3/7/25

451. Amor pubescente triangular

    Mi primera novia, a quien llamaré Bonifacio para preservar su identidad, no era guapa, pero estaba muy desarrollada para su edad. A los trece años, su cuerpo tenía curvas precoces y armoniosas que evocaban bellas melodías en quienes lo contemplaban.

    Yo tenía un año más que Bonifacio e íbamos al mismo colegio. Una gélida mañana de enero, Bonifacio se acercó a mí durante el recreo y me confesó que mi gorro era muy bonito. Casi sin pensar, le dije nervioso y azorado que su bufanda era aún más bonita. Luego, le propuse cambiarla por mi gorro. Aquella bufanda desprendía un olor revitalizante, semejante al de la tierra recién regada por la lluvia. Desde ese día, siempre que el cielo llora, me acuerdo de Bonifacio.

    Los fines de semana salíamos en pandilla a deambular por las calles, plazas y parques de la ciudad. Esto era un síntoma inequívoco de que no teníamos nada mejor que hacer. En una de aquellas excursiones, Bonifacio me cogió de la mano y me separó del grupo. Estaba anocheciendo y nos sentamos en el borde de la acera. Justo cuando el manto de la noche engulló la última luz del atardecer, se acercó y me besó en la boca. Fue mi primer beso. Desde aquel instante imborrable, me quedé perdidamente enamorado de Bonifacio y mi persona y espíritu quedaron a su merced.

    Como corresponde a nuestra naturaleza hetero, Bonifacio y yo fuimos novios casi durante un año. En ese intervalo de tiempo, ella vino a mi casa y yo a la suya. Allí conocí a su madre y a su padre. Este último tenía un parecido muy acentuado que iba más allá del lógico consanguíneo. Ambos tenían la misma frente ancha, curvada y despejada como el capó de un 600, y el pelo les nacía cerca del colodrillo. En el caso de su padre era calvicie y en el de ella un remoto rasgo de belleza primitiva, además de sus diminutas orejillas de trasgolisto y sus enormes incisivos centrales de castor. Estos sobresalían de manera amenazadora, impidiendo cerrar la boca y requiriendo una ortodoncia.

    En un principio, pudiera pensarse que la naturaleza fue especialmente cruel con mi novia y su papá. Pero no es así, porque la naturaleza les dio rasgos propios: ella no tenía bigote y a su padre no le crecía el pecho. Todas las veces que iba a casa de Bonifacio nos encerrábamos en su cuarto. La mamá y el papá de Bonifacio enseguida me calaron y me consideraron un niño inofensivo. De hecho, lo era, por lo que jamás mostraron oposición al respecto.

    Mientras ellos hacían cosas de mayores, mi novia se tumbaba en su cama y yo intentaba tumbarme sobre ella, pero no lo lograba. Entre risas y con movimientos firmes, me obsequiaba cariñosos empujones que me enviaban rodando al suelo. Sin embargo, yo perseveraba obedeciendo a mi ímpetu de amor pubescente. En una de esas ocasiones, cuando ella descuidó su guardia (creo que lo hizo a propósito), logré tocarle una teta por encima del sujetador, la camiseta de algodón y el recio jersey de lana.

    Se acercaba el verano y, como cada año, Bonifacio y su familia irían a Mallorca a disfrutarlo. Ante semejante realidad, cruda y fatídica, mi tristeza aumentaba a medida que se acercaba la fecha inminente. Me preguntaba repetidamente, con hondos suspiros, qué sería de mí durante todo un largo y cálido verano sin mi novia. Una tarde le comuniqué mi profundo pesar respecto a su partida. Ella, por el contrario, más que contenta, parecía exultante, y para apaciguar mi desasosiego me dijo que me tranquilizara. Que había urdido un plan.

    El plan de Bonifacio, que era intrincado y asombroso para su edad, consistía en buscarme una novia de repuesto durante las semanas que estaría sin ella. La elegida era una amiga cercana a la que llamaré Clodomiro para respetar su anonimato. Bonifacio me explicó que había hecho creer a Clodomiro que yo estaba colado por ella y que íbamos a cortar. Esto, sin pensarlo demasiado, no me gustó nada. Las crueldades y mentiras del amor son imprevisibles, y a menudo se revelan contra quien las utiliza. Además, aunque durante muchos años obedecí a mi condición de hombre simple y primario y defendí aquella frase que dice que todo agujero es trinchera, solo pude contestar con un no; yo no era ningún puto.

    Bonifacio, con una réplica que creo que tenía bien estudiada, me dijo que no se trataba de ser un gigoló, sino de ser una persona admirable que transmitía amor a otra persona bondadosa que lo necesitaba. Además, añadió que Clodomiro, a quien yo solo conocía de vista, estaba conforme con su papel de novia sustituta. Un punto a favor de aquel guiso desaguisado era que Clodomiro era guapa. Sin embargo, sus futuros encantos corporales no estaban solo dormidos, sino más soterrados que la lava de un volcán muerto. Bonifacio terminó diciendo que si yo aceptaba ese plan, ella se sentiría menos culpable de sus posibles ligues en Mallorca. ¡Ajá!, pensé, ¡criatura diabólica y manipuladora!, ¡así que se trata de eso!

    No obstante, Bonifacio empleó sus prematuras artes de mujer para convencerme. Me prometió que, cuando regresara, me recibiría con un largo beso con lengua. Esto sería el anticipo de un tórrido apareamiento auténtico y sin ropa. ¡Madre mía! ¡Un beso con lengua y un apareamiento auténtico sin ropa! ¡Por fin! Mi relación con Clodomiro duró apenas una semana, puesto que no prosperó de acuerdo con el plan. Más que romper de mutuo acuerdo, fui yo quien tomó la ardua decisión de hacerlo. No estuvo bien, pero valga esta débil justificación: era un crío.

    Cuando Bonifacio regresó de Mallorca, no dudó en darme de tacón como si yo fuera un mero objeto. Esto fue porque no cumplí con mi parte asignada en esa desastrosa maquinación. Aparte, según ella, hice daño a Clodomiro, que era una de sus mejores amigas.  De todas formas, extraje una valiosísima lección sin fecha de caducidad de este tragicómico triángulo amoroso. Esta lección me ha servido para estar a la altura de todas las relaciones que vinieron después.

    Clodomiro me enseñó que los besos con lengua son húmedos y multidireccionales, y no con la lengua inmóvil y pegada al alveolo del paladar de la chica, como me había hecho creer Bonifacio, mi primera novia.




30/6/25

450. RF 2025 (Final)

     Dejó de sonar el último acorde de la última actuación del festival, por lo que regreso a mi bitácora y también a las vuestras. La máquina de escribir vuelve a arrancar y la pantalla del ebook se ilumina para reanudar las lecturas. Y cómo no, por poco que pueda, volveré a estar allí. 




26/6/25

449. RF 2025 (Inicio)

    A quien interese, desde el día 26 hasta el día 29 de este mes estaré en cuerpo y mente en el RF 2025. Lo que significa que, durante ese intervalo de tiempo, ceso mi actividad en bitácoras ajenas y en la propia. No obstante, me acordaré de vosotros en los aullidos de los trémolos.



23/6/25

448. Inicio de verano con MDB

    Desde la entrada número 238 que no traía por esta bitácora a los Moscow Death Brigade. Esta vez vienen con su mascota reivindicativa y antisistema, inspirada en el logo de cierta marca francesa muy conocida.

    El simpático reptil, sin pasamontañas pero con gafas de sol, acompaña al trío ruso en todas sus correrías nocturnas y diurnas, con un radiocasete a pilas, una cizalla y un monopatín. Lo primero es porque la música nunca puede faltar, haga lo que se haga. Lo segundo es por si hay que sabotear el tendido eléctrico de alguna zona estratégica estatal, inutilizar alguna alarma o abrir alguna puerta prohibida. Y lo tercero es por si hay que salir zumbando a causa de lo segundo.

    Por lo visto, en la vida real no se llevan muy bien con el presidente de su país. Y hasta el día de hoy, sus identidades siguen siendo un secreto incluso para sus seguidores.

    Hace dos años y medio tocaron en una sala de mi ciudad. Después del magnífico concierto que dieron, tuve la oportunidad de intercambiar unas palabras amistosas con su mascota. Cuando se encuentra cerca, uno puede pensar que se va a abalanzar sobre cualquiera con toda esa amenazadora bocaza repleta de dientes. Pero al tercer chupito te das cuenta de que es un animal de paz, aunque muy comprometido con la causa.

    De modo que no te intranquilices si te enteras de que tocan en tu ciudad. Lo único que puede pasar es que, al día siguiente, no funcionen los ordenadores del banco, del ayuntamiento, de la Policía o el SEPE. Pero, sin que parezca intencional, tu ciudad también lucirá un nuevo y bonito grafiti marca de la casa, MDB.

    Nada como recibir el verano con un grupo musical de la fría Rusia.




19/6/25

447. Mundo en un mundo

    En 2008 se inauguró un centro penitenciario ubicado a cinco kilómetros y medio de donde vivo. Cuando tan solo era un proyecto, recuerdo que las masas ciudadanas de los alrededores manifestaron su disconformidad al respecto. A mí me la sudaba bastante. Quizá en parte porque he tenido a un familiar cumpliendo condena y no es una tragedia abrumadora. O sí.

    Muchas personas de mi entorno y más allá empezaron a elucubrar, con o sin acierto, sobre todo lo que envuelve al oscuro mundo carcelario. El cual queremos bien lejos, puesto que choca con la supuesta normalidad del nuestro, pero que, a poco que nos fijemos, propicia igual o superior rechazo.

    Y las gentes de bien, y las que no lo son aunque nunca cruzarán la línea roja, se volvieron paranoicas, e imaginaron que el bienestar de sus vidas y la inocencia de sus retoños serían amenazados por presidiarios sanguinarios y psicópatas que en cualquier momento podrían burlar su encierro.

    Esos ciudadanos integrados y obedientes, además, olvidaron que la persona que puede cambiar tu vida a peor, o acabar con ella directamente, también puede ser el amable vecino como la risueña vecina que cada año te desea feliz Navidad. Nadie escapa de perder la cordura en un momento dado si se activan los resortes adecuados.

    Pero llegó un día en que el centro penitenciario se hizo realidad. Y la primera vez que abrió sus puertas no fue para recibir a los malos y a los que nadie quiere cerca, sino para los que tuvieran a bien ir a visitarlo. Y resultaron ser legión, os lo aseguro. No estuvo nada mal para un sitio del que nadie quería sentir ni hablar.

    Einstein tenía razón, sin duda.




16/6/25

446. La Pepi y la Jeny

    La Pepi y la Jeny son como el Gordo y el Flaco, pero no por la fama ni porque hagan reír. Bueno, a veces sí que hacen reír, pero no con la genialidad de Stan y Oliver. Aunque creo que lo de ellas, en la vertiente cómica, también es innato.

    Hasta donde yo sé y he visto, la Pepi y la Jeny viven separadas, pero todo lo hacen juntas. Es decir: casi todo lo que pueden llegar a hacer juntas dos personas que son amigas, a excepción del sexo y la defecación. Porque si tienen sexo entre ellas y defecan juntas, ya no son amigas, sino otra cosa o algo más. Y que nadie me pregunte qué, porque no tengo ni puta idea.  

    Por supuesto, tales necesidades biológicas e irrenunciables, ni me incumben ni me interesan cuando van más allá de mí mismo. Que cada cual se acueste con quien quiera y cague en soledad o en compañía. Pero a las cosas por su nombre, aunque yo desconozca, por ejemplo, cómo se llaman ellas dos. 

    La Pepi y la Jeny visten con su propio estilo. Ahora que estamos a mediados de junio, se colocan la visera de la gorra en la nuca, y así lucen las enormes gafas de sol con las que se cubren más de la mitad de la cara. No son menos las camisetas de Dragon Ball que llevan, más holgadas que las de cualquier rapero. Aunque realzan sus figuras cincuentenarias cuando son estrechadas por la cintura gracias a las abultadas mariconeras que usan.

    Todo lo anterior, conjuntado con unas coloridas mallas pirata, rematadas, a su vez, por unas sandalias de marca indeterminada y que ya no se fabrican, creo que desde 1989. Pero dejan entrever, con nitidez, unas uñas pintadas cual teclas de piano. Encima, cuando irrumpen en el súper con los bastones de senderismo sobre el hombro, como si fueran fusiles de asalto, es lo más.

    La Pepi y la Jeny, en sus años mozos, ¿quizá fueron dos reputadas chonis poligoneras? Y qué si lo fueron. La Pepi y la Jeny son auténticas, porque a la autenticidad de verdad se la suda nuestra opinión. Por eso me caen bien, a pesar de que anteayer me dijeran que las camisetas que suelo llevar (como la de Exhumed que llevaba ese día) son muy feas y no hay quien las entienda.



12/6/25

455. La protuberancia

    Sin pretenderlo, este tipo de entradas va camino de convertirse en un clásico en esta bitácora. Y es que hoy mi andadura peatonal ha sido a media mañana por el paseo del centro. Poca energía verde, nada de caminos terrosos y nulos estímulos al misticismo. Pero sí mucho alquitrán y cemento, como tanta disonancia urbana orquestando las idas y venidas de la gente. Ya sabéis: la bendita ciudad en todo su decadente esplendor.

    Sin ser yo un replicante, he visto una cosa que vosotros no creeríais. Y no me refiero a que los ciclistas, motociclistas y usuarios del patinete eléctrico, por fin hayan decidido respetar las normativas de seguridad vial. No. Ni que los peatones, de igual forma, hayan accedido a cruzar la calzada, no solo por el paso de cebra, sino cuando su semáforo se pone en verde. Tampoco. Todos ellos, para desgracia del tránsito calmo y mi paciencia, continúan siendo los mismos subnormales de siempre. Y siguen provocando sustos, accidentes y ganas de arrollarlos.

    Luego aún habrá quienes se extrañen de las loables conductas sociales de mis amigos Demenciano y el Loco. Ver para creer, joder, ver para creer.

    A lo que me refiero es que he visto a un tipo de mediana edad, cuyo vientre no solo iba más allá de la conocida barriga cervecera, sino más lejos aún que el vientre femenino durante el noveno mes de gestación. Tal era su protuberancia que ni siquiera podía bajarse el jersey para cubrirla. Lo más desconcertante de esa anomalía anatómica no era el tamaño, sino la forma.

    A saber qué habrán pensado el resto de asombrados viandantes. De buenas a primeras, yo he imaginado que era un xenomorfo a punto de nacer, lo que siempre es una excelente noticia para los que deseamos la completa erradicación de nuestra especie. Pero luego he recordado que los xenomorfos se autoalumbran por el tórax, sea cual sea el infortunado huésped. 

    De modo que, muy a mi pesar, debe tratarse de una gigantesca hernia abdominal manifestándose en forma de tienda tipi.



9/6/25

454. Aquel verano del 86

    Es usted la primera periodista que viene a visitarme, y ya le digo que no pienso cambiar una sola palabra de mi declaración. No lo hice antes ni lo haré ahora, me crea o no. Recuerdo muy bien lo que ocurrió y lo que vi, pese a los treinta y nueve años que llevo tras estos barrotes. Era él, ¿de acuerdo? Y nada me hará cambiar de parecer.

    No piense que lo conocí durante una noche de tormenta o algo similar. Nada de eso. Jamás he creído en semejantes bobadas hasta que sucedió lo que me condujo hasta esta celda. Pero si quiere escribir un libro sobre mi caso, tendrá que ser con lo que yo le explique, y no podrá cambiar una sola palabra. Bien, póngase cómoda y tome nota.

    Verá, por aquel entonces yo iba de ciudad en ciudad con mi caja de herramientas y poco más. Siempre había alguna vivienda con una persiana atascada, un electrodoméstico que no funcionaba o un fregadero embozado. Era un superviviente, ¿comprende? Arreglaba cosas y con lo que ganaba me bastaba para pagar la estancia en la pensión más barata que encontrara. Nunca he sido una persona de lujos.

    Todo empezó en el verano de 1986, en una diminuta localidad de Arizona. Hacía un calor de mil demonios, y hasta bien entrada la noche el aire era un abrazo de fuego capaz de derretir todo lo que encontrara a su paso, puede estar segura. Un día de aquellos entré en el primer bar que encontré. No me pregunte el nombre porque no lo recuerdo. Solo quería relajarme y echar unos tragos hasta que se pusiera el sol.

    En aquel momento no había muchos clientes. Únicamente cuatro o cinco semblantes resplandecientes de sudor, que me observaron por un segundo y retornaron a sus bebidas. Y otros tantos cuerpos del todo indiferentes, que parecían licuarse lentamente en su propia inmovilidad. Y no los culpo, de veras. Los ventiladores del techo estaban en marcha, pero nada se movía allí dentro, salvo el tiempo que transcurría a cámara lenta. Era como estar en el espejismo febril de un muerto de sed, no sé si me entiende.

    Entonces la vi, apoyada en una de las columnas del fondo del bar. Joven, morena y del todo cautivadora. La insolencia erótica de sus curvas moldeaba un vestido corto y ajustado que la hacía poseedora de una belleza salvaje como no he visto en ninguna otra. La sentí a años luz de mis posibilidades, y créame si le digo que este anciano que le habla, en sus buenos tiempos, era un tipo de lo más apuesto que apenas requería esfuerzos para llevarse a una mujer a la cama.

    Como nunca he tenido miedo al fracaso, decidí intentarlo y, qué quiere que le diga, pasé con ella la mejor noche de mi vida. Antes de dormirnos, ya de madrugada, quedamos en volver a repetirlo. De hecho, y jamás me había pasado con ninguna otra, ya no imaginaba vivir un solo día sin ella, y cuando me desperté a media tarde y vi que no estaba a mi lado, tuve una sensación de abandono que aún dura.

    En los días que siguieron, la obsesión por aquella mujer empezó a devorarme sin que me diera cuenta. Por mucho que preguntara por ella y me prodigara en describirla a cuantos clientes hubiera en el bar, todos respondían con negativas y evasivas. Yo siempre era el último en salir, y cada noche regresaba solo a la pensión, más abatido que el día anterior e incapaz de conciliar el sueño.

    Por si fuera poco, todo cuanto hacía para ganar algo de pasta salía mal. Era como si, con su desaparición, también se hubiera esfumado la buena suerte que siempre me ha acompañado. Y de pronto ya no quise verla, ¿me entiende? La odiaba con toda mi alma. Y cuanto más mal le deseaba a ella, más enfermo me sentía yo. Entonces no sabía hasta qué punto aquella mujer había envenenado mi mente, pero sí sabía que había llegado el momento de irme tan lejos como pudiera de aquel maldito lugar.

    Como otras veces, solo tendría que hacer autostop y algún que otro conductor pararía, dispuesto a llevar a un tipo de aspecto cansado que viste un mono de trabajo y carga con una caja de herramientas. Pero antes, decidí ir al bar a echar un último vistazo y hacer unas últimas preguntas. No me pida que le explique por qué, pero tenía que hacerlo. Solo sé que tenía que hacerlo.

    Así que entré, dispuesto a no quedarme mucho rato. Y ahí estaba ella, única y magnífica, junto a un tipo cuyos dedos mugrientos sostenían un cubito de hielo que paseaba por donde, tres semanas antes, yo había dejado mi aliento y mis besos con total devoción. Entonces ella me miró, desafiante y altiva, mientras el cubito de hielo se deshacía en su cuello en lentas gotas descendentes.

    Ya sabe lo que vino a continuación, ¿me equivoco? Pero lo contaré de todas formas. Me abalancé sobre ella empuñando la llave más pesada que llevaba en la caja de herramientas. Y la golpeé una y otra vez hasta matarla, y aun así seguí y seguí hasta que de su rostro no quedó nada. Y ahora es cuando viene la parte increíble de la historia, señorita. Y no me refiero a que la clientela del bar no hiciera nada por detenerme. Supongo que debían estar todos bastante horrorizados como para reaccionar.

    Salí del bar salpicado de sangre hasta la cintura, y empecé a andar hasta que dejé de oír los gritos de los testigos. Dos calles más abajo, me acerqué a una boca de incendios que perdía agua. Cerré los ojos y me mojé la cabeza y la cara como en un bautismo, hasta sentirme… cómo lo diría… purificado. Y cuando los abrí, ella estaba en la acera de enfrente, apoyada en una farola y sin quitarme la vista de encima.

    Por supuesto, tampoco me creerá si le digo que me señaló con ademán condenatorio mientras echaba la cabeza hacia atrás y se carcajeaba con desprecio bajo aquel sol infernal, ¿verdad? Ni cuando en ese momento sentí como si ella me arrancara algo de muy adentro que nunca más volvería a pertenecerme. ¿Sabe a qué me refiero, señorita? Sí, lo sabe, pero no se atreve a decirlo.

    Dígame, ¿cómo se explica que a los dos días de mi supuesta barbarie, el cadáver de la mujer desapareciera de la morgue y todavía, después de tanta búsqueda exhaustiva, no haya rastro de él? Ja, ja, ja, yo se lo diré: no es posible encontrar al diablo. Siempre es él quien te encuentra, sobre todo cuando tiene hambre. Y en mi caso vino a mí en una de sus múltiples formas femeninas.

    Sigue sin creerme, ¿no es cierto? Haga una cosa: viaje hasta Arizona el próximo verano y vaya a la dirección exacta donde se encuentra la farola donde la vi a ella por última vez. Procure estar presente en el día y la hora precisos en los que presuntamente enloquecí, y trate de ver lo que vi yo, segundos antes de que uno de los agentes de policía me introdujera en la parte trasera del coche patrulla.

    Verá, si se atreve, lo que veo yo todas las noches desde aquel día cuando intento dormir.

    Verá una serpiente desapareciendo bajo los pliegues de un vestido tirado en la acera.


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