Dos camellos de baja estofa, pese a su reconocido prestigio urbano por la calidad del material que manejaban, sentaron su centro de operaciones en el bar de Sito. Uno de ellos era conocido como Jabba, ya que las monstruosas carnes que lo cubrían eran tan blandas, grasientas y correosas, que más que andar, reptaba.
Jabba hacía gala de una animadversión superlativa contra toda la humanidad, y muy rara vez interactuava con sus iguales. Y si lo hacía, era siempre con una antipatía a quemarropa y porque estaba de buen humor. A nosotros nos hacía gracia su acidez social, y a él le encantaba contar esa clase de chistes que explotan con total desvergüenza el dolor y la desgracia ajena, para luego estallar en carcajadas hasta la lágrima.
A mí me contó el del macroconcierto celebrado el 7 de agosto de 1996 en el camping de Biescas, donde tocaron Los del Río, Aguaviva y Sepultura.
El otro camello se llamaba Joan. Salvo en el sentido del humor, mostraba enormes diferencias respecto a su compañero de profesión. En lo corpóreo, era más estrecho que un silbido y más largo que el cuello de una jirafa con hambre. Su cabeza, pequeña como si se la hubieran reducido los jíbaros, presentaba una destacada tonsura circular del tamaño de un reloj de pulsera. Su cara siempre exhibía un gesto de alerta, incluso en los momentos en los que no había razón para ello, y solo cuando bebía o fumaba, sus rasgos se suavizaban.
Buen conversador y lector de libros de historia, cuando lo conocí, era ya un excocainómano reciclado a traficante, y me explicó que de nada sirvieron sus reclusiones en centros de desintoxicación. Su verdadera sanación fue gracias a su padre, madre y hermano mayor, que lo secuestraron en la enorme casa de payés donde se crio. Una construcción alejada del mundanal ruido, aledaña a una cantarina riera y rodeada de bosque en el que se perdió, bajo estricta vigilancia familiar, las veces que consideró menester.
Después de dos años de aislamiento monacal en el que no recibió visita alguna, Joan de la riera —así apodado tras su resurrección— retomó su contacto con la civilización, curado: solo fumaba hachís y bebía en exceso.
Un día, como en otras tantas ocasiones, Sito fue a meter su Renault 25 en el garaje. Nadie se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde. La primera en reaccionar fue la pequeña Demetria, que en cuanto oímos el primer bramido de dolor, ya se había tapado los ojos. Sito movió el coche marcha atrás dos metros y aplastó el abdomen de nuestra querida Lúa, que a saber por qué, estaba agazapaba como una falca en una de las ruedas traseras del coche.
Los aullidos fueron de una agonía tan profunda que parecieron perdurar en el aire durante días. Aquel fue uno de los capítulos más negros en la historia del bar, y todos decidimos no hablar de él y relegarlo al olvido. Todos menos Joan de la riera, que si bien no era un tipo irrespetuoso, aquel día pimpló bastante y cometió la imprudencia de reabrir aquella puerta prohibida, cuando llevaba más de año y medio cerrada.
La osadía fue así:
—Sí, qué.
—Que hoy también es viernes y tú no mataste a la Lúa, Sito. La Lúa se suicidó.
—Mira, Joan, me voy a cagar en...
—La Lúa se suicidó, Sito, ¿sabes por qué? ¡Porque estaba hasta los cojones de todos nosotros!
Sito agarró al Joan por la pechera con la clara intención de esculpirle una nueva cara en no más de tres o cuatro hostias certeras. Por el contrario, Joan sonreía con insultante indiferencia ante la posibilidad de aquella cirugía facial extrema. De pronto, la puerta que delimitaba el bar de la casa se abrió, y la señora Tere apareció como si se desplazara sobre raíles, sentenciando: «Joan, eres un desgraciado. Ahora mismo te vas a tu casa y te quedas allí todo el fin de semana. Y no te alejes mucho del lavabo, ¡porque lo vas a necesitar más de lo acostumbrado!».
Todos —incluso Demetria, con sus ojitos muy abiertos y su boquita en una O— miramos a Joan. Un murmullo colectivo que le presagiaba males inenarrables, llenó el bar como una densa nube hasta perderse en el techo. Joan ya no sonreía. Sito lo soltó. Y la señora Tere reculó marcha atrás sin quitarle ojo de encima hasta desaparecer por el umbral. La puerta, sola, se cerró tras ella, y luego, el silencio.
Para cuando llegó el martes, el Joan de la riera —más delgado de lo habitual—, nos explicó que casi muere deshidratado por culpa de unas diarreas venidas de otro mundo.