Hay sequía en nuestro mundo. Tanta como en algunos corazones y cerebros, demasiado rotos y descreídos. Hay sequía en nuestra tierra, sí. Tanta como en algunos sexos envejecidos, carentes de pulsión que ya agotaron el deseo. El aire, impregnado de soledad, huele a tormenta y el agua cae en las calles con la solemnidad de los funerales. Los desamparados maldicen en voz baja, el ruido urbano disminuye y muere en los charcos y en los cartones mojados de las aceras.
Llueve y los días son grises y húmedos, propicios para enfermedades y virus de transmisión animal. Los sedientos árboles de la ciudad absorben el preciado elixir, y nosotros dejamos que el petricor se introduzca en nuestras almas como un fresco aliento de vida. La ciudad también necesita el bendito líquido y purificar sus arterias. Tras la lluvia, el día cobra matices distintos. Quizá un tanto ilusorios, pero casi parece que podemos renovar nuestras esperanzas y escapar de nuestra espiral de sinsentido.
Mayo no se está portando del todo mal.
Puede que Gaia aún sienta cierto amor por nosotros.
Tú eres un hombre y tu jefe te permite disfrutar de tus días libres a regañadientes, como si te concediera el favor de tu vida. En cambio a la mujer made in Hollywood todo le resulta fácil. No sabemos muy bien qué trabajo desempeña en esa gran empresa, pero es asombrosa la sencillez con la que logra disponer, a su antojo, de los días libres que le corresponden por derecho.
Es más: su jefe la abraza y le desea que disfrute.
La mujer made in Hollywood ha cogido un vuelo en primera clase, lo cual significa que su sueldo supera al tuyo con creces. Ha llegado a su destino, y está cruzada de piernas en la butaca del lujoso vestíbulo de un hotel con la naturalidad de quien ha vivido en la pompa desde siempre. Un hombre que nunca serás tú se acerca a ofrecerle fuego, justo en el momento en que ella, con ademán despreocupado y la mirada en ninguna parte, se lleva un cigarrillo a los labios. A continuación la invita a una copa sólo apta para paladares adinerados.
Tú estás espatarrado, un tanto grotesco, exhibiendo paquete en las pegajosas escaleras de la entrada de un hostal, tan mísero como tu sueldo, cuando una mujer que nunca será la mujer made in Hollywood, pero que está tan desmejorada como tú, se acerca y con voz de cazalla te pide un cigarro y pasta para una cerveza.
La mujer made in Hollywood y el hombre que nunca serás tú, tontean nimiedades propias de mentes cultivadas en prestigiosos colegios caros, y surge un diálogo chispeante: se declaran adictos a la exquisitez de la Nouvelle Cousine, y admiradores de las fantásticas gárgolas que otean desde lo alto de la catedral de Notre Dame.
La mujer que nunca será la mujer made in Hollywood, te habla con verborrea errante de sus excesos de juventud —que más o menos son tan deprimentes como los tuyos—, del precio del bacalao en el mercado de bidonville, y te pide pasta para otra cerveza pese a que la primera estaba desbravada.
La mujer made in Hollywood, aunque jamás lo es en la intimidad, intenta parecer una señorita de difícil accesibilidad, y niega tres veces antes de subir con el hombre que nunca serás tú, a la suite ubicada en lo más alto del edificio. Una vez dentro se besan con la salivación e intensidad adecuadas. Luego, la mujer made in Hollywood se va al lavabo con una disculpa, no sin antes mirar con travesura al hombre que nunca serás tú. Y cuando regresa lo hace desnuda, caminando hacia él como una pantera ingrávida entre las nubes, para acabar encendidos en la seda asiática de la cama.
La mujer que nunca será la mujer made in Hollywood y tú, estáis cachondos y no te importa su pasado ni si está mal de la cabeza. Es obvio que ella siente lo mismo por ti; ¿hace falta algo más? Así que subís por las escaleras pegajosas hasta dar con una puerta descascarillada, que da a un cubículo lóbrego y apestoso. A través de la reja oxidada de la ventana entra la pálida luz de la luna, que ilumina una cama sin hacer que inspira inquietud y deriva.
La mujer que nunca será la mujer made in Hollywood eructa. Tú te tiras un cuesco porque no eres menos, y ambos hedores hablan de la vida de alcantarilla que lleváis. Ella se disculpa y va al lavabo a mear y a cagar, y el retrete vuelve a hacer historia una vez más. Ella sale y tú entras, también disculpándote. Parece ser que no ha pasado la escobilla, pero es que no hay escobilla. Mierda. Escupes, meas y tiras de la cadena, mirando cómo el agua se lleva toda la basura. Algo viscoso había en la cadena; maldices, te limpias en tu ropa de mercadillo y vuelves. Intentas desabrocharle el sujetador, sin éxito. Lo hace ella, resoplando. A continuación acabáis de desnudaros en un frío trámite de cementerio, y os besáis en una descoordinación atropellada en la que disparas antes de lo deseado.
Sales flácido de ella, pero con cuidado, no fuera que se quede todo ahí dentro. Ella mira al techo, preguntándose qué la condujo a estar en esa habitación contigo, y tú miras a cualquier otra parte; lejos, muy lejos. Piensas en darle conversación pero no hay sitio para las palabras, y pronunciarlas sería como decirle a alguien te quiero cuando todo se acabó hace tiempo.
Ella coge uno de tus cigarrillos con indiferencia, con los dedos arrugados y el gesto gastado de quien ha escuchado una canción tantas veces que ya no sabe de lo que habla. No podéis dormiros y piensas en ofrecerle otro tipo de placer. Quizá pasear las manos por la decrepitud de su piel, mientras sus pómulos se estrechan como los de un cadáver entre calada y calada.
Por supuesto, no sin antes haber ido al lavabo, y comprobar que el condón utilizado no sea el uno entre mil que las multinacionales del sexo blindado agujerean para asegurarse futuros clientes de aquí a quince años, si no antes.
Mujer made in Hollywood, esto nunca nos lo cuentas.
Down y su síndrome viajaban en un vagón de metro, junto con un puñado de seres que no evidenciaban síndrome alguno, pero que más o menos eran pensantes como él. Se empapaba de música mediante unos auriculares, indiferente a todo cuanto le rodeaba. Lo mismo que el resto de pasajeros respecto a él y respecto a ti y a mí, si viajáramos en ese vagón y de pronto convulsionáramos por un ataque cardíaco o epiléptico, o fuéramos víctimas de robo o agresión.
De súbito, Down empezó a cantar a viva voz el tema que horadaba su cerebro: «¡SA-SA-SA-SA-SA! ¡SAMURÁI SPIRIT!», «¡SA-SA-SA-SA-SA! ¡SAMURÁI SPIRIT!», y toda la concurrencia del vagón fue arrancada de cuajo de sus pensamientos más íntimos y estúpidos, preguntándose con perplejidad qué coño estaba pasando.
Entonces, afloró el murmullo y las miradas de reojo entre el quinteto de viejas, que se removieron en sus asientos y se alisaron la ropa en un gesto inconsciente de rechazo: «Ay, pobre, qué lástima», «ay, no sé qué haría si mi nieto estuviera así». También entre el exaltado grupito unisex de adolescentes un poco drogados, un poco borrachos —quizá sólo un poco indeseables—, haciendo honor a su comportamiento con las acepciones que utilizaban en su sentido más puro y primitivo: «Jajaja, menudo retrasado», «hostia, qué subnormal, jajaja, no controla», «joder, cómo berrea el mongólico, jajaja».
Y Down seguía, muy concentrado en sí mismo, más allá del bien y del mal, más allá de cualquier cosa más grande que todos nosotros, con su cristalina inocencia: «¡SA-SA-SA-SA-SA! ¡SAMURÁI SPIRIT!», «¡SA-SA-SA-SA-SA! ¡SAMURÁI SPIRIT!». La reacción continuó en un par de parejas heterosexuales de mediana edad, muy quietas y recatadas, que sólo se metían en sus asuntos porque meterse en los ajenos es de mala educación: «Ay, cómo se pasan», «ay, qué pena. Si el pobre es un ejemplo de integración y superación», «ay, qué hacemos. Llamemos a seguridad, ay».
Pero nadie hizo nada, salvo registrar en el móvil esos momentos tan nuestros para compartirlos con el mundo, que es lo importante. Después de otra sentida repetición de aquel estribillo, Down se calló de forma tan abrupta a como había empezado, justo cuando una melódica voz femenina —que parecía necesitar en todas sus oquedades erógenas una erección ruda y viril— anunciaba la proximidad de la siguiente estación.
Entonces, el joven Down se quitó los auriculares y hurgó en la bolsa deportiva que tenía en su regazo, mientras que el resto de civilizados pasajeros se situaban en zonas estratégicas cercanas a la puerta, sin ocultar la necesidad genética de ser el primero; de pisar la cabeza del otro porque sí; de ganar y salir victorioso en la tramposa carrera de ratas que es la existencia del ser humano.
Pero ninguno de aquellos seres pensantes con prisa llegó a salir, pues Down desenvainó un largo filo plateado, que blandió en todas direcciones cortando el aire y todo lo que encontraba en su mortal trayectoria, propiciando un doloroso coro de alaridos desgarradores, de súplicas desesperadas a Dios y a la Virgen, y de agónicas maldiciones a él, a sus padres y a las sorpresas de esta puta vida maravillosa.
Cuando hubo acabado el vagón parecía el matadero de un carnicero endiosado.
Una de aquellas víctimas propiciatorias aún respiraba, y por encima del semblante satisfecho y relajado de Down, creyó ver la imagen difusa de un guerrero samurái que envainaba su katana con un gesto característico y solemne, al tiempo que Down hacia lo mismo y se colocaba los auriculares. Vio a Down sortear varios miembros amputados y unos cuantos cadáveres, y lo sintió pasar por encima suyo dirección al mundo de la superficie. Después, con su último estertor empapado en sangre, aún tuvo tiempo de oír a Down entonar su canción favorita mientras se alejaba:
El tipo barbudo del pelo largo —creo que rondaba los setenta—, solía recorrer las calles de mi barrio entre las cinco y pico y las seis de la mañana. Lo hacía calzado con unos zuecos, ataviado con ropajes holgados y un saxofón colgado del cuello.
Como tengo los biorritmos maltrechos por los horarios antinaturales de mi esclavitud laboral, en varias madrugadas insomnes me asomaba al balcón y lo veía caminar por la acera, lento y con la cabeza gacha, como si estuviera examinándola centímetro a centímetro. De pronto, alzaba la mirada, se llevaba el saxofón a los labios, y hacía aspavientos con su instrumento sin producir sonido alguno.
Supuse que era un músico venido a menos que quizá perdió su talento —si es que alguna vez lo tuvo— y eso lo volvió loco. Aunque quién no lo está en un mundo de espanto como el nuestro. El caso es que él no lo ocultaba y no parecía importarle la impresión que causara a los demás.
Una madrugada sabatina desperté a causa de una pesadilla y decidí asomarme al balcón. Y ahí estaba él, en la cercanía de mi campo visual, repasando la acera con meticulosidad forense entre intervalos musicales de saxofón, ausentes de notas. Aquel día no puede resistirme a bajar a la calle y saludarle cara a cara. Cuando lo hice, me miró como si acabara de percatarse de algo trascendental, y con tono exclamativo me preguntó: «¡¿Quién es el rey, eh?!», «¡¿quien es el rey?!, «¡¿quién es el rey?!
Aquella pregunta me pilló falto de reflejos y empecé a pensar en honorables difuntos que, según la prensa especializada, son reyes de algo, tales como Elvis, Pelé, Michael Jackson, Johnny Cash... Incluso evoqué al Rey Bowery (todavía vivo. Saga John Wick). Mientras que la pregunta, cada vez con más énfasis y gestualidad, me seguía siendo formulada: «¡¿Quién es el rey, eh?!, «¡¿quién es el rey!?», «¡¿quién es el rey!?». Hasta que me dejé llevar por la presión y le contesté: «¡Tú, joder, tú», «¡tú eres el rey, cabronazo!».
Entonces, el tipo barbudo del pelo largo, calzado con zuecos y ataviado con ropajes holgados, abrió mucho los ojos, y con una sonrisa desdentada, afirmó: «Sí, yo soy el rey». Y por primera vez desde que reparara en él, su saxo tenor habló con un sonido puro y honesto como la carcajada primeriza de un bebé. Durante quince minutos mágicos sus notas me envolvieron con la calidez de un abrazo materno, y cayeron en la quietud de la calle como lluvia suave sobre un océano en calma.
Aquella madrugada despertó a todo el barrio e hizo muchos enemigos y un solo amigo.
Hace ya cerca de un año que no sé de él, por lo que intuyo que estará mirando con fijeza las aceras de otra ciudad, con su saxofón tenor colgado del cuello. De modo que si por algún casual lo veis por vuestro barrio en alguna madrugada imprevista, acercaos a él sin temor y con la mayor sinceridad de la que seáis capaces, decidle que lo echo de menos y que, pese a la distancia, para mí sigue siendo el rey.
Cómo podéis ser así de fariseos, que nos queréis atrapar porque os importan más nuestros grafitis que el fracaso de vuestra gestión hurgando en los contenedores de basura. Que nos queréis atrapar para podernos multar, porque os indigna más nuestro arte expresado en las calles, que el hecho de que muchas de ellas todavía sigan envenenadas con vuestra pestilente nomenclatura y simbología franquista.
Gobernantes lodosos de esos países tan avanzados, tan civilizados, nos queréis castigar, pero para eso nos tendréis que identificar. Os costará un poco porque ocultamos el rostro tras un pasamontañas. No se os ocurra llamarnos cobardes por ello: vuestros jodidos primates amaestrados hacen lo mismo con su número identificativo.
Mil veces silenciaréis nuestra opinión e inconformismo, y mil veces os la gritaremos en las sacras fachadas de vuestras pocilgas confesionales, llenas de aborrecibles pecados contra la infancia. Y también en los muros de vuestras corruptas estructuras estatales. Esas en las que juzgáis a quienes se atrevieron a cometer, en menor grado, esos mismos actos de los que nunca recibís castigo. Aquellas en las que ofrecéis empleos vejatorios e indignos a personas que son mejores que vosotros hasta durmiendo. Las mismas en las que registráis nuestras huellas dactilares en la base de datos.
Sí, hostia y joder, porque ya no nos bastan los lugares legales ni las zonas fantasma del extrarradio para esparcir el mensaje. Vosotros nos ultrajáis y nosotros pintamos.
Trataréis de demonizarnos a través de vuestra gran furcia asexuada, esa llamado cuarto poder, porque sois los titiriteros de las telecomunicaciones. Y nosotros nos haremos ver en cada ladrillo de cada barrio porque también es nuestra ciudad. Lo haremos de noche cuando os vayáis a dormir, cansados de no hacer nada salvo de intentar joder a los mismos. Y lo haremos de día mientras elaboráis nuevas perrerías con las que herir nuestras vidas.
Ella, hipotética ella, se pregunta por qué aún siente un peso que le impide avanzar, si ya ladeó la espalda y se desprendió de ese equipaje inútil para la vida. Por qué su danza por vivir termina siendo un baile enloquecido que la encadena una y otra vez a aquello que evita.
Ella, hipotética ella, se pregunta cuántas veces tendrá que romperse hasta conseguir llegar donde necesita. Cómo enfrenta aquello que le daña si respira con ella y lo siente bajo la piel. De qué modo pretende sanar lo que no se atreve a reconocer, y durante cuánto tiempo reptará entorno a su miedo hasta que decida enfrentarlo.
Ella, hipotética ella, sólo cuando asume su error y su culpa, comprende que siempre tuvo la llave con la que abrir la puerta a un comienzo.
Tú, que expones el producto de tu creatividad en un medio público virtual, seguro que ya sabes lo que dijo en su día Oscar Wilde: «Que hablen mal de uno es espantoso. Pero hay algo peor: que no hablen». Al igual que lo que dijo Harry Callahan en 1971: «Las opiniones son como el agujero del culo. Todos tenemos una y pensamos que el de los demás apesta». Crítica y opinión, constructivas y destructivas. Qué más da. Ahí abajo te dejo una canción que quizá desconocías y que puedes sumar a las sabias enseñanzas de Oscar y Harry. Utilízala con sabiduría.