21/8/23

267. Reacciones corporales

    «Qué bien», me dije. Otro caluroso día de mortales radiaciones ultravioleta, que caerán sobre nuestras adocenadas cabezas como lluvia ácida. «Qué mal», pensé, cuando me incorporé de la cama con una rigidez rocosa en el cuello, debida a la exposición ininterrumpida al aire acondicionado durante toda la noche. 

    Mientras esputaba como un rumiante y me ofrecía al agua vitalizante de la ducha, una voz femenina que hablaba desde la radio como si me conociera, anunciaba que estábamos en alerta dos en varios lugares de la península. Los viejos, los niños y en especial los gilipollas de las bicicletas y los chándales ajustados, podían morir por una sobreexposición a las abrasadoras temperaturas.

    Yo salí de mi piso sin bicicleta y sin chándal, pero con gorra y gafas de sol, y con la intención de no someterme a un desgaste físico excesivo. La ciudad estaba muy viva a las trece de la tarde, y era innegable que nuestra existencia era una sucesión de ritos convencionales, grabados en piedra desde tiempos pretéritos por el jefe de la tribu. 

    Los edificios tenían fiebre y las calles sudaban, y yo fantaseaba lujuriosos apareamientos con todas las modelos que se insinuaban, muy ligeras de ropa, en las marquesinas de las paradas de autobús. 

    De pronto, al doblar la esquina, vi al Padre Esperancejo, sonriente y con los brazos en jarra, a la sombra de la entrada de su iglesia de estilo neoclásico. No podía creerlo —y más cuando se trata de esa gente—, pero justo en medio de su centro de gravedad aprecié una protuberancia aguda e insolente. No me extrañó que las dos feligresas sexagenarias con las que hablaba, también sonrieran en un estado de profunda espiritualidad. Sin duda, aquel hombre lúbrico de dios, estaba experimentado en cuerpo y alma la indefinible sensación de libertad que ofrece el estar desnudo bajo el hábito.

    «Amén», me dije también sonriente, y continué mi andadura tranquilo y confiado, evitando las excrecencias achicharradas de perro y respirando la combustión de gasóleo. De improviso, unas gotas transparentes y viscosas al tacto tan pronto me las quité, me cayeron en el brazo. En un primer momento pensé que sería otra mierda; pero no. Alcé la vista y reparé en el balcón de un primer piso, en el que asomaba una arrebolada lolita con el rostro desecho de satisfacción, y sin lencería alguna que cubriera su entrepierna candente y húmeda.

    Desde luego, este verano estaba resultando ser de lo más sorpresivo y excitante.


   


17/8/23

266. Mediana edad

    Verano caluroso e interminable. La persona de mediana edad se despereza en la habitación de su niñez. Ese lugar al que pensaba que nunca regresaría. Tiene calor, pero no hay ventilador ni aire acondicionado. Hace mucho que no trabaja. Tampoco le queda más tiempo del que empleó en la escuela, en el bachillerato y en la carrera universitaria para conseguir una formación sólida de futuro.

    O de lo que sea.

    La persona de mediana edad se siente engañada. También piensa demasiado, y es que tiene mucho tiempo para pensar. En sus mejores días también actúa y acude a varias entrevistas de trabajo. Pero los días pasan y su teléfono nunca suena. Quizá es que ella es un poco fea; a lo mejor es que él es un poco gordo. O puede que ya es demasiado vieja para el mercado laboral, pese a que ahora resulta que se es joven para jubilarse a los sesenta y cinco.

    Empieza a no entender muchas cosas.

    Para engrosar la cifra de parados no hubo problema. Aunque tuvo que hacer una cola interminable y responder hasta del color de su ropa interior. Mientras su licenciatura amarillea, la persona de mediana edad subsiste con una prestación ridícula, y a menudo se pregunta dónde quedaron sus sueños.

     Como cada día la persona de mediana edad se asoma a la ventana, cuyo cristal tiñe de sangre el sol púrpura de un ocaso cercano. Hace mucho que mira sin ver, retraída en algún lugar del que nunca habla y del cual un día no regresará, porque todo cuanto le rodea le parece cada vez más lejano e irreconocible. Tanto como la vida que antes le sonreía.


14/8/23

265. De madrugada

    Ya es lunes de madrugada. Pesadez de párpados, ojos cansados y otro libro leído. Por cierto, en este mismo momento de quietud y soledad, os comunico que la mierda aviar es corrosiva. Más de lo que creía, quiero decir. Tardé demasiado o no limpié demasiado bien la defecación que cayó sobre la funda de mi libro electrónico. Justo en la zona de impacto hay una merma sólo perceptible si miras con lupa. 

    Tampoco es de extrañar. Fijaos lo que hacen las deposiciones venidas del cielo, con la pintura de las carrocerías, las estatuas y las fachadas de los edificios, si permanecen sobre ellas el tiempo suficiente. Todo se deteriora de una forma u otra. Nada permanece, la corrosión es real y la mierda es ley.

    La noche muere con lentitud al mismo tiempo que la mañana nace. Mientras, Gutalax llena mi santuario con sus cadencias de retrete y aguas residuales, no aptas para gente prejuiciosa y sensible. Con total carencia de escrúpulos me advierten sobre las malas artes de la industria alimentaria. Sin duda te escribo en una particular noche de asociaciones, y eso que el perro del vecino lleva días sin hablarme. 

    Quizá la fuerza oscura se ha buscado otro cuerpo en el cual manifestarse; quizá algunos todavía recuerdan los estragos cometidos por El Hijo de Sam. En cualquier caso, para no acabar abundando en el guano y la gallinaza —que nunca se sabe—, os deseo buenas noches, o buenos días para quienes el lunes será más una maldición que un proyecto.

    Para el resto, feliz insomnio o estado de catalepsia.




10/8/23

264. El negro blanco

    En estos tiempos calurosos en los que priman los bronceados y los cánceres de piel, os recuerdo que un día estival como hoy, hace ya unos cuantos años, nos comunicaron por televisión, prensa y radio, que murió el negro que logró cambiar su color cutáneo por el blanco. Nos hicieron creer que dejó de compartir el mismo plano existencial que nosotros, pero no es así. Lo que ocurre es que se volvió traslúcido de tanto combatir el vitíligo que lo aquejaba. Sigue en este mundo, en nuestras vidas, solo que su blanco radiactivo ha adoptado una longitud de onda imperceptible para la retina humana.

    El perro del vecino me lo ha dicho y me ha dictado esta entrada. Y yo creo antes a un animal que a un humano. 

    Vosotros veréis.



7/8/23

263. Extraño agosto

    Escritorios vacíos, teclados mudos y monitores apagados. Libretas cerradas y bolígrafos olvidados en un cajón. Ideas en pósits que no llegarán a más. 

    La vieja máquina de escribir se para en agosto y dejan de contarse historias por la red. No hay paciencia ni dedicación: tan sólo falta de energía y estímulo. En este mes extraño pocos se asoman a la ventana a medianoche, cuando la distorsión de las guitarras eléctricas hiere la oscuridad desde tejados lejanos. Sólo unos pocos transitamos por zonas prohibidas para adentrarnos en la tiniebla, cuando el plenilunio auspicia esos matices secretos, húmedos e inconfesables. 

    Muchos no tienen nada que decir en agosto. Demasiada carga mental o ausencia de todo, los empuja a desprenderse de sus grilletes y a escapar. Por lejos que sea nunca consiguen traspasar los barrotes de oro: así de grande es nuestra prisión. 

    Quizá es que todavía no están lo bastante locos. No sienten la pulsión interior que te ahoga con la pasión de la música. No oyen la voz cavernosa de la fuerza oscura, que a través del perro del vecino repite como un mantra: «escribe, escribe, escribe...». Todavía no han alcanzado el nivel adecuado de enfermedad y obsesión.

    Cuando volváis serán vuestras musas las que os den la espalda.



3/8/23

262. Peligro en la playa

    Pese a que tengo predilección por la montaña, estaba dejándome mecer por las frías aguas de la Costa Brava. Estaba yo lidiando con la corriente de resaca, sopesando la posibilidad de rendirme y dejarme arrastrar mar adentro, o bien agitar los brazos en señal de socorro, para que alguna vigilante tetuda fuera a por mí si no lo hacía antes el tiburón tigre. Había otros tantos inconscientes que se pasaban por el forro testicular las advertencias de Mitch. 

    Estaba yo fascinado con la embrujadora tonalidad oscura del agua, de un ligero verde grisáceo, como lo estarían todas las féminas de la playa si yo fuera Aquaman, dispuesto a cubrirlas con mis músculos de acero y llenarlas de dicha con mi gran polla marina. Estaba yo delirando, joder, porque estaba a punto de hundirme, cuando decidí regresar a la orilla nadando en paralelo a la playa, abriéndome paso entre orina humana, medusas hostiles, algas y sal marina.

    Estaba a salvo en una playa mediterránea no muy masificada, con la debida protección solar y bajo la indispensable sombra. Por la superficie incandescente transitaban esclavos de mediana edad, jubilados arrugados y anatomías tan diversas como las reacciones que provocaban al contemplarlas. También había más de un centenar de pequeñas y laboriosas criaturas con gorritos demasiado grandes para sus cabecitas, inmersas en sus arenosas obras arquitectónicas con sus rastrillos y palas de plástico, comunicándose entre ellas con alaridos de animal asesinado.

    Entonces, un ser alado que no pude identificar, se cagó justo encima de la funda que protege mi libro digital, y descubrí la esencia de lo imprevisible y lo poco que controlamos todo. 

    Tal vez incluso podría cruzarme con Eva María.

    


31/7/23

261. El desempleado

    En el centro comercial es donde el desempleado se toma su café con leche. Hoy dispone de unas monedas y decide aprovechar. Las mañanas de julio siguen siendo cálidas pese al descenso de las temperaturas. Nada parecido a su estado anímico, piensa.

    En el centro comercial hay un bar y una zona de recreo. El desempleado recuerda cuando en el bar podía comprar droga blanda y una de las drogas más duras que existen. Nadie se molestaba por ello, a no ser que consumieras la droga blanda dentro del establecimiento, puesto que hace años que está prohibido. También hay opio visual, prensa sectaria de derechas y prensa tendenciosa de izquierdas. 

    Hace tiempo que esto último dejó de importarle.

    Más allá, en la zona de recreo, por un euro hay un caballito que trota durante medio minuto y un cochecito que no va a ninguna parte. El desempleado ve cómo una madre castiga a su hijo pequeño. Ni él ni el pequeño saben si es por caerse o por caerse donde no debe. Al parecer, el niño llora por la bofetada, no por la caída. El desempleado piensa que la madre está amargada. Luego cree que es estrés. Puede que el padre del pequeño también sea un parado de larga duración, y el recibimiento que le espera a la madre es más de verdugo que de marido. Pero qué sabrá él. Los que sí deben saberlo son los vecinos. Esos que siempre callan porque nadie es valiente. 

    Ahora son las once. En el centro comercial hay unos cuantos guardias de seguridad. Dos de ellos recelan de una mujer y una niña que hurgan en los contenedores de basura. Al verlos, el desempleado se pregunta cuándo agotaron su dignidad, cuánto tiempo le queda a la suya y cuándo empezará a experimentar la verdadera desesperación. El desempleado intenta no pensar en ello, pero no puede evitar un estremecimiento cuando ve al tipo de al lado vaciar su cartera en la máquina tragaperras como agua por un sumidero.

    En un acto reflejo, uno de los guardias se lleva la mano al pinganillo de la oreja izquierda. Al momento siguiente le hace un gesto a su compañero y ambos echan de malos modos al mendigo enjuto que hay en la entrada. Han recibido una orden, y es que hay cosas que no se pueden tolerar.

    Ahora, el acceso al centro comercial está limpio, que es lo importante. Listo para que su interior sea transitado por cientos de personas entrando y saliendo con sus alegrías y tristezas; sus triunfos y sus derrotas. De repente, el desempleado siente unas ganas imperiosas de largarse de allí. Ya no es por la música ambiental, ligera y nauseabunda. Ni por sus grandes cristaleras por las que entra un sol que abrasa las retinas. Tampoco por el rumor odioso de las rampas eléctricas descendiendo a las entrañas del complejo. Ni por los tubos serpenteantes de ventilación vomitando todo tipo de inmundicia microscópica.

    Echa de menos algo a lo que aferrarse. Puede que una mujer que no lo deje cuando las cosas vayan mal; una amistad que no le dé la espalda; un trabajo de más de dos semanas; fe en algún dios, en algún equipo de fútbol. Ese tipo de cosas que hacen la vida más llevadera a las ovejas del rebaño más afortunadas que él. Y es entonces cuando llega la tristeza, cada vez más aplastante. La misma que devorará a familias que dejarán de ser tales antes de que acabe el año. A mujeres solas, rotas por dentro. A hombres solitarios y desengañados. A escandalosos niños y niñas que descubrirán demasiado pronto el sabor de sus lágrimas. A  risueños chicos y chicas que nunca podrán emanciparse. Y hasta a los viejos y viejas que les robaron el parque que ahí hubo una vez.

    Así es como vuelve el desempleado a su piso minúsculo, pendiente de desahucio, bajo el sol resplandeciente de julio. Sin nada que perder y nada que esperar. Cada día más pequeño, caminando por la acera rota dirección a su barrio empobrecido y deprimente, de papeleras quemadas por adolescentes descreídos. Esquivando las cagadas de perro y evitando las miradas como la suya, abismos de incertidumbre.



27/7/23

260. La mutilación

     Yo estaba explotando burbujas de embalaje, muy concentrado e inmerso en mi propia sudoración, cuando de pronto llegó hasta a mí un intenso alarido de contratenor, que hizo temblar todas las cristaleras del edificio en el que vivo. En un principio creí que se trataba del bebé poseído de los vecinos, o de un nuevo intento de los padres de exorcizarlo. Pero agucé el oído y determiné que el grito, también prolongado, provenía de la habitación en la que se encontraba Escarolo, mi compañero de piso. 

    De inmediato fui a su encuentro, y con voz balbuceante me dijo que se había triturado la mano derecha al poner en marcha el ventilador. Yo no podía dar crédito a semejante delirio, puesto que todos los ventiladores, sobre todo los domésticos, tienen una reja protectora. Supuse que todavía estaba asimilando el resultado de las recientes elecciones del 23J, ya que Escarolo vive en verde, piensa en verde y siente en verde. Y quizá caga verde aunque no es vegetariano.  

    Pero en efecto, hostia y joder, la piel, los huesos y cartílagos que antes constituían la mano derecha de Escarolo, estaban pegados a la hélice del ventilador, que giraba a pleno rendimiento en una especie de centrifugado grumoso y sanguinolento. Era lo más parecido a una tapa de callos a la madrileña estrellada contra el suelo. «¡Ya podría haber sido la mano izquierda, cojones!», sollozaba Escarolo. «¡Seguro que han sido los comunistas y sus medios de comunicación los que han saboteado el ventilador!». 

    Yo estaba de veras sobrecogido ante la gravedad de la situación, mientras que Escarolo, más desquiciado que doliente, agitando su mutilación en alto y encharcando el suelo con su sangre castiza, exclamaba: 

    «¡Cómo mierda voy a hacer ahora el saludo romano en condiciones!».



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