La persona que, sin temblarle la voz, te dice que vivas cada minuto de tu vida como si fuera el último, no sabe lo que dice. Si vives con prisa cada momento de tu vida por querer ganarle tiempo al tiempo, la espichas en pocos minutos. Vivir sin pausa es de deficientes mentales y no sirve para nada, salvo para que la velocidad se acreciente y acabar en colisión mucho antes de lo deseado.
Durante muchos años de mi vida yo también pensé así, pero ante el inevitable camino a la senectud, voy encontrando un equilibrio. De un tiempo a esta parte, compagino mis selectivos momentos de locura e intensidad con períodos de curiosidad y tiempos buscados de reflexión y letargo.
A veces, y aunque paradójico, siento una desacostumbrada fusión de intranquilidad y hartazgo. Pero solo en esa armonía de intenciones es como devoro y paladeo la vida: no siempre en una inútil carrera contra el tiempo, ni tampoco vivir en una continua languidez propia de las tardes de verano, que transcurren lentas y pesadas como si nunca fueran a tener fin.
En pocas palabras, estoy envejeciendo y creo que estoy madurando. Lo primero, bienvenido sea; lo segundo no me hace ni puta gracia.