¿Sabes qué es que te disguste alguien tanto, que todas y cada una de las palabras que oyes de esa persona te parezcan fútiles, inexactas e imprecisas y siempre excesivas? ¿Sabes qué es tener la certeza de que en cada conversación estás desaprendiendo lo aprendido, que todo es dicho en balde, que cada frase aporta a tu vida ese pequeño instante que siempre tratarás de olvidar? ¿Sabes qué es escuchar a esa persona su tono, su timbre de voz, su volumen con tanta indiferencia que odias todas y cada una de las notas que emite desde su boca, aquella que te desvives por partir de una vez para siempre?
¿Sabes qué es que te disguste alguien tanto, que siempre sientes perder el tiempo a su lado, que cada instante compartido te parece el último día del resto de tu vida? ¿Sabes qué es vivir cada encuentro deseando que sea el último, en esa mezcla de desilusión, desmotivación, impavidez, sabiendo que será otro momento ordinario y desafortunado? ¿Sabes qué es estar con esa persona que te hace sentir con su presencia que no existen cosas bellas en el mundo, olvidándote incluso de tu propio yo y abstrayéndote en sus gestos y en sus miradas, degustándola con avidez para luego vomitarla entera?
¿Sabes qué es que una persona te disguste tanto, que lo desprecies hasta sentir dolor, que lo odies como padre, mujer, hombre, madre, e incluso como humano? ¿Sabes qué es que por no encontrarte con esa persona pienses en mudarte, ya no de casa, ni de barrio, ni de país, sino de planeta? ¿Sabes qué es que esa persona, por mucho que la evites y te escondas, te encuentra y sientes que algún castigo divino ha recaído sobre ti? ¿Lo sabes? ¿De verdad que lo sabes? ¿Has sentido alguna vez esa pulsión?
Pues si lo sabes yo no quiero saberlo porque tiene que ser la mayor de las putadas.
Pero puedes dedicarle a esa persona la canción de abajo.
Hubo un bar de insalubridad contrastada en la que se congregaban enfermos mentales con paga, alcohólicos, puteros, cocainómanos, morosos, ludópatas, especímenes de mala reputación y tipos como yo.
Fui cliente habitual de aquel tugurio infecto durante sus trece años de existencia, y por consiguiente, también testigo de los hechos más delirantes y entristecedores de cuantos he presenciado hasta el día de hoy.
El bar fue regentado por un buen hombre que se llamaba Sito, cuyo parecido con Paulie Pennino era sobrenatural. Las veces que en el bar de Sito ocurría algo, siempre era algo malo o de extrema carcajada, pero nunca normal. Por ejemplo, era normal que si palmeabas la barra con cierta energía, salieran de debajo cientos de alimañas proyectadas en todas direcciones.
Otras veces —nunca supimos si del único lavabo que había o del garaje contiguo al bar—, día sí día no, nos visitaba una rata marrón con una deformidad en la oreja derecha. Sito corría por el bar tras aquella escurridiza roedora, armado con un bate de béisbol, esquivando mesas, sillas y a clientes, que a su vez, apostaban sobre el desenlace de la persecución. Aquella rata enseguida se ganó nuestra simpatía, y como también era una superviviente, la adoptamos como parte de la clientela, bautizándola con el nombre de Demetria.
Cuando no advertía la presencia de Demetria, Sito fumaba tras la barra con la lentitud de quien cree disponer de todo el tiempo del mundo. Nunca presencié en otra persona que un movimiento tan rápido y automático pudiera llegar a eternizarse de semejante modo. En cambio, y al mismo tiempo, con la otra mano levantaba con gesto profesional y el triple de rápido, una mancuerna cromada de ocho kilos.
A veces era su hijo el que estaba tras la barra. También con las manos ocupadas la mayoría de veces, solo que con una guitarra acústica o eléctrica, más el amplificador. Dependiendo del día, a veces derrochaba vitalidad imitando los movimientos de Angus Young en acordes sencillos. Cuando no, grupos de metal, hardcore y punk de la época, sonaban de la minicadena que uno de los clientes ofreció a Sito como saldo por el cúmulo de consumiciones impagadas.
Días más tarde supimos, sin que nos sorprendiera, que la minicadena era robada.
Sito también tenía una hija que nada tuvo que ver con el bar, salvo por sus idas y venidas a la caja registradora. Entraba por la puerta que separaba el bar de la planta baja de la casa, cogía la pasta y desaparecía por donde había entrado. Alguna que otra vez, lo hacía dirigiéndonos una fugaz e indisimulada mirada de profundo desdén, propiciada por algún desafortunado piropo fuera de contexto.
No así como Lúa, que aunque era la querida perra de la familia, también la sentíamos como nuestra. Hasta el último día de su vida estuvo con nosotros y fue muy feliz, demostrando tener en multitud de ocasiones, más raciocinio y menos animalidad de la que se presupone a nuestra raza.
Y si bien Sito e hijo daban la cara tras la barra, la señora Tere, mujer de Sito, gallega de nacimiento y crianza, con fundada reputación de meiga, era la jefa indiscutible del negocio.
Su cabello, níveo y liso, caía como una cortina de aceite hasta la cintura, siempre peinado a la perfección con la raya en medio, y sus ojos, azules como un cielo despejado, brillaban tras los cristales inmaculados de sus gafas de pasta. Me encantaba la exquisita dicción de aquella mujer, propia de las actrices de doblaje, a la que solo oíamos y veíamos por la noche, cuando el bar hacía una hora que debía estar cerrado y Sito no encontraba manera de echarnos.
De súbito, la puerta que delimitaba el bar de la vivienda se abría sola, y aparecía ella como si se desplazara sobre ruedas, colocándose en el ojo del huracán. Entonces, caía un manto de silencio que enmudecía el ambiente; incluso Demetria paraba de roer y alzaba su diminuta cabecita en dirección a ella.
La señora Tere, en un porte de gran rectitud, cruzada de brazos y con un semblante de sobrecogedora seriedad, nos miraba de izquierda a derecha sin girar la cabeza, paralizándonos con los ojos, y pasados unos segundos en los que cabía una eternidad, nos ordenaba: «¿Es que ya habéis olvidado a qué hora se cierra aquí? Pagad y desalojad este establecimiento de inmediato, ¡u os meto un mal de ojo que no os lo quitáis de encima en un año!».
Acto seguido, sin parpadear, desaparecía marcha atrás de idéntico modo a como había entrado, sin tener que aparecer, nunca, una segunda vez.
Y nosotros y Demetria hacíamos lo propio.
Hasta aquí, todo lo narrado era lo más normal que ocurría en el bar de Sito, un día cualquiera en el que no ocurría nada. Pero cuando pasaba algo más allá de los billetes amontonándose en las mesas a golpe de baraja; de las mensualidades desapareciendo por las ranuras de la Cirsa; de los diferentes grados de ebriedad generalizada, y otros estados tóxicos producidos por la química ilegal...
Antes, cuando los zombis eran en blanco y negro, también eran torpes y lentos. Si alcanzaban a su víctima era porque la superaban en número y acababan acorralándola. Ahora, los zombis de nuevo cuño y no tan nuevos, ya en color, HD y demás, siguen siendo grupales e igual de hambrientos, pero mucho más rápidos y violentos.
Tanto es así, que el zombi clásico ha muerto —si es que puede morir un muerto vivo—. Ese humano que estaba muerto y vuelve a la vida en avanzado estado de descomposición, y ávido de carne humana te devora o muerde, convirtiéndote en uno de los suyos, ahora es un humano vivo que se infecta con algún virus o por un infectado, y se transforma en algo monstruoso y ultraviolento. Lo único que no cambia son las apetencias nutricionales.
Es decir, que por muy manida que esté la temática zombi, que lo está, y por mucho que se crea que tiene que reinventarse, diría que, más que menos, evoluciona dentro de sus propios límites. En cualquier caso, no hay película mala, ya sea de zombis o de infectados, sino malos espectadores.
Disfruto con este tipo de películas, porque más allá del puro entretenimiento, al margen de si son cutres o de gran factura técnica, me hacen reír semejantes muestras de tan buen comer, y el cómo presentan las fascinantes interioridades de nuestro variado organismo.
Por ejemplo, está ese supuesto punto álgido de dramatismo en el que tu madre o tu hermana pequeña —o ambas— se han convertido y tienes que librarlas de tan horrible estado como sea, antes de que acaben de merendarse lo que queda de tu padre. O cuando el abuelo, antes bondadoso y afable, se infecta de tal manera que salta de su silla de ruedas y se abalanza sobre su nieto de cinco años, no para compartir sus caramelos Werther's Original, sino para abrirle la caja torácica como abren las puertas de un ascensor.
A lo que voy, es que eso no es dramatismo, sino comicidad de la buena. Porque están infectados, convertidos, echados a perder. Qué más da que sea tu madre, tu hermana pequeña, tu abuelo... Se trata de pura supervivencia; ellos o tú; tú o ellos; los matas y se acabó; sin vacilar. Peor sería que los transformados fueran tu perro, tu gato, tu hámster... En definitiva, tu animal de compañía. Con lo sentimental que soy yo con mis seres queridos, eso sí que me plantearía un dilema moral inasumible.
¡Por George A. Romero, es que no quiero ni pensarlo!
Quién me iba a decir a mí, que en plena ociosidad de un atardecer de un día cualquiera, arrastrando mi aburrimiento de un escenario a otro escenario, iría a recalar en la oscura sala de torturas de un tal Raelf de Griumns. Sí, habéis leído bien: Raelf de Griumns, que según él y con toda probabilidad, después de sobrevivir a una monstruosa orgía de peyote, dice ser el designado por el Altísimo para azotar con pluma y verbo inmisericorde, a todos aquellos blogs que según su divino criterio sean merecedores de ello.
¿Quién es Raelf de Griumns? ¿Es real, de carne y hueso? ¿Es un espectro de piel mortecina y traslúcida que atrapado en este mundo terrenal intenta apaciguar el dolor de su alma? ¿Acaso es un enano que necesita aires de grandeza? ¿Estamos ante el delirio esperpéntico de un hombre de Dios y no sabemos cómo encajarlo?
Hermanos y hermanas, la realidad estalla ante nuestras narices desmoronando nuestras creencias, para mostrarnos una verdad mucho más dolorosa y soportable de lo que cualquiera de nosotros podría imaginar jamás: la Inquisición ha regresado; o lo que es más estremecedor: siempre ha estado entre nosotros.
A veces, como la dolorosa almorrana en el culo. Otras, como el molesto polvo en los ojos y las más, como la hiriente sal en la herida. Pero yo, Cabrónidas, irredento entre los irredentos, látigo inclemente contra los dogmáticos y cegados por la fe, elocuente pecador insondable y la mayoría de veces reprensible, voy a confesaros sin sometimiento de tortura, qué persona se oculta tras ese misterioso nombre.
Tras largas vigilias de investigación en las que he abrasado mis pestañas y vaciado varias botellas de absenta, he descubierto que las consonantes y vocales que conforman su nombre, no son más que un intrincado código criptográfico donde se desvela su verdadera identidad, combinadas con brillantez inextricable para el común de los mortales.
Consciente del enorme enigma que voy a desvelar, os ruego que os sentéis y despojéis la mente de cualquier prejuicio y de todo lo aprendido hasta ahora. Tu inquisidor no es otro que el otrora televisivo y polemista...
Esta historia nos presenta a dos mujeres que viven en barrios marginales. Una se llama Nadine, que se gana la vida como prostituta. La otra es Manu, que protagoniza películas pornográficas. Trabajos que la sociedad en general, por muy moderna y tolerante que se quiera vender, sigue considerando amorales e indignos.
Un día, Manu y una amiga son víctimas de una salvaje violación por parte de un trío de indeseables. Manu, acostumbrada a ser penetrada, con o sin deseo, por varias pollas desconocidas como medio de vida, regresa a casa como si nada ilegal le hubiera ocurrido. En una acalorada discusión con su hermano sobre lo acontecido, Manu acaba matándolo de un disparo con la pistola que este pretendía utilizar contra los violadores.
En otro lugar de la ciudad, Nadine inicia una fuerte discusión con su compañera de piso, cuando esta la insulta por su dependencia esclavista que mantiene con su proxeneta, al que accede, de nuevo, a hacerle un favor fuera de los márgenes de la ley. Sin embargo, al chuloputas le salen mal los planes y muere en la calle acribillado a balazos. Entre tanto, la discusión deviene en combate y Nadine, fuera de sí, estampa la cabeza de su compañera numerosas veces contra el suelo hasta matarla.
El destino, que es caprichoso y no hace más que jugar con nosotros a su antojo, hace que Nadine y Manu crucen sus destinos, reconociéndose así como dos almas gemelas cuyas vidas, desde el principio, les vendieron rotas. Llenas de rabia por un mundo de violencia machista que las ha pisoteado sin descanso, inician una enloquecida cruzada contra el patriarcado, preñada de sexo, drogas y asesinato, consistente en follarse —si les apetece— y luego matar —siempre— a cualquier hombre que se les cruce en el camino.
Murder Set Pieces (2004).
Esta historia es aún más simple, y trata sobre un joven fotógrafo de moda afincado en las Vegas, cuya verdadera vocación es la de matar a mujeres. No sabemos por qué lo hace, pero intuimos que le viene de serie por unas imágenes que se suceden a lo largo de la película, en las que se muestra al fotógrafo de niño, descabezando muñecas y arrojándolas al fuego. El fotógrafo, de ascendencia nazi, ya sea a golpes de martillo, a cuchilladas, con una motosierra o con sus propias manos, da rienda suelta a su sadismo, en una sucesión de actos sexuales y torturas enfermizas que finalizan en muertes brutales y extremas.
Nadie echa en falta la desaparición de tantas mujeres. Nadie sabe dónde están. Nadie sospecha de él, salvo Jade, una niña de once años cuya hermana mayor, Charlotte, es la novia del fotógrafo. La pequeña, para salvar a su hermana de ser asesinada, llegará hasta el demencial sótano de la vivienda del fotógrafo, el oscuro corazón del mismísimo infierno.
Y es que ya lo dijo el sabio Gustavo: «Misandria, misoginia... Da igual de lo que vayas, que de lo tuyo también hay».
Hoy, por primera vez, Agapino decide destapar su secreto y pasea su erección allí donde se precie sin tapujo alguno. La erección de Agapino, tanto voluntaria como involuntaria, es rocosa e insolente, y pugna por reventar la ropa que la aprisiona, sea esta holgada o ajustada.
Durante su paseo matinal, se cruza con hombres viejos y jóvenes que, con disimulo, desvían la mirada a su centro de gravedad. Y cuando llega a una terraza, Agapino se sienta en una de las pocas sillas libres que quedan, intentado cruzar las piernas sin conseguirlo, dado el sobrenatural tamaño de su empaque.
Ahora que está sentado como puede, percibe en las miradas breves, curiosas y cómplices del público masculino de su alrededor, el deseo apenas incontenible de palpar, a dos manos, si esa señal suya de inequívoca potencia, salud y felicidad, es real.
No así como las mujeres también presentes, jóvenes y viejas, que desvían la mirada, casi con decepción y cierta envidia, cuando ven que Agapino luce una ondulante melena cobriza que cae como una cascada hasta la cintura, y que su cuerpo es un prodigio escultural de curvas y senos turgentes.
Sí, joder, sí. Todos y todas creían conocer a la bella y apetecible Esmeralda, pero hoy saben que su verdadero nombre es Agapino.
—Joder, cómo fumas. Eso te matará antes de tiempo; no llegarás a viejo. —De algo hay que morir. —Pues cuando vuelvas a cruzar la carretera lo haces sin mirar.
Pasaron unos cuantos años y nunca tuvo voluntad de dejarlo. Y de cruzar sin mirar, menos. Su vida, no muy larga y hasta el final, estuvo preñada de jadeos, toses y esputos. Si pasas por su tumba, seguro que al lado de las flores hay un mechero y un paquete de tabaco. No se le puede recordar de otra manera, además de que cada cual honra a sus seres queridos como quiere.
E igual de certero que la muerte, seguro que el mechero está lleno y el paquete de tabaco vacío, que el vicio es el vicio.