Cuando estalló la bomba nos enteramos por televisión y radio. Ocurrió en esa clase de país del que nunca oyes hablar, situado a miles de kilómetros de cualquier sitio. Quizá por eso nos importó tan poco. La presentadora que dio la noticia, que nunca es gorda ni fea, habló de dos o tres millones de víctimas inmediatas, más los cientos que lo serían a largo plazo debido a la radiación. Tampoco nos sorprendió que aquel mismo día fuera trending topic el vídeo en el que un futbolista de élite, valorado en cien millones de dólares, anunciaba su homosexualidad.
Al día siguiente, en varios platós de televisión, los llamados periodistas de investigación hablaron sobre ese país devastado. Claro está, siempre de acuerdo con la ideología del amo del periódico para el que se prostituyen. Al parecer la bomba estalló en un país incivilizado carente de una democracia sólida, como por ejemplo la nuestra (jajaja). Supongo que el hecho, entre otros, de que allí los niños empuñaban fusiles de asalto con la mirada del demonio en el fondo del ojo tenía algo que ver. Al menos en mi país los niños no hacen eso, salvo tirarse al vacío desde un tercer piso antes de cumplir los quince. Y también somos mucho más civilizados, puesto que antes que un disparo, oirás el llanto de un bebé desde el fondo de un contenedor de basura.
Por supuesto, en aquel trozo de tierra pasaban muchas cosas, y al segundo siguiente dejó de pasar todo tan pronto el hongo destructor se erigió como un gigante. El tiempo se detuvo y el día nunca llegó a ser noche. Miles de promesas quedaron incumplidas. Miles de muestras de cariño y odio quedaron inconclusas. Miles de deseos no llegaron a consumarse. Miles de risas, gritos y llantos fueron acallados. Miles de enfermos terminales por fin encontraron la paz que se les negaba. Miles de vidas uterinas no llegaron a ver la luz. Miles de mal nacidos por fin fueron barridos. Miles, miles y miles de almas se apagaron como velas al soplo del aire.
Pero nuestras auras, tan alejadas de aquel genocidio, siguieron brillando con más o menos intensidad, y al segundo o tercer día lo olvidamos por completo. Había que seguir viviendo y además, ahora era trending topic aquella cantante ganadora de diez premios Grammy, que por fin colgó en sus redes la fotografía del lunar de nacimiento que decía tener justo al lado del coño.
Como cinéfilo y lector devoto desde ni me acuerdo, rebobino atrás sin tener que retroceder en demasía, y constato que novelistas y guionistas no previeron en absoluto.
De acuerdo que siguen sin existir cápsulas espacio-temporales. De androides antropomorfos que se encarguen de las tareas agradables y desagradables, tampoco. De naves voladoras en sustitución de los vehículos a ruedas, nada de nada. Y eso que vivimos en el siglo XXI, una época que ya debiera ser la de las colonias en Marte y el teletransporte. Pero hasta donde yo he leído no predijeron internet tal y como lo conocemos.
Por consiguiente, cuando alguien escribe sobre el porvenir tecnológico, se arriesga a caer en la obsolescencia, y por ello resulta absurdo el término «nuevas tecnologías». No solo porque nos movemos en el terreno de lo fugaz e inmediato, sino porque la tecnología, al igual que la ciencia, siempre están en constante movimiento hacia adelante.
Cada vez que se me acaba la permanencia, la empresa a la cual pago para que me provea de banda ancha, me llaman con la intención de convencerme para que cambie el móvil por otro más pequeño o más grande, pero siempre más versátil y más caro, además de aumentar las prestaciones de mi servicio contratado. Los autores que menos arriesgan, o los más prudentes (según se mire), evitan meter la pata arrastrándonos con sus historias a paisajes postapocalípticos, donde la tecnología fue la canción de una era remota y la Humanidad ha de reaprender a salir adelante sin ella.
Hasta donde nos permiten saber, los humanos no han aterrizado sobre superficie extraterrestre, por suerte para ese planeta. Ningún replicante con apariencia de Daryl Hannah compartirá un día conmigo, pero disponemos de una tecnología con la que ni soñábamos hace unos pocos años. De hecho nos resulta imposible entender la vida sin ella, y mucho menos la de aquellos a quienes no ha llegado.
Yo soy como tú y como todos vosotros: uno más de toda esa adocenada colectividad mundial de hongos que teclean, abstraídos, sobre la pantalla retroiluminada de sus móviles, tablets y ordenadores. Mientras lo hago, pienso en todas las actividades que requieren de la tecnología, en mayor o menor medida: economía, educación, salud, arte (sea lo que sea tal cosa), ¿el amor?... Como si fuera lo más importante, paseamos el dedo por la pantalla mientras hacemos, o no, cualquier otra puta cosa.
Los cables están al borde de la desaparición ya que tenemos las ondas para interactuar, y en los espacios virtuales nos desenvolvemos con absoluta naturalidad, aunque para ello tengamos que recurrir, todavía, a artefactos ópticos. Hemos dejado de ser simples espectadores de todo aquello que se nos cuenta, para ser copartícipes directos de las historias.
Nunca tanto como hoy y mañana sentimos ser el personaje que nos representa o decidimos ser. Creo que algún día llegaremos a controlar con la mente diminutos ingenios que nos permitirán recrear con precisión quirúrgica nuestro entorno y paisajes imaginarios. O quizás, mas temprano que tarde, alguien despierte sudoroso de un mal sueño, y como hiciera Charlton Heston ante el símbolo ruinoso de una mentira, constate horrorizado que al final todo se fue a la mierda.
Cae la noche y me vuelvo a dormir con el deseo de que al día siguiente el mundo sea mejor.
El principio del sueño siempre es igual: toneladas de chatarra orbitando alrededor de un planeta precioso de color azul, con una basta extensión de tierra sembrada de verde. A partir de ahí quiero soñar con la bondad del ser humano y obviar su otra mitad como si no existiera. Quizá si me esfuerzo incluso pueda soñar a qué huelen las nubes si me rasco el cojón izquierdo (porque soy zurdo) frente a una aurora de cuento de hadas.
Pero sueño con continentes asolados por pandemias y farmacéuticas negociando con la muerte, mientras unos pocos millones de privilegiados acceden a la vacuna. Sueño con volcanes en erupción, terremotos y tsunamis, como castigo sin distinción a la soberbia de quienes osan desafiar las leyes fijas e inalterables de la Naturaleza, por mantener su oligopolio en un porcentaje millonario en bolsa, haciendo del planeta un vertedero.
Sueño con dirigentes honestos abatidos por el disparo de un francotirador. Y con jueces imparciales inhabilitados por el propio poder que representan. Sueño con psicópatas, electos o no, dirigiendo a su antojo el devenir de los países y enfrentando a sus estúpidos habitantes, intoxicados por valores patrios y abanderados códigos de honor que nunca fueron tales. Sueño que a edades tempranas educan a las mentes futuras para que cometan los mismos errores seculares, negándoles verdadera elección, sometiéndoles el alma y encadenando su ilusión.
Sueño con el fracaso de las sociedades a todos los niveles, estructuradas en la doble moral, la mentira y la desigualdad. Sueño que aumenta el nivel de esclavismo de la mafia empresarial, convirtiendo la conciliación familiar en un lujo. Sueño en por qué año tras año crece la cifra de los que se arrojan al abismo. Sueño en por qué somos incapaces de desembarazarnos del ego y realizar un profundo cambio interior para darle la vuelta a todo esto y empezar de nuevo.
Sueño y sueño hasta que despierto, sudoroso, preguntándome por qué soy incapaz de abstraerme de toda esa realidad como haces tú, cuando nuestras vidas son más o menos iguales. Al igual es que ni quiero ni lo necesito. Al igual es que nunca lograremos abrir esa puerta.
No hace falta que cambies de acera cuando nos veas venir de frente. Te esquivaremos como espíritus burlones sin apenas rozarte, mientras te preguntas por qué llevamos esas pintas y a dónde vamos con ellas. Te respondería que voy con los míos a movernos con el viento y a tocar el cielo. Y si tampoco te explicas cómo es que parecemos tan unidos y felices, te respondería que cuidamos los unos de los otros porque siempre hay más de una mano tendida después de una caída. Por eso nunca tenemos miedo ni hay superficie en la ciudad que no nos conozca. Cuando estamos encima del monopatín, a toda velocidad, el mundo parece que no es lo bastante grande. Bajo el sol o la lluvia a eso vamos: a patinar para sentirnos vivos; a patinar porque si no morimos.
Las creencias del abuelo Ursucino están basadas en la razón, el empirismo y la ciencia. Pero como todo hombre sabio, se muestra receptivo a otras disciplinas aunque estas sean contrarias a sus convicciones. Así nos los demostró en el pasado, cuando hizo uso de un mundo místico y peligroso, pero efectivo si se practica desde el respeto y la prudencia.
Ahora vuelve a ser el centro de las habladurías desde que ha dejado de comprar sus medicamentos. Todos los habitantes enfermos del pueblo más sus familias, y sobre todo el médico y los propietarios de la farmacia, que necesitan de la dolencia y enfermedad ajenas para vivir, lo miran con recelo. Saben que si el abuelo Ursucino ya no se medica, no es porque se haya abandonado a la muerte, por pobreza energética o pensión indigna como la mayoría de sus coetáneos, no.
Todo lo contrario: ahora el abuelo Ursucino come cinco veces al día sin atender dieta alguna, y las dos comidas más potentes de esas cinco son propias de un atleta. Esos chismosos amargados están convencidos de que si el abuelo Ursucino, como parece, ya no padece de gastritis crónica, es porque ha vuelto a recurrir a fuerzas sobrenaturales. En parte es verdad: qué sorpresa se llevarían si supieran que lo único que hace es bendecir la comida antes de cada ingesta, y creer que eso sirve de algo.
No son pocas las veces que he estado a punto de castrar a ese condenado muchacho. Aun cuando me salvó de la disciplina esclavista de tío Vasile y hermanas, poniendo en peligro sus propios intereses de fuga. Desde aquel día se convirtió en un miembro más de la familia, que siempre es lo primero. Y yo, sin ser jardinero, siempre cuido de mi propio jardín. Ustedes ya me entienden.
Después de aquello mi negocio empezó a crecer y le ofrecí la posibilidad de formar parte. A cambio de comida y alojamiento, él sólo tenía que transportar hasta mis aposentos el dinero sustraído. Pero durante el periodo de prueba no me trajo más que disgustos. A veces bebía de más, y ante la concurrencia que fuera, presumía con alarmante indiscreción de que su trabajo era especial. Incluso una noche atropelló a uno de mis empleados en plena faena, causándome pérdidas enormes, incluidas el coche.
Mis informadores no paraban de decírmelo: «Gran Jefe, ese chico no sabe mantener la boca cerrada ni está preparado para una vida tan intensa. Tenga su cinta de cuero. O mejor: deshágase de él». Tuve deseos de hacerlo, no crean, pero le debía una oportunidad. Una de la que escapó airoso por los pelos. Aún hoy me despierto sudoroso, agarrado a mi cinta de cuero y gritando su nombre, maldito sea.
Desde aquel día supe que lo mejor era tenerlo tan cerca de mí como fuera posible, así que lo invité a que se mudara a la mansión. Él aceptó y en señal de agradecimiento me regaló un jamón de pata negra. No esa basura plastificada que venden en los grandes almacenes, no. Sino esa clase de jamón que al catarlo te eleva del suelo, te hace cerrar los ojos y brotar las lágrimas.
El caso es que con el jamón también me traje los problemas a casa.
Esa misma semana montamos en la mansión una fiesta por todo lo alto. Bebimos mares de Tuica, cantamos canciones rumanas populares hasta la afonía, y disparamos toneladas de munición ofrendada al cielo. Noche de felicidad y futuro incierto. Aquel descerebrado bebió tanto licor como agua derramada en el diluvio bíblico, y cuando se acabó la Tuica, quería invitarnos a cerveza robada, que según él sabe mejor.
Me informaron de que ya lo había hecho otras veces en fiestas posteriores. El muy granuja saboteaba el reproductor de música, y mientras el barman volcaba su atención en el cableado del aparato, irrumpían en el almacén cuatro muertos de hambre contratados por él, y al rato salían con las cajas de cerveza cargadas sobre el hombro. Condenado muchacho, durante un tiempo creí que aquellos cascos de cerveza vacíos eran de mi propiedad, y no de los clubs de las bandas organizadas con las que tengo serios acuerdos. Tuve que mediar en persona para que la ciudad no se tiñera de sangre.
Ahí no acabó todo.
Una noche, mientras miraba al vacío desde lo ventanales superiores de la mansión, lo vi llegar montado en una bicicleta que conducía como un pollo sin cabeza. Entre el manillar y sus brazos había una chica que se cubría los ojos y no paraba de reír. Cuando cayeron al suelo, la chica siguió riéndose, con el pecho descubierto, sin poder levantarse. El muy bastardo sí lo consiguió, y se meó en los setos que adornan la entrada de la mansión, además de vomitar en las escaleras, mientras la chica lo señalaba desde el suelo sin parar de carcajear.
Aquella misma noche tuve que hacer varias llamadas comprometidas, y preparar un par de maletines con destino al Palacio de Cotroceni, cuando supimos que aquella pobre muchacha era la hija del presidente. No podía creerlo: ese condenado estúpido había vuelto a poner en entredicho mi reputación.
¿Saben qué es lo peor? Que desde ayer mi pequeña ha empezado a salir con él. Y no puedo soportarlo, por mucho que tampoco puedo negar lo que presencié aquella madrugada en la que las pelotas del muchacho estuvieron a punto de ser historia. Ahora me doy cuenta de que fue un error. Quién iba a pensar... Si mi mujer estuviera viva; ella siempre sabía lo que hacer; tenía todas las respuestas. Y ahora mi pequeña está con ese idiota en algún lugar de la ciudad. No negaré que siento cierto afecto por el chico: la fuga, aquel jamón... Pero ya no me queda más capacidad de perdón, por lo que aquí estoy, con mi cinta de cuero entre las manos, a la espera de su regreso con sabe dios qué problemas.
Nos levantamos una hora antes de que el sol despertara. Como nos esperaba un desgaste físico considerable, con extrema coordinación, entramos en la despensa contigua a la cocina, y llenamos nuestras mochilas con botellas de agua y barritas energéticas de chocolate. Luego fuimos al garaje y nos hicimos con una bomba de aire y aerosol engrasador. Cuando ya teníamos todo, nos miramos, asentimos, y salimos al exterior, silenciosos y abrigados, dirección al cobertizo en fila india como una experimentada guerrilla en misión ultrasecreta.
Mientras Dragosi cuidaba de nuestras provisiones y vigilaba nuestras espaldas, Fiorenzo y yo inflábamos las ruedas y engrasábamos las cadenas de las bicicletas. No temía por la aparición de las hercúleas hermanas —al menos de momento—, cuya vigoréxica dedicación a las pesas se traducía al final del día en un sueño profundo y prolongado. Pero estaba intranquilo, y no sé si era por la helada mirada de Dragosi, las impredecibles idas y venidas de tío Vasile, o los inexpresivos rostros de los maniquíes, que daban la sensación de querer delatar nuestra posición en cualquier momento, en un alarido unísono, agudo y demencial.
Los primeros rayos solares despuntaron y un enorme manto de luz empezó a anegar la basta extensión que nos rodeaba. Decidimos sacar las bicicletas del cobertizo y continuar con su puesta a punto bajo aquel sol reparador. Nuestros alientos se disiparon en el frío de la nada invernal, cuando de pronto, oímos un estridente clangor de sonoridad circense, de la que una sobresaltada bandada de pájaros se hizo eco, alejándose de las copas de los árboles en un repentino aleteo hacia las alturas. Aquel sonido, tan odioso como conocido, vino acompañado de los enajenados improperios en rumano de tío Vasile. Con su indumentaria habitual, iba colgado a la espalda de una de sus tres hermanas, que cargaban contra nosotros como locomotoras a máxima potencia, profiriendo inconfundibles gritos de guerra con inhumana determinación.
En un gesto maquinal de pura supervivencia, me monté en mi bicicleta al igual que Fiorenzo en la suya, y salimos de allí como el silbido de una bala. Habíamos cubierto casi cien metros de terreno, cuando caímos en la cuenta de que nos habíamos dejado a Dragosi, que no paraba de maldecirnos como un poseso. Dimos media vuelta de inmediato, consiguiendo llegar antes que Tío Vasile y hermanas, que seguían acercándose. Fiorenzo, con tanto arrojo como desatino, empezó a apedrearlas para darme tiempo, mientras que aquel maldito enano seguía escupiendo veneno en rumano. Yo, con máxima concentración, eché mano a su pequeña bicicleta y fijé los ruedines, reajusté la altura del sillín, gradué el ángulo del manillar y del retrovisor, comprobé la presión de las ruedas y los frenos, reapreté la bocina en forma de patito de goma —amarillo, no negro—, le colgué la mochila a la espalda con fingido amor de padre y le apreté los mofletes.
Dragosi me echó a un lado de malas maneras y se montó en su bici como quien monta a caballo, y Fiorenzo y yo hicimos lo propio. Casi podíamos sentir el aliento de Tío Vasile y hermanas. Con solo alargar los brazos podían asirnos del pescuezo. Pero hicimos acopio de coraje en gritos adrenalínicos, sacando fuego de los pedales sin mirar atrás. Y la desafinada cacofonía de viento de tío Vasile, al igual que los gritos de frustración de las forzudas hermanas, se hicieron más débiles a medida que aumentamos la distancia entre ellas y nosotros; entre el caserío y la llanura; entre aquella pesadilla y la libertad.
No sabíamos el rato que llevábamos pedaleando, hasta que empezamos a desacelerar de puro desfallecimiento hasta detenernos. Lo habíamos conseguido. Estábamos jadeantes, parados en un ancho camino terroso rodeado de zona boscosa, bajo un cielo limpio y puro. Entonces bebimos agua, sacamos una barra energética de la mochila, nos miramos, y estallamos en sonoras carcajadas. Todas las que no pudimos gastar en aquel mes oscuro y alguna más. Parecía que no se iban a acabar nunca cuando, de repente, Dragosi se cayó de la bici y enmudecimos. Y al segundo siguiente las carcajadas se intensificaron, rayanas en la locura.
Y quizá era eso, que nos habíamos vuelto locos. Cómo no estarlo, cuando un destino tan incomprensible como inesperado, decide cruzar las vidas de tres desconocidos de forma tan singular y colocarlos en manos de la opresión campestre.
Era mediodía cuando llegamos al borde de un llano desde el cual, a lo lejos y en declive, divisamos Bucarest, la ciudad de Dragosi: magnífica y llena de posibilidades. Desde donde estábamos daba la sensación de que era nuestra y que podíamos hacer con ella lo que quisiéramos.
Fuimos hacía allí en silencio, pedaleando despacio. Y por primera vez en mucho tiempo tuve la sensación de que nada podría salir mal.