosa pleitesía.
Y las gogós, ah, las gogós. Están unos peldaños por encima de las camareras en cuanto a atractivo físico. Han cultivado el cuerpo pero han descuidado el cerebro. El vulgo masculino las devora con un brillo de deseo contenido en la mirada. Ellas, engañadas por el mismo tipo que les consiguió el trabajo, se contonean con gran carga erótica y entrega, esperando la oportunidad de algún día ser estrellas. Aunque la gran mayoría acaben siendo estrellas del porno o de nada.
Y el pinchadiscos, ah, el pinchadiscos. Es el cura de la ceremonia. El que controla a su antojo el estado anímico de la concurrencia a través del altavoz y en base a su gusto musical, que es equivalente a un vaso rebosante de zumo de lepra.
¿Y quién es ese fenómeno? Es el más fantástico bailarín que verás en tu vida. Un prodigio de la Naturaleza que parece dividirse en cuatro o cinco cada vez que desata su inservible talento por toda la pista. Siempre está pendiente de las sonrojantes novedades de las radiofórmulas, y por eso se conoce todas las putas canciones —incluso aquellas que todavía están por grabar.
Y el camello, ah, el camello. El dios indiscutible de la gran comunión discotequera. Un auténtico profesional que no duda en subir los precios de su material a medida que avanza la noche. Siempre clandestino, entre bastidores, desplazándose como una sombra entre claroscuros, receptivo al adicto. Jamás se te acerca, pero para el consumidor se muestra siempre accesible. Tu pobreza de espíritu hará el resto y él te proporcionará toda sensación que creas necesitar.
Y el baboso común, ah, el baboso común. Que bebe en exceso y va dando tumbos, marcando las lindes de la disco sin llegar a caerse. Cual zombi invidente se choca y deja resbalar sus sudorosas manos por las zonas excitables del cuerpo de las féminas, hasta que al final es reducido por los simios musculados de seguridad.
Y el dueño del local, ah, el dueño del local. Ese tipo importante al que nunca verás ni conocerás, porque está haciendo negocios turbios con el alcalde y sobornando al comisario de policía.
Hay sequía en nuestro mundo. Tanta como en algunos corazones y cerebros, demasiado rotos y descreídos. Hay sequía en nuestra tierra, sí. Tanta como en algunos sexos envejecidos, carentes de pulsión que ya agotaron el deseo. El aire, impregnado de soledad, huele a tormenta y el agua cae en las calles con la solemnidad de los funerales. Los desamparados maldicen en voz baja, el ruido urbano disminuye y muere en los charcos y en los cartones mojados de las aceras.
Llueve y los días son grises y húmedos, propicios para enfermedades y virus de transmisión animal. Los sedientos árboles de la ciudad absorben el preciado elixir, y nosotros dejamos que el petricor se introduzca en nuestras almas como un fresco aliento de vida. La ciudad también necesita el bendito líquido y purificar sus arterias. Tras la lluvia, el día cobra matices distintos. Quizá un tanto ilusorios, pero casi parece que podemos renovar nuestras esperanzas y escapar de nuestra espiral de sinsentido.
Mayo no se está portando del todo mal.
Puede que Gaia aún sienta cierto amor por nosotros.