Seguía despierto después de medianoche como Edward Norton en El club de la lucha (1999), tumbado en el sofá con la mirada insomne. Hacía rato que los chicos se habían largado, dejándome con un montón de latas de cerveza vacías, trozos de pizza a medio comer y un cenicero reventado de colillas. La basura que emitía la televisión durante esas horas solo era tolerable cuando uno estaba borracho o fumado. O las dos cosas.
Iba cambiando de canal con ademán autómata, cuando de pronto, como una luz en la oscuridad, apareció ella acaparando toda la pantalla: una atractiva mujer pelirroja, que tras el volante de un coche y con la ventanilla bajada, enfatizaba con gesto convencido: «Yo a mí… «Yo no sé los demás qué dirán, pero a mí me gustan grandes».
A mí también me gustan grandes, pensé. Con unos neumáticos óptimos de perfil bajo, con 150 cv como mínimo, de cinco puertas, con climatizador, dirección asistida, asientos calefactables… Hasta que me doy cuenta de que se refiere al tamaño de la polla. Nunca sabré cuánto cobró por decir aquello. A lo mejor, lo hizo bajo la promesa de aparecer como extra en alguna pestilencia fílmica de Almodóvar. O quizás fue un descarado ejercicio de sinceridad. ¿Un claro y desafortunado menosprecio a los de dotación pobre? ¿Una verdad ancestral e irrebatible?
A pesar de mi estado vegetativo, quería ver cómo acababa toda aquella mierda. Decisión que lamenté cuando, después de la pelirroja, apareció una rubia recauchutada que también tenía predilección por las pollas grandes, al lado de un hombre calvo que parecía la radiografía de sí mismo. Como si fueran la pareja perfecta, ambos elogiaban un trasto antinatural, demoníaco y ridículo que se coloca en el nardo para alargarlo con el uso diario.
No sé qué coño pensé que iba a pasar, pero me irrité. Se me inflaron los huevos a nivel mundial, apagué la televisión y me cagué en la madre de la pelirroja, de la rubia poligonera, de los coches, del momio calvo, de los hijoputas con baja autoestima, del insomnio de los cojones y del puto Jes Extender.