30/1/23

209. De olores y hedores

    Cuando tengo días libres en los que no tengo que vender mi tiempo en mi centro de esclavitud, realizo incursiones peatonales por las arterias de la ciudad. Ya sea para realizar ciertos experimentos, recargar mi espíritu o dar con el estímulo adecuado para futuras entradas. En cualquier caso, sea el día y la hora que sea, la urbe es un hervidero de historias esperando ser contadas. 

    Infinidad de veces me he cruzado con personas —la mayoría mujeres de entre cuarenta y ochenta años— que por rápido que caminen según su edad, y renegando de desodorantes, llevan consigo ese tipo de densa fragancia que impacta en mi sentido del olfato como una hostia bien dada en plena cara.

    Entiendo que queramos dar buena impresión, no solo en el sentido visual, sino también en el olfativo, amén de que hay emanaciones corporales que conviene disimular o anular. Y nada sé de colonias y perfumes, salvo que la mayoría de veces, algunas más que algunos, utilizan esos productos de nombres ridículos con el fin de desprender un efluvio agradable, cuando hieden como si se hubieran rociado en exceso con equivalentes a Eau de Cloac y Eau de Sobac



26/1/23

208. Lecciones valiosas

    Yo tenía dieciocho años cuando fui seducido por una compañera de aula de idéntica edad, bella como su mismo nombre. No es que fuera meritorio que Estroncia me sedujera, pues por aquel tiempo remoto yo consideraba que todo agujero era trinchera, por lo cual me mostraba predispuesto y accesible a todo acercamiento e insinuación de cualquier persona que tuviera vagina. 

    Además, el clamor popular comentaba que Estroncia no era una chica que gustara de conquistas difíciles, y sabedora de que en su entorno estudiantil la circundaban más capullos que los que se abren y colorean el campo, se alejó del esfuerzo y me eligió a mí, fácil capullo entre los capullos más fáciles.

    Estroncia se exhibió ante mí en una danza revestida de erotismo intencionado, y en menos de diez minutos me tuvo a su merced. Cual fiel lazarillo impulsado con la única voluntad de una libido creciente, obedecí cuando me pidió que la llevara a una planicie alejada cuatro kilómetros del pueblo, donde, bajo el resguardo de verde floresta, se desataban todo tipo de apetencias carnales.

    Detuve mi viejo coche de segunda mano en una zona que confería la suficiente intimidad, como para que Estroncia y yo liberáramos nuestras energías y nos fundiéramos en un torbellino de arrobamiento. Pero entonces, pasados unos minutos, ella retiró su calurosa mano de mi bragueta reventada, vistió su pecho encendido, y dijo que no podíamos continuar; no podía ser; no podíamos hacerlo. No.  

    Aquellas palabras enfriaron mi corazón como el hierro candente sumergido en agua, y un pesado manto de silencio acalló los inquietantes sonidos del bosque. Entonces, Estroncia me pidió, con la seguridad y firmeza de quien ha ganado todas las lides, que la llevara de regreso a casa. 

    Pero el embrujo de Estroncia ya no empañaba mi mente, y se esfumó en favor de una decepción que me inundó por completo y que jamás había conocido. Y pasados unos momentos en los que incluso respirar dolía, pronuncié aquellas palabras que surgieron de mi incomprensión por su negación, que no fueron otras que se bajara del coche. 

    Bájate del coche, le dije, no como una amenaza o preludio de alguna acción de la cual más tarde pudiera arrepentirme. Sino como la resuelta convicción de una acción perentoria e irrevocable. Y el rostro de Estroncia, duro y frío como el metal, se alumbró con una incredulidad mayúscula como jamás se vio en la cara de nadie. Como si nunca en su joven vida la hubieran hecho diana del más mínimo desplante. 

    Me preguntó con una mirada si lo dicho iba en serio, y sin palabras contesté yo señalándole la puerta con el mentón, en un gesto preñado de despecho e indiferencia. Estroncia salió del coche apartando su mirada con desdén, en un aspaviento de nobleza teatral, y con el porte de una princesa indignada que acaba de perder su legitimidad al trono, cerró la puerta de un portazo que sonó como el estruendo de una bomba. 

    Arranqué el coche y me puse en movimiento. Al tiempo que me alejaba de aquel lugar que siempre me recordaría aquel encuentro desencantado, la silueta de Estroncia reflejada en el retrovisor, fue empequeñeciendo hasta desaparecer de mi vista, dejándome a solas con mis pensamientos y una sensación de vacío en las tripas.

    Los días que siguieron a esa noche fueron surrealistas y de un absurdo atroz. Los rumores malintencionados y la tergiversación de los hechos, provocaron que una parte del joven vulgo del instituto, impetuoso e irreflexivo, se dividiera en dos bandos de hostilidad cómica, convirtiéndonos a ambos, sin quererlo ni necesitarlo, en puntos de referencia. 

    Las chicas, en una comprensible posición de simpatía respecto a Estroncia, me proclamaron sucio adalid de los cabrones y los hijos de puta. Mientras que los chicos, posicionándose a mi favor e igual de excesivos en su juicio, erigieron a Estroncia como reina bastarda de las furcias y las calientapollas.


23/1/23

207. Ectoparásito

    Yo tengo un amigo que es un tesoro. Y es mi amigo porque me acepta tal y como soy, con mis múltiples imperfecciones y carencias. Me conoce muy bien y sabe, entre otras cosas, que mi economía carece de músculo. Tanto, que nunca he tenido vehículo ni el documento legal que se exige para conducir uno. Por eso siempre era él quien ponía el coche cuando íbamos de garitos, y pagaba las consumiciones de ambos aun cuando las mías superaban a las suyas en número, que también era lo acostumbrado.

    Llegado el momento no se privó de invitarme a su boda ni tampoco, a los años siguientes, al bautizo de su hijo y posterior comunión. Por supuesto, acepté para no desilusionarle, y como mi aportación monetaria en esos tres banquetes repartidos en el tiempo fueron recortes de hojas de libros de autoayuda en un sobre anónimo, decidí no decepcionarle en mi condición de buen comensal, vaciando por completo todos los platos que me pusieron por delante, y bebiendo sin descanso en la barra libre. 

    Del mismo modo, sabe de mi trabajo esclavista y del poco tiempo que dispongo para mí, por lo que jamás me lo hizo perder, cuando necesitó ayuda anímica por la depresión en la que se sumió a causa del abandono de su mujer. Ni siquiera me pidió una tarrina de tamaño industrial de helado hipercalórico, de las que hago acopio a cientos en un congelador que me regaló para mi cumpleaños. 

    Porque esa es otra. Siempre tiene detalles conmigo, grandes y pequeños, para ese día especial, mientras que yo nunca logro acordarme del suyo. Qué le puedo regalar yo, si a duras penas llego a final de mes, pese a que tengo móvil, ordenador, red wifi y una pantalla panorámica donde ver varios canales contratados. Solo puedo regalarle mi amistad, y aunque nunca me pide nada, estar siempre a su lado para lo que necesite.

    Con semejante entrega por mi parte tampoco es que se pueda quejar.



19/1/23

206. No vida

    Cambian los paradigmas o eso quiero creer. Y ni siquiera debiéramos buscar razones, como que ahora prefieren dedicar la vida a realizarse en el ámbito profesional, o criar a un mamífero no humano. Es posible que sea más sencillo que todo eso: las mujeres ya no se quedan preñadas porque no quieren.

    Como es de esperar, para la mafia empresarial supone un suicidio a largo plazo. Para los gobiernos, un arma a utilizar —la del miedo, como siempre— contra la ciudadanía esclava-cotizante respecto al futuro de las pensiones.  

    Es obvio que los que manejan los hilos se ocuparán de ello tan pronto sea un verdadero problema para sus intereses, ya que las mujeres siempre han tenido —y tienen— el verdadero poder. El poder de la continuidad, del futuro. De ellas depende la perpetuidad de la especie, y por consiguiente, el recambio generacional de esclavos y líderes que la economía mundial necesita para su sostenimiento.

    Resulta paradójico que esa misma economía, siempre necesitada de la procreación, cuando se refleja en la nómina irrisoria del esclavo, imposibilita, no la acción procreadora, pero sí el fin natural de la misma. 

    Por otra parte, que en varios países desfavorecidos a varios niveles, los índices de natalidad sean los más elevados, supone un acto de inconsciencia contra la propia población reproductora. O toda una venganza, ya que tarde o temprano, esa misma población tendrá que ser acogida en los países de sus expoliadores.

    Solidaricémonos pues, con aquellas mujeres que han decidido practicar la anticoncepción, utilizando todos los medios a nuestro alcance para tal fin, sin renunciar al orgasmo. 

    Se trata de, entre todos y todas, que la no vida acabe siendo una tendencia globalizada, y que con el paso de unos pocos siglos derive en la total desaparición de la raza humana. Así, la Tierra y el reino animal, al fin podrán convivir en esa armonía de la que siempre les hemos privado y tanto merecen.

    Quién sabe si es el mayor acto de egoísmo jamás concebido. Pero necesario para traer de una vez para siempre la verdadera paz absoluta a nuestro mundo, y privar al Universo de la amenaza de nuestra existencia.

    El proceso será lento, pero ya ha empezado.



16/1/23

205. Protesta impopular

    Cualquiera que me conozca sabe que tendencias, modas y similares me las paso por el escroto o por el esfínter. Por cierto —y no es nada personal—, los influencers me comen ambas zonas por detrás. Tampoco es que sea un tipo obtuso de ideas fijas y cerradas, así que he decidido hacer una excepción y unirme a esa nueva forma de protesta impopular. 

    He estado entrenando; ya tengo el día marcado en el calendario y escogido el objetivo. También he comprado el pegamento con el cual adherirme a lo que sea con más garantías que el simbionte negro a la piel de Peter Parker. Así como el tarro de sofrito precocinado de 500 gramos que estrellaré contra la acuarela que pintó hace siglos algún desgraciado de supuesto talento, que seguro murió en soledad y a una edad temprana, de frío e inanición.


12/1/23

204. Recargando

    Como siempre, ha vuelto a amanecer y yo he vuelto a despertar. Y como siempre, con cierta resaca del alma y diversos dolores asignados a varios puntos de mi cuerpo. Ya en la ducha, el agua purificadora relaja mis músculos y se lleva consigo la basura residual de mis pesadillas, mientras le doy los buenos días al mundo maldiciendo a todo el imaginario divino y santoral existente. 

    Debe haber todo un mar de malos sueños y tormento discurriendo por el alcantarillado. En fin, algunas personas también cantan bajo el agua sanitaria y otras no disponen de ella.

    Salgo al exterior porque tengo que recargar mi espíritu. Porque estas fiestas, cuando finalizan, se llevan gran parte de mi fuerza vital. Lo haría adentrándome en un bosque hasta perderme en sus susurros, y abrazarme a un gran árbol hasta sentir que me habla. Pero hoy me vale con transitar la ciudad a una hora temprana, cuando sigue medio dormida y el aire aún no está viciado, y respirarlo con toda mi capacidad pulmonar hasta sentirlo como una revitalizante inyección de hielo llenándome por completo.

    En ese momento me reconcilio con la ciudad y empiezo a resucitar. Nunca seremos buenos amigos, lo sé, y al final del día puede que volvamos a odiarnos. Pero ahora es ella tal cual, sin engaños. Desprovista de maquillaje y abalorios, mostrando su vejez en millares de intrincadas arrugas alquitranadas, grises y ajadas, bajo un cielo inmenso de blanco nuclear. 

    Si me detengo y me concentro lo suficiente, puedo oír cómo me habla. Lo hace con un zumbido monocorde de baja frecuencia, que parece provenir de todas partes por igual, envolviéndome. Me cuenta que está dolorida además de cansada. Y la creo, porque percibo más grietas y nuevos matices de óxido en sus incontables estructuras de hierro y hormigón. Pocas veces ella y yo nos entendemos tan bien. 

    Y aunque no me lo diga, sé que también le han quitado algo. 



9/1/23

203. Los cuatro amigos 2

    La cabalgata fue dura pero mereció la pena, ya que por primera vez desde que el mundo es mundo, toda persona que lo deseó o escribió la carta recibió su regalo; incluso los niños que se portaron mal. Costó convencer a Krampus de esto último. No se le metía en su astada cabeza que no son los niños sino los adultos los que se portan como no deben. Pero al final entendió que la Maquinación exigía ciertos sacrificios. Y no me refiero al trato que recibieron los de siempre, que ahora ya no son los de siempre, sino los de antes, jajaja. 

    En cuanto a nosotros, los cuatro amigos, nos sentíamos tan sorprendidos como satisfechos y decepcionados. Sorprendidos por los sentidos aplausos que recibió la Maquinación por parte de centenares de organizaciones animalistas. Satisfechos porque la Maquinación fue un éxito sin parangón. Y decepcionados porque la prensa mundial, después de los resultados forenses, sólo se hacía eco de que los cuerpos que las autoridades encontraron en el Polo Norte, decapitados e incinerados junto con el trineo, correspondían, en efecto, a Papá Noel y a los tres Reyes Magos.        

    Ahora estoy hablando con los chicos por videoconferencia, sobre el tremendo impacto que ha causado nuestra gran gesta. A los niños y niñas no parece importarles quién o quiénes han tomado el relevo. Al menos no a los que solo recibían infelicidad o nada en esta fechas señaladas. En resumidas cuentas, ahora somos nosotros, los cuatro amigos, la maquinaria no lucrativa encargada de impartir felicidad a todo lo largo y ancho del globo, sin excepciones ni diferencias.    

    Mientras intercambiamos impresiones, acierto a ver que Satán Claus tiene la cabeza de Nicolás de Bari sembrada de dardos y fijada a media altura en la pared que tiene a su espalda. Krampus, en cambio, de pezuña a pezuña y de hombro a hombro, pasando por el peludo pescuezo, cuando no la ingle, ejecuta habilidosos malabarismos con la cabeza de Baltasar. 

    No como el Grinch, al que me uno a su desagrado por los villancicos, que prefiere que sea su perro Max el que juegue con la cabeza de Melchor, la cual mordisquea sin descanso mientras la hace rodar de un lado a otro. En cuanto a mí, claro, tengo la cabeza de Gaspar, a la que le he realizado una trepanación en la zona parietal, con el fin de utilizarla como base para la quema de incienso y velas aromáticas. 

    Ya sabéis, para ahuyentar las malas vibraciones.

    Así pues, en un ambiente familiar y distendido, los cuatro amigos concluimos que ha merecido la pena y que, por supuesto, la noche del 24 de diciembre de este año y la del 5 de enero del que viene, volveremos a actuar para que ningún niño, sea quien sea y esté donde esté, se quede sin su puto regalo.

    Porque ahora, hostia y joder, los de siempre somos los cuatro amigos.

    Jajajaja.



5/1/23

202. Los cuatro amigos

    El de rojo no solo se nos ha adelantado, sino que lo ha vuelto a hacer: no ha dejado regalos en hogares míseros. Lo mismo que hacen los tres coronados clasistas cuando les toca salir a jugar. Que por cierto es hoy. Pero hoy va a ser diferente. Hoy, 5 de enero de 2023, los cuatro amigos, un año más viejos e irascibles, pero también más sabios y experimentados, vamos a iniciar la Maquinación.

    Los cuatro amigos vamos a reducir a los cuatro de siempre. Vamos a liberar al camello, al elefante, al caballo y a los renos. Y vamos a cargar los regalos en nuestros respectivos vehículos de motor —propulsados con magia negra— a fin de poder cubrir con garantías toda la geografía terrestre sin tener que recurrir a la explotación animal. 

    Hoy, 5 de enero de 2023, Krampus, el Grinch, Satán Claus y Cabrónidas, unimos nuestras impías capacidades para adueñarnos, a ritmo de thrash metal, de la cabalgata de Sus putas Majestades, y realizar por primera vez en la historia de estas jodidas fiestas, un reparto total de los regalos, igualitario y equitativo. 

    Los que nunca han tenido mañana tendrán. 

    Palabra de los cuatro amigos. 



Esparce el mensaje, comparte las entradas, contamina la red.