El día, por la mañana temprano, es ese momento de quietud que tanta falta hace en un mundo acelerado. Luego, a los pocos minutos, los primeros rayos de sol despuntan y es de luminosidad amarilla. Un amarillo radiante que cae sobre nuestras cabezas, a menudo agachadas, llenas de mierda y de cosas que no importan.
Nuestro almuerzo es apresurado porque hemos aprendido a vivir deprisa, y a no llegar tarde a nuestros centros de esclavitud. Llegamos a tiempo para descender al encuentro de ese gusano de acero, largo, gordo y feo, que se detiene y nos engulle en su vientre, después de vomitar cientos de vidas igual de complicadas y estúpidas que las nuestras.
Se pone en marcha con un lamento odioso. Vuelven a mezclarse densos olores y cientos de alientos virales, exhalados de nuestros rostros resignados que no se conocen. No es muy diferente de la vida de arriba. Hacinados en las entrañas de la bestia, miramos sin ver y nuestros cuerpos sudorosos se rozan, se tocan, se sienten, y fingen indiferencia por lo incómodo de esa proximidad invasiva que se repite un día tras otro.
Llega ese momento en que el sol ya no abrasa nuestras retinas. La tarde es una gigantesca presencia roja que se precipita llenando el horizonte. El gusano sigue vomitando y tragando a sus parásitos, pero empieza a imperar cierta desaceleración. La decrepitud sale al exterior a pasear, ajenos a su fase terminal; ajenos a todo mientras son sostenidos por un marcapasos, un bastón o la fuerza de un brazo joven.
Y en contraposición, también deslumbran las auras cegadoras de vidas primerizas. Las mismas que nos sobrevivirán si no mueren antes por un virus de supuesta transmisión animal, el suicidio o la locura de sus iguales.
El gusano de acero se detiene con la muerte del día, y la presencia negra lo llena todo y se cuela por cualquier resquicio, trayendo consigo cánceres ocultos y tentaciones. La noche es el momento de la quietud y la expectación, mientras su oscuridad cobija a sus criaturas silenciosas, dispuestas a abrir puertas prohibidas y orquestar pesadillas.
El día podía ser, en cualquiera de sus fases, el presagio de catástrofes imprevistas.