18/8/22

162. Un día cualquiera

    El día, por la mañana temprano, es ese momento de quietud que tanta falta hace en un mundo acelerado. Luego, a los pocos minutos, los primeros rayos de sol despuntan y es de luminosidad amarilla. Un amarillo radiante que cae sobre nuestras cabezas, a menudo agachadas, llenas de mierda y de cosas que no importan.

    Nuestro almuerzo es apresurado porque hemos aprendido a vivir deprisa, y a no llegar tarde a nuestros centros de esclavitud. Llegamos a tiempo para descender al encuentro de ese gusano de acero, largo, gordo y feo, que se detiene y nos engulle en su vientre, después de vomitar cientos de vidas igual de complicadas y estúpidas que las nuestras.

     Se pone en marcha con un lamento odioso. Vuelven a mezclarse densos olores y cientos de alientos virales, exhalados de nuestros rostros resignados que no se conocen. No es muy diferente de la vida de arriba. Hacinados en las entrañas de la bestia, miramos sin ver y nuestros cuerpos sudorosos se rozan, se tocan, se sienten, y fingen indiferencia por lo incómodo de esa proximidad invasiva que se repite un día tras otro.

    Llega ese momento en que el sol ya no abrasa nuestras retinas. La tarde es una gigantesca presencia roja que se precipita llenando el horizonte. El gusano sigue vomitando y tragando a sus parásitos, pero empieza a imperar cierta desaceleración. La decrepitud sale al exterior a pasear, ajenos a su fase terminal; ajenos a todo mientras son sostenidos por un marcapasos, un bastón o la fuerza de un brazo joven. 

    Y en contraposición, también deslumbran las auras cegadoras de vidas primerizas. Las mismas que nos sobrevivirán si no mueren antes por un virus de supuesta transmisión animal, el suicidio o la locura de sus iguales.

    El gusano de acero se detiene con la muerte del día, y la presencia negra lo llena todo y se cuela por cualquier resquicio, trayendo consigo cánceres ocultos y tentaciones. La noche es el momento de la quietud y la expectación, mientras su oscuridad cobija a sus criaturas silenciosas, dispuestas a abrir puertas prohibidas y orquestar pesadillas.

    El día podía ser, en cualquiera de sus fases, el presagio de catástrofes imprevistas. 


15/8/22

161. Tiempo al tiempo

    La persona que sin temblarle la voz te dice que vivas cada minuto de tu vida como si fuera el último, no sabe lo que dice. Si vives con prisa cada momento de tu vida por querer ganarle tiempo al tiempo, la espichas en pocos minutos. Vivir sin pausa es de deficientes mentales y no sirve para nada, salvo para que la velocidad se acreciente y acabar en colisión mucho antes de lo deseado. 

    Durante muchos años de mi vida yo también pensé así, pero ante el inevitable camino a la senectud, voy encontrando un equilibrio. De un tiempo a esta parte, compagino mis selectivos momentos de locura e intensidad, con momentos de curiosidad y tiempos buscados de reflexión y letargo. 

    A veces y aunque paradójico, siento una desacostumbrada fusión de intranquilidad y hartazgo. Pero solo en esa armonía de intenciones es como devoro y paladeo la vida: no siempre en una inútil carrera contra el tiempo, ni tampoco vivir en una continua languidez propia de las tardes de verano, que trascurren lentas y pesadas como si nunca fueran a tener fin.

    En resumidas cuentas, estoy envejeciendo y creo que estoy madurando. Lo primero bienvenido sea; lo segundo no me hace ni puta gracia.



11/8/22

160. El mensaje

    El aula universitaria estaba preparada y la conferencia que allí se iba a impartir cuidada hasta el más mínimo detalle; incluso la temperatura era agradable. Alguien decidió que cualquier tipo de mensaje, por razones antropológicas, debía llegar a través de una mujer. Una que no fuera gorda ni delgada, ni fea ni de belleza despampanante. No muy joven pero tampoco entrada en años. La mujer elegida reunía un patrón cómodo a la vista, y eso la hacía cercana y propiciaba la receptividad del público.  

    La doctora hablaba. No trataba de ser nuestra amiga, pero sí de convencernos. Y por supuesto estaba entrenada para ello. La modulación de su voz, el énfasis correcto en las palabras, los tiempos calculados de silencio y su gesticulación facial y corporal así lo constataban. Tras ella, las imágenes del proyector, también elegidas con intención, se sucedían en una secuencia estudiada en función de su elocuencia.

    Ante nosotros danzaban coloridas imágenes de macro granjas presentadas como crueles campos de concentración. Gallinas, cerdos, pollos, terneras, vacas, corderos, bueyes... Aquellas criaturas se apretujaban entre sus iguales, retozando en su propia inmundicia con miradas de absurda incomprensión, mientras eran sobrealimentadas sin descanso para nutrir a la raza humana, la máxima depredadora.

    Las imágenes siguientes, acompañadas de sobrenaturales chillidos en sonido estereofónico, presentaban el lado más salvaje y obsceno de la industria cárnica, en un nítido grafismo de descargas eléctricas, desolladuras de cuerpo entero, decapitaciones, evisceraciones, mutilaciones y grandes cantidades de sangre que los matarifes hacían desaparecer con chorros de agua a presión.

    Las luces se encendieron y la doctora enmudeció. Nadie dudaba de que el mensaje cayó sobre nosotros como lluvia ácida, calando en lo más hondo. Algunos de los presentes seguían sentados, tapándose con la mano, a modo de visera, su radio de visión. Otros tenían el semblante muy serio y muchas habían activado el lagrimal. Cabría pensar que muchas de aquellas personas, quizás, se estaban cuestionando sus preferencias nutricionales. 

    Yo, en cambio, no puedo tomar decisiones importantes con el estómago vacío, así que ya pensaría en ello, después de degustar unas porciones bovinas a la plancha acompañadas con su debida guarnición.  



8/8/22

159. Whatsapp

    Una amiga de carcajada estridente trabajaba en una gasolinera que hoy no existe, antaño ubicada enfrente del bloque de pisos donde vivo. Era domingo y le tocaba trabajar de tarde. Más o menos, a eso de las 17,30 PM, me envió un wasap. 

    Esta fue la conversación: 

    —Cabrónidas, baja al portal y sal a la plaza de la comunidad que algo está pasando.
    —Sí, claro. Si a lo mejor no estoy en casa.
    —Sí que estás que te he visto meter el coche en el parking hace un rato. Algo ha pasado porque están los bomberos, los municipales, los mossos y la ambulancia del SEM. Está todo el mundo.
    —¿Y los SWAT no están?
    —Sí, los SWAT también están, no te jode.
    —Pues como no vengan Los Vengadores o La Patrulla X... Por los SWAT no me asomo ni al balcón.

    Al cabo de un par de minutos me envía una foto en la que veo un camión de bomberos en medio de la plaza de la zona residencial, afianzado mediante los gatos delanteros y traseros. La escalera telescópica está extendida hasta un cuarto piso con un bombero en el interior de la cesta de salvamento.

    —La foto es de mi primo, que dice que están sacando a su vecina. Lo que no sé por qué la están sacando por el balcón. Ya no hace falta que bajes.
    —Tendrá complejo de Spiderman. Pasa más a menudo de lo que nos pensamos.
    —No te rías, eh, que me parece que están sacando a la mujer aquella que va en la silla esa motorizada.
    —Como el profesor Charles Xavier, pero sin motor.
    —Y dale.

    Al final me asomé al balcón, que da a la parte contraria en donde estaba ocurriendo todo. La policía local cortaba el tráfico para que el resto de efectivos de emergencia pudieran largarse sin complicaciones de la plaza que, desde mi posición, quedaba en la parte trasera de la zona residencial. Me llegó otro wasap:

    —Pobre. Ya sé por qué la han sacado por el balcón. Ahora ya se van todos, ¿no?
    —Sí, hasta los SWAT se van. No veas como te coscas de todo hasta cuando no estás.
    —Pues mira tú, y sin superpoderes.


4/8/22

158. Escombros

    Doble V, allá por el 2006, traían mil millones de maneras de morir y solo una de vivir. Aunque yo creo que hay tantas maneras de vivir como gente campando por el planeta.

    Algunos de esos habitantes, estén donde estén y como yo, puede que guarden en algún lugar privado de la memoria ese lugar o persona que deja en ti una huella indeleble.

    En mi caso fue uno de esos antros que la gente de corrección política señala con el dedo. Esa clase de garito que abre por la tarde y baja la persiana a altas horas de la noche, cuya clientela, para votantes concienciados y gentes de bien, son lo peor de cada casa. 

   Más que un bar, centro de reunión y foro cultural, aquel sitio fue nuestro segundo hogar, en el que bebíamos mientras la música, esa que te haría vomitar, a tus hijos pequeños llorar y a tus abuelos matar de un infarto, atronaba. 

    Nos sentíamos integrados y que formábamos parte de algo. O mejor dicho, parte de algo que nos llenaba de alguna forma. Porque el mundo que nos había tocado vivir, ese de allí afuera que más o menos es igual para todos —para todos los que tenemos algún sitio donde caer muertos—, nos resultaba una puta broma, la más de las veces decepcionante.  

    Sensación que aún dura y con toda probabilidad jamás podré quitarme de encima. Pero ni falta que hace: lo llevo bien.

    Fueron pasando los años; aquel sitio me vio crecer y aprendí. Allí, entre la ebriedad, el humo del polen y la distorsión, se crearon las más insólitas comuniones y los lazos más insospechados, aún hoy anudados.

    Pero nada permanece y el camino que toca seguir es siempre hacia delante. Aquel pequeño local fue derruido y cuando vuelve la nostalgia, solo queda sonreír por los buenos tiempos, pese a que una parte de mí que tenía muy adentro quedó ahí atrás para siempre, entre los escombros. 


1/8/22

157. Último destino estival 2

    Vámonos de vacaciones; hagamos turismo.

    Paseemos por París en una tarde apacible, maravillados por la inmovilidad ficticia de las estatuas humanas. Espantemos palomas en San Marcos de Venecia y creamos que el amor existe. Hagamos un mágico trayecto en góndola bajo los puentes del Sena, y vayamos a Florencia a ver arte, sea lo que sea tal cosa. 

    O visitemos países de encanto prohibido. Claro está, inyectados con las vacunas que en ese país no tienen, que las enfermedades de allí, allí se han de quedar. Y admiremos los templos y el brillo del oro, y en definitiva, las construcciones de lujo insultante. 

    Disfrutemos del paisaje; del idílico reclamo turístico y de exóticos manjares y néctares, obviando, como siempre, las desigualdades sangrantes. Y por supuesto, hagámonos muchas fotos y con una gran sonrisa, al lado de la desgraciada población autóctona, hundida en la miseria.


28/7/22

156. Antigolpe de calor

    En la actualidad, Tesifonte Coscojuela, el surfista esquimal, vive en una zona muy calurosa del planeta, y todavía ha de esperar una semana para que le instalen el aire acondicionado. Pero Tesifonte es un tenaz superviviente que siempre utiliza todos los medios a su alcance para lograr sus objetivos.

    Primero se desnuda y practica una serie de estiramientos de espalda, empezando, como le enseñó su profesora de surf, por la parte cervical y bajando hasta la zona lumbar, ya que la torsión del cuello que debe realizar para colocar su cabeza donde tiene pensado, requiere de un complicado ángulo que castiga la columna con severidad.

    Después de calentar, introduce su cabeza rapada en el estante del frigorífico más apropiado a su altura. Para ello tiene que resituar el acopio de grasa de foca, así como una butifarra negra y otra blanca. Por razones que él desconoce —y yo no lo atribuyo a la etnia— la negra siempre supera en tamaño a la blanca.

    Una vez iniciado el proceso de enfriamiento, Tesifonte empieza a experimentar los primeros resultados. La agradable sensación de frescor en el occipucio, combinada con la sobrecogedora visión en macro del par de símiles fálicos de carne, ofrece al conjunto una peculiar perspectiva bizco-estrábica, solo disfrutable en la más estricta intimidad. En caso de que la temperatura ambiente sobrepase los cuarenta grados Celsius, Tesifonte complementa el antigolpe de calor metiendo los pies en el hueco del cajón bajo del combi. 

     Por último, constatar que como además es previsor, antes de meter la cabeza en el frigorífico, Tesifonte se ha metido la tarjeta sanitaria en la boca, ya que puede distraerse y permanecer ahí más tiempo del razonable, entrando en un estado paulatino de semiinconsciencia y precongelación, que impediría el normal funcionamiento de cualquier órgano destinado, por ejemplo, a marcar el número de urgencias. 

    Así es Tesifonte Coscojuela, el surfista esquimal, de nuevo al límite de un mundo insólito.


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