Mientras, el mundo seguía con su obstinada rotación secular, y sus habitantes seguíamos demasiado ocupados en encontrar un sentido a nuestra existencia. Algunos ignorantes continuaban arrodillándose ante estúpidas estatuas y símbolos. Otros, atendiendo a la razón y la ciencia habían perdido toda esperanza. Y los más afortunados vivían en sus confortables burbujas virtuales, sonrientes y felices.
Nos hicieron creer que las urnas eran nuestra voz y que podíamos decidir. Que éramos capaces de cambiar el mundo cuando solo se nos permite observarlo, y a poder ser sin hacer demasiado ruido. Y consiguieron que nos sintiéramos dueños de nuestro destino, e incluso que controlábamos nuestra realidad más inmediata.
Pero alguien de máxima autoridad dio una orden, y un par de manos obedientes giraron un par de llaves en un gesto sincrónico. El protocolo nuclear fue activado y se impuso su lógica devastadora. Y la jodida verdad era que no teníamos ni puta idea del rumbo que tomarían nuestras vidas en los próximos tres minutos.
Qué bar no ha tenido como cliente a ese showman innato, que hace del acontecimiento más mundano el chiste más reído. El nuestro era un prestidigitador hábil y lenguaraz en contar chistes y demás deformaciones de la realidad. Ya cuando lo conocimos, respondía al nombre de Metralla, pues era imparable como la risa que producía, cuando a bocajarro desataba su talento humorístico.
Algún ser superior le concedió el don de contar buenas historias, a menudo crueles y descacharrantes. Muchas veces tuvimos que suplicarle que cerrara la boca al tiempo que se nos nublaba la vista y nos acercábamos a la embolia, y él, sabiéndonos a su merced, sacaba partido de cualquier situación. El hecho más anodino lo desmontaba, barajaba los trozos a su antojo y los reconstruía en un prodigio tragicómico, a veces hermoso y siempre surrealista.
Un día —ahora hará más de quince años— dejó de salir y no se le volvió a ver. Sin más. La desaparición de Metralla fue inesperada, descuadró a todos —incluso a Demetria, que durante días dejó de roer con la voracidad acostumbrada— y fue fruto de cábalas místicas y trasnochadas.
Algunos dijeron que Metralla emprendió uno de sus reiterados viajes de LSD del cual ya no pudo regresar. Otros, que consumió alguna mierda adulterada de Jabba o del Joan de la riera, y lo pagó con la muerte. Y los que más, que ingresó en una secta que dedicaba el tiempo a comprender los entresijos del Gran Arquitecto. Incluso intentamos recurrir a las oscuras artes de la señora Tere, pero nos conminó, por nuestro bien, al respeto y a la prudencia para con unas fuerzas que, ni entendíamos, ni jamás seríamos capaces de entender.
Por mi parte, aunque verosímiles, jamás creí en aquellas conjeturas y como no encontraba ninguna explicación satisfactoria para tan súbita desaparición, durante un tiempo seguí llamándolo por teléfono hasta que asumí la veracidad de la misma. Soltero y sin familiares conocidos, tuvimos que resignarnos a que Metralla se volatilizó de nuestro entorno, dejándonos un vacío raro y desencajado.
A veces me invade su recuerdo en los momentos más insospechados, y lo evoco en el ambiente desquiciado del bar, en una cómica aparición de ultratumba, en la que su antaño frondosa mata de pelo, son unos mechones ralos que la mugre apelmaza por parroquias. La tiña, piojos y chinches, corretean en simpático compadreo por entre los matojos de pelo, y algún que otro minúsculo mamífero sobresale saltarín por entre los pelos de su perilla.
Al tiempo, cuatro moscardones verdosos gravitan permanentes, cual satélites craneales, alrededor de ese microcosmos sarnoso. Su tez alquitranada exhibe oscuridades propias de un cielo encapotado, y las piezas dentales de su mandíbula inferior, caballuna como una malformación, presentan peor aspecto que la quijada cariada de un orco. Mal que bien, torcidas y con los cristales rotos, conserva sus gafas que palian con cuestionada eficacia su miopía galopante y sus pendientes, antes destellantes al sol, son diminutos puntos negros en los lóbulos.
Y allí, entre el bullicio de la ebriedad, la peligrosidad de las apuestas ilegales y la euforia del narcótico, lo vuelvo a ver contar como nadie todo aquello que él considerara digno de la mofa más aguda y contagiosa.
Después de la desaparición de Metralla, el bar de Sito continuó cinco años más hasta su fin, y durante ese intervalo de tiempo, no pasó un día sin que uno u otro recordara la de risas que nos provocó, y en definitiva, lo grande que fue estuviera donde estuviera.
Yo, a lo mejor podría abrirme una cuenta en ask.fm. No me importarían tus inquietudes ni tus pensamientos. Tampoco de dónde vienes ni quién eres. Si eres él o ella o si me admiras o me odias.
Yo podría abrirme una cuenta en ask.fm, y te haría creer que te adentras en mi vida permitiéndote que cosieras mi alma a preguntas, que de eso se trata. Preguntas banales, íntimas, trascendentales, ofensivas y de todo tipo. Y te haría creer que me desnudo ante ti. Y de ti me reiría cuando creyeras que me estás lastimando, o alimentado mi ego hasta la obesidad mórbida.
Yo, a lo mejor podría abrirme una cuenta en ask.fm para ser otro idiota contestando las idioteces de otros idiotas. Pero preferí abrir un blog en el cual mi musa preguntaría: «Pero, Cabrónidas, ¿estás amargado?, ¿estás enfadado?, ¿esto es una manera patética de llamar la atención?». Y yo le contestaría que no, no y no. Y de seguido le preguntaría: «¿Acaso no oyes mis carcajadas rivalizando con el bramido de la ciudad? Tan solo vomitar, querida musa».
Dos camellos de baja estofa, pese a su reconocido prestigio urbano por la calidad del material que manejaban, sentaron su centro de operaciones en el bar de Sito. Uno de ellos era conocido como Jabba, ya que las monstruosas carnes que lo cubrían eran tan blandas, grasientas y correosas, que más que andar, reptaba.
Jabba hacía gala de una animadversión superlativa contra toda la humanidad, y muy rara vez interactuava con sus iguales. Y si lo hacía, era siempre con una antipatía a quemarropa y porque estaba de buen humor. A nosotros nos hacía gracia su acidez social, y a él le encantaba contar esa clase de chistes que explotan con total desvergüenza el dolor y la desgracia ajena, para luego estallar en carcajadas hasta la lágrima.
A mí me contó el del macroconcierto celebrado el 7 de agosto de 1996 en el camping de Biescas, donde tocaron Los del Río, Aguaviva y Sepultura.
El otro camello se llamaba Joan. Salvo en el sentido del humor, mostraba enormes diferencias respecto a su compañero de profesión. En lo corpóreo, era más estrecho que un silbido y más largo que el cuello de una jirafa con hambre. Su cabeza, pequeña como si se la hubieran reducido los jíbaros, presentaba una destacada tonsura circular del tamaño de un reloj de pulsera. Su cara siempre exhibía un gesto de alerta, incluso en los momentos en los que no había razón para ello, y solo cuando bebía o fumaba, sus rasgos se suavizaban.
Buen conversador y lector de libros de historia, cuando lo conocí, era ya un excocainómano reciclado a traficante, y me explicó que de nada sirvieron sus reclusiones en centros de desintoxicación. Su verdadera sanación fue gracias a su padre, madre y hermano mayor, que lo secuestraron en la enorme casa de payés donde se crio. Una construcción alejada del mundanal ruido, aledaña a una cantarina riera y rodeada de bosque en el que se perdió, bajo estricta vigilancia familiar, las veces que consideró menester.
Después de dos años de aislamiento monacal en el que no recibió visita alguna, Joan de la riera —así apodado tras su resurrección— retomó su contacto con la civilización, curado: solo fumaba hachís y bebía en exceso.
Un día, como en otras tantas ocasiones, Sito fue a meter su Renault 25 en el garaje. Nadie se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde. La primera en reaccionar fue la pequeña Demetria, que en cuanto oímos el primer bramido de dolor, ya se había tapado los ojos. Sito movió el coche marcha atrás dos metros y aplastó el abdomen de nuestra querida Lúa, que a saber por qué, estaba agazapaba como una falca en una de las ruedas traseras del coche.
Los aullidos fueron de una agonía tan profunda que parecieron perdurar en el aire durante días. Aquel fue uno de los capítulos más negros en la historia del bar, y todos decidimos no hablar de él y relegarlo al olvido. Todos menos Joan de la riera, que si bien no era un tipo irrespetuoso, aquel día pimpló bastante y cometió la imprudencia de reabrir aquella puerta prohibida, cuando llevaba más de año y medio cerrada.
La osadía fue así:
—Sito, ¿te acuerdas de aquel viernes cuando fuiste a meter en el garaje el Renault 25 y reventaste a la Lúa? —Sí, qué. —Que hoy también es viernes y tú no mataste a la Lúa, Sito. La Lúa se suicidó. —Mira, Joan, me voy a cagar en... —La Lúa se suicidó, Sito, ¿sabes por qué? ¡Porque estaba hasta los cojones de todos nosotros!
Sito agarró al Joan por la pechera con la clara intención de esculpirle una nueva cara en no más de tres o cuatro hostias certeras. Por el contrario, Joan sonreía con insultante indiferencia ante la posibilidad de aquella cirugía facial extrema. De pronto, la puerta que delimitaba el bar de la casa se abrió, y la señora Tere apareció como si se desplazara sobre raíles, sentenciando: «Joan, eres un desgraciado. Ahora mismo te vas a tu casa y te quedas allí todo el fin de semana. Y no te alejes mucho del lavabo, ¡porque lo vas a necesitar más de lo acostumbrado!».
Todos —incluso Demetria, con sus ojitos muy abiertos y su boquita en una O— miramos a Joan. Un murmullo colectivo que le presagiaba males inenarrables, llenó el bar como una densa nube hasta perderse en el techo. Joan ya no sonreía. Sito lo soltó. Y la señora Tere reculó marcha atrás sin quitarle ojo de encima hasta desaparecer por el umbral. La puerta, sola, se cerró tras ella, y luego, el silencio.
Para cuando llegó el martes, el Joan de la riera —más delgado de lo habitual—, nos explicó que casi muere deshidratado por culpa de unas diarreas venidas de otro mundo.
¿Sabes qué es que te disguste alguien tanto, que todas y cada una de las palabras que oyes de esa persona te parezcan fútiles, inexactas e imprecisas y siempre excesivas? ¿Sabes qué es tener la certeza de que en cada conversación estás desaprendiendo lo aprendido, que todo es dicho en balde, que cada frase aporta a tu vida ese pequeño instante que siempre tratarás de olvidar? ¿Sabes qué es escuchar a esa persona su tono, su timbre de voz, su volumen con tanta indiferencia que odias todas y cada una de las notas que emite desde su boca, aquella que te desvives por partir de una vez para siempre?
¿Sabes qué es que te disguste alguien tanto, que siempre sientes perder el tiempo a su lado, que cada instante compartido te parece el último día del resto de tu vida? ¿Sabes qué es vivir cada encuentro deseando que sea el último, en esa mezcla de desilusión, desmotivación, impavidez, sabiendo que será otro momento ordinario y desafortunado? ¿Sabes qué es estar con esa persona que te hace sentir con su presencia que no existen cosas bellas en el mundo, olvidándote incluso de tu propio yo y abstrayéndote en sus gestos y en sus miradas, degustándola con avidez para luego vomitarla entera?
¿Sabes qué es que una persona te disguste tanto, que lo desprecies hasta sentir dolor, que lo odies como padre, mujer, hombre, madre, e incluso como humano? ¿Sabes qué es que por no encontrarte con esa persona pienses en mudarte, ya no de casa, ni de barrio, ni de país, sino de planeta? ¿Sabes qué es que esa persona, por mucho que la evites y te escondas, te encuentra y sientes que algún castigo divino ha recaído sobre ti? ¿Lo sabes? ¿De verdad que lo sabes? ¿Has sentido alguna vez esa pulsión?
Pues si lo sabes yo no quiero saberlo porque tiene que ser la mayor de las putadas.
Pero puedes dedicarle a esa persona la canción de abajo.
Hubo un bar de insalubridad contrastada en la que se congregaban enfermos mentales con paga, alcohólicos, puteros, cocainómanos, morosos, ludópatas, especímenes de mala reputación y tipos como yo.
Fui cliente habitual de aquel tugurio infecto durante sus trece años de existencia, y por consiguiente, también testigo de los hechos más delirantes y entristecedores de cuantos he presenciado hasta el día de hoy.
El bar fue regentado por un buen hombre que se llamaba Sito, cuyo parecido con Paulie Pennino era sobrenatural. Las veces que en el bar de Sito ocurría algo, siempre era algo malo o de extrema carcajada, pero nunca normal. Por ejemplo, era normal que si palmeabas la barra con cierta energía, salieran de debajo cientos de alimañas proyectadas en todas direcciones.
Otras veces —nunca supimos si del único lavabo que había o del garaje contiguo al bar—, día sí día no, nos visitaba una rata marrón con una deformidad en la oreja derecha. Sito corría por el bar tras aquella escurridiza roedora, armado con un bate de béisbol, esquivando mesas, sillas y a clientes, que a su vez, apostaban sobre el desenlace de la persecución. Aquella rata enseguida se ganó nuestra simpatía, y como también era una superviviente, la adoptamos como parte de la clientela, bautizándola con el nombre de Demetria.
Cuando no advertía la presencia de Demetria, Sito fumaba tras la barra con la lentitud de quien cree disponer de todo el tiempo del mundo. Nunca presencié en otra persona que un movimiento tan rápido y automático pudiera llegar a eternizarse de semejante modo. En cambio, y al mismo tiempo, con la otra mano levantaba con gesto profesional y el triple de rápido, una mancuerna cromada de ocho kilos.
A veces era su hijo el que estaba tras la barra. También con las manos ocupadas la mayoría de veces, solo que con una guitarra acústica o eléctrica, más el amplificador. Dependiendo del día, a veces derrochaba vitalidad imitando los movimientos de Angus Young en acordes sencillos. Cuando no, grupos de metal, hardcore y punk de la época, sonaban de la minicadena que uno de los clientes ofreció a Sito como saldo por el cúmulo de consumiciones impagadas.
Días más tarde supimos, sin que nos sorprendiera, que la minicadena era robada.
Sito también tenía una hija que nada tuvo que ver con el bar, salvo por sus idas y venidas a la caja registradora. Entraba por la puerta que separaba el bar de la planta baja de la casa, cogía la pasta y desaparecía por donde había entrado. Alguna que otra vez, lo hacía dirigiéndonos una fugaz e indisimulada mirada de profundo desdén, propiciada por algún desafortunado piropo fuera de contexto.
No así como Lúa, que aunque era la querida perra de la familia, también la sentíamos como nuestra. Hasta el último día de su vida estuvo con nosotros y fue muy feliz, demostrando tener en multitud de ocasiones, más raciocinio y menos animalidad de la que se presupone a nuestra raza.
Y si bien Sito e hijo daban la cara tras la barra, la señora Tere, mujer de Sito, gallega de nacimiento y crianza, con fundada reputación de meiga, era la jefa indiscutible del negocio.
Su cabello, níveo y liso, caía como una cortina de aceite hasta la cintura, siempre peinado a la perfección con la raya en medio, y sus ojos, azules como un cielo despejado, brillaban tras los cristales inmaculados de sus gafas de pasta. Me encantaba la exquisita dicción de aquella mujer, propia de las actrices de doblaje, a la que solo oíamos y veíamos por la noche, cuando el bar hacía una hora que debía estar cerrado y Sito no encontraba manera de echarnos.
De súbito, la puerta que delimitaba el bar de la vivienda se abría sola, y aparecía ella como si se desplazara sobre ruedas, colocándose en el ojo del huracán. Entonces, caía un manto de silencio que enmudecía el ambiente; incluso Demetria paraba de roer y alzaba su diminuta cabecita en dirección a ella.
La señora Tere, en un porte de gran rectitud, cruzada de brazos y con un semblante de sobrecogedora seriedad, nos miraba de izquierda a derecha sin girar la cabeza, paralizándonos con los ojos, y pasados unos segundos en los que cabía una eternidad, nos ordenaba: «¿Es que ya habéis olvidado a qué hora se cierra aquí? Pagad y desalojad este establecimiento de inmediato, ¡u os meto un mal de ojo que no os lo quitáis de encima en un año!».
Acto seguido, sin parpadear, desaparecía marcha atrás de idéntico modo a como había entrado, sin tener que aparecer, nunca, una segunda vez.
Y nosotros y Demetria hacíamos lo propio.
Hasta aquí, todo lo narrado era lo más normal que ocurría en el bar de Sito, un día cualquiera en el que no ocurría nada. Pero cuando pasaba algo más allá de los billetes amontonándose en las mesas a golpe de baraja; de las mensualidades desapareciendo por las ranuras de la Cirsa; de los diferentes grados de ebriedad generalizada, y otros estados tóxicos producidos por la química ilegal...
Antes, cuando los zombis eran en blanco y negro, también eran torpes y lentos. Si alcanzaban a su víctima era porque la superaban en número y acababan acorralándola. Ahora, los zombis de nuevo cuño y no tan nuevos, ya en color, HD y demás, siguen siendo grupales e igual de hambrientos, pero mucho más rápidos y violentos.
Tanto es así, que el zombi clásico ha muerto —si es que puede morir un muerto vivo—. Ese humano que estaba muerto y vuelve a la vida en avanzado estado de descomposición, y ávido de carne humana te devora o muerde, convirtiéndote en uno de los suyos, ahora es un humano vivo que se infecta con algún virus o por un infectado, y se transforma en algo monstruoso y ultraviolento. Lo único que no cambia son las apetencias nutricionales.
Es decir, que por muy manida que esté la temática zombi, que lo está, y por mucho que se crea que tiene que reinventarse, diría que, más que menos, evoluciona dentro de sus propios límites. En cualquier caso, no hay película mala, ya sea de zombis o de infectados, sino malos espectadores.
Disfruto con este tipo de películas, porque más allá del puro entretenimiento, al margen de si son cutres o de gran factura técnica, me hacen reír semejantes muestras de tan buen comer, y el cómo presentan las fascinantes interioridades de nuestro variado organismo.
Por ejemplo, está ese supuesto punto álgido de dramatismo en el que tu madre o tu hermana pequeña —o ambas— se han convertido y tienes que librarlas de tan horrible estado como sea, antes de que acaben de merendarse lo que queda de tu padre. O cuando el abuelo, antes bondadoso y afable, se infecta de tal manera que salta de su silla de ruedas y se abalanza sobre su nieto de cinco años, no para compartir sus caramelos Werther's Original, sino para abrirle la caja torácica como abren las puertas de un ascensor.
A lo que voy, es que eso no es dramatismo, sino comicidad de la buena. Porque están infectados, convertidos, echados a perder. Qué más da que sea tu madre, tu hermana pequeña, tu abuelo... Se trata de pura supervivencia; ellos o tú; tú o ellos; los matas y se acabó; sin vacilar. Peor sería que los transformados fueran tu perro, tu gato, tu hámster... En definitiva, tu animal de compañía. Con lo sentimental que soy yo con mis seres queridos, eso sí que me plantearía un dilema moral inasumible.
¡Por George A. Romero, es que no quiero ni pensarlo!