12/9/22

169. Zombis e infectados

    Antes, cuando los zombis eran en blanco y negro, también eran torpes y lentos. Si alcanzaban a su víctima era porque la superaban en número y acababan acorralándola. Ahora, los zombis de nuevo cuño y no tan nuevos, ya en color, HD y demás, siguen siendo grupales e igual de hambrientos, pero mucho más rápidos y violentos. 

    Tanto es así, que el zombi clásico ha muerto —si es que puede morir un muerto vivo—. Ese humano que estaba muerto y vuelve a la vida en avanzado estado de descomposición, y ávido de carne humana te devora o muerde, convirtiéndote en uno de los suyos, ahora es un humano vivo que se infecta con algún virus o por un infectado, y se transforma en algo monstruoso y ultraviolento. Lo único que no cambia son las apetencias nutricionales.

    Es decir, que por muy manida que esté la temática zombi, que lo está, y por mucho que se crea que tiene que reinventarse, diría que, más que menos, evoluciona dentro de sus propios límites. En cualquier caso, no hay película mala, ya sea de zombis o de infectados, sino malos espectadores.

    Disfruto con este tipo de películas, porque más allá del puro entretenimiento, al margen de si son cutres o de gran factura técnica, me hacen reír semejantes muestras de tan buen comer, y el cómo presentan las fascinantes interioridades de nuestro variado organismo. 

    Por ejemplo, está ese supuesto punto álgido de dramatismo en el que tu madre o tu hermana pequeña —o ambas— se han convertido y tienes que librarlas de tan horrible estado como sea, antes de que acaben de merendarse lo que queda de tu padre. O cuando el abuelo, antes bondadoso y afable, se infecta de tal manera que salta de su silla de ruedas y se abalanza sobre su nieto de cinco años, no para compartir sus caramelos Werther's Original, sino para abrirle la caja torácica como abren las puertas de un ascensor.

    A lo que voy, es que eso no es dramatismo, sino comicidad de la buena. Porque están infectados, convertidos, echados a perder. Qué más da que sea tu madre, tu hermana pequeña, tu abuelo... Se trata de pura supervivencia; ellos o tú; tú o ellos; los matas y se acabó; sin vacilar. Peor sería que los transformados fueran tu perro, tu gato, tu hámster... En definitiva, tu animal de compañía. Con lo sentimental que soy yo con mis seres queridos, eso sí que me plantearía un dilema moral inasumible. 

    ¡Por George A. Romero, es que no quiero ni pensarlo!


8/9/22

168. Santa caspa

    Quién me iba a decir a mí, que en plena ociosidad de un atardecer de un día cualquiera, arrastrando mi aburrimiento de un escenario a otro escenario, iría a recalar en la oscura sala de torturas de un tal Raelf de Griumns. Sí, habéis leído bien: Raelf de Griumns, que según él y con toda probabilidad, después de sobrevivir a una monstruosa orgía de peyote, dice ser el designado por el Altísimo para azotar con pluma y verbo inmisericorde, a todos aquellos blogs que según su divino criterio sean merecedores de ello. 

    ¿Quién es Raelf de Griumns? ¿Es real, de carne y hueso? ¿Es un espectro de piel mortecina y traslúcida que atrapado en este mundo terrenal intenta apaciguar el dolor de su alma? ¿Acaso es un enano que necesita aires de grandeza? ¿Estamos ante el delirio esperpéntico de un hombre de Dios y no sabemos cómo encajarlo?

    Hermanos y hermanas, la realidad estalla ante nuestras narices desmoronando nuestras creencias, para mostrarnos una verdad mucho más dolorosa y soportable de lo que cualquiera de nosotros podría imaginar jamás: la Inquisición ha regresado; o lo que es más estremecedor: siempre ha estado entre nosotros. 

    A veces, como la dolorosa almorrana en el culo. Otras, como el molesto polvo en los ojos y las más, como la hiriente sal en la herida. Pero yo, Cabrónidas, irredento entre los irredentos, látigo inclemente contra los dogmáticos y cegados por la fe, elocuente pecador insondable y la mayoría de veces reprensible, voy a confesaros sin sometimiento de tortura, qué persona se oculta tras ese misterioso nombre. 

    Tras largas vigilias de investigación en las que he abrasado mis pestañas y vaciado varias botellas de absenta, he descubierto que las consonantes y vocales que conforman su nombre, no son más que un intrincado código criptográfico donde se desvela su verdadera identidad, combinadas con brillantez inextricable para el común de los mortales. 

    Consciente del enorme enigma que voy a desvelar, os ruego que os sentéis y despojéis la mente de cualquier prejuicio y de todo lo aprendido hasta ahora. Tu inquisidor no es otro que el otrora televisivo y polemista... 


5/9/22

167. Disfuncional

     Fóllame (2002).

    Esta historia nos presenta a dos mujeres que viven en barrios marginales. Una se llama Nadine, que se gana la vida como prostituta. La otra es Manu, que protagoniza películas pornográficas. Trabajos que la sociedad en general, por muy moderna y tolerante que se quiera vender, sigue considerando amorales e indignos. 

    Un día, Manu y una amiga son víctimas de una salvaje violación por parte de un trío de indeseables. Manu, acostumbrada a ser penetrada, con o sin deseo, por varias pollas desconocidas como medio de vida, regresa a casa como si nada ilegal le hubiera ocurrido. En una acalorada discusión con su hermano sobre lo acontecido, Manu acaba matándolo de un disparo con la pistola que este pretendía utilizar contra los violadores.

    En otro lugar de la ciudad, Nadine inicia una fuerte discusión con su compañera de piso, cuando esta la insulta por su dependencia esclavista que mantiene con su proxeneta, al que accede, de nuevo, a hacerle un favor fuera de los márgenes de la ley. Sin embargo, al chuloputas le salen mal los planes y muere en la calle acribillado a balazos. Entre tanto, la discusión deviene en combate y Nadine, fuera de sí, estampa la cabeza de su compañera numerosas veces contra el suelo hasta matarla.

   El destino, que es caprichoso y no hace más que jugar con nosotros a su antojo, hace que Nadine y Manu crucen sus destinos, reconociéndose así como dos almas gemelas cuyas vidas, desde el principio, les vendieron rotas. Llenas de rabia por un mundo de violencia machista que las ha pisoteado sin descanso, inician una enloquecida cruzada contra el patriarcado, preñada de sexo, drogas y asesinato, consistente en follarse —si les apetece— y luego matar —siempre— a cualquier hombre que se les cruce en el camino.

    Murder Set Pieces (2004).

    Esta historia es aún más simple, y trata sobre un joven fotógrafo de moda afincado en las Vegas, cuya verdadera vocación es la de matar a mujeres. No sabemos por qué lo hace, pero intuimos que le viene de serie por unas imágenes que se suceden a lo largo de la película, en las que se muestra al fotógrafo de niño, descabezando muñecas y arrojándolas al fuego. El fotógrafo, de ascendencia nazi, ya sea a golpes de martillo, a cuchilladas, con una motosierra o con sus propias manos, da rienda suelta a su sadismo, en una sucesión de actos sexuales y torturas enfermizas que finalizan en muertes brutales y extremas. 

    Nadie echa en falta la desaparición de tantas mujeres. Nadie sabe dónde están. Nadie sospecha de él, salvo Jade, una niña de once años cuya hermana mayor, Charlotte, es la novia del fotógrafo. La pequeña, para salvar a su hermana de ser asesinada, llegará hasta el demencial sótano de la vivienda del fotógrafo, el oscuro corazón del mismísimo infierno.

   Y es que ya lo dijo el sabio Gustavo: «Misandria, misoginia... Da igual de lo que vayas, que de lo tuyo también hay». 


1/9/22

166. El secreto de Agapino

    Hoy, por primera vez, Agapino decide destapar su secreto y pasea su erección allí donde se precie sin tapujo alguno. La erección de Agapino, tanto voluntaria como involuntaria, es rocosa e insolente, y pugna por reventar la ropa que la aprisiona, sea esta holgada o ajustada. 

    Durante su paseo matinal, se cruza con hombres viejos y jóvenes que, con disimulo, desvían la mirada a su centro de gravedad. Y cuando llega a una terraza, Agapino se sienta en una de las pocas sillas libres que quedan, intentado cruzar las piernas sin conseguirlo, dado el sobrenatural tamaño de su empaque.

    Ahora que está sentado como puede, percibe en las miradas breves, curiosas y cómplices del público masculino de su alrededor, el deseo apenas incontenible de palpar, a dos manos, si esa señal suya de inequívoca potencia, salud y felicidad, es real. 

    No así como las mujeres también presentes, jóvenes y viejas, que desvían la mirada, casi con decepción y cierta envidia, cuando ven que Agapino luce una ondulante melena cobriza que cae como una cascada hasta la cintura, y que su cuerpo es un prodigio escultural de curvas y senos turgentes.

    Sí, joder, sí. Todos y todas creían conocer a la bella y apetecible Esmeralda, pero hoy saben que su verdadero nombre es Agapino.


29/8/22

165. El vicio

     Hace mucho tiempo, cuando era un veinteañero:

    —Joder, cómo fumas. Eso te matará antes de tiempo; no llegarás a viejo.
    —De algo hay que morir.
    —Pues cuando vuelvas a cruzar la carretera lo haces sin mirar.

    Pasaron unos cuantos años y nunca tuvo voluntad de dejarlo. Y de cruzar sin mirar, menos. Su vida, no muy larga y hasta el final, estuvo preñada de jadeos, toses y esputos. Si pasas por su tumba, seguro que al lado de las flores hay un mechero y un paquete de tabaco. No se le puede recordar de otra manera, además de que cada cual honra a sus seres queridos como quiere.

    E igual de certero que la muerte, seguro que el mechero está lleno y el paquete de tabaco vacío, que el vicio es el vicio. 


25/8/22

164. Al límite

    Como es bien sabido, el ser humano es una desgracia emocional que al igual que llora, ríe. Al igual que ama, odia. Dicen que amar sin condiciones, aun a riesgo de que te dejen el corazón siempre en obras, es elogiable por la valentía —o inconsciencia, dirían algunos—  que eso supone. En cambio, odiar te posiciona al lado de lo mezquino, lo feo y lo oscuro. Y también sabemos que el ser humano miente con tal de que no lo señalen y solo se muestra tal y como es en la intimidad y el anonimato, cuando nadie mira.

    Benditas las redes sociales. Malditas ellas. 

    Salgo a la calle y veo manifestaciones de amor y actos de bondad, sí. Pero también veo mucho odio. Contenido las más de las veces porque es impopular, claro, pero odio al fin y al cabo.

    Lo veo en la cola del supermercado, del aeropuerto, del metro, del cine, del SEPE, de la Seguridad Social... En los atascos, en los bares, en las manifestaciones, en las paradas de autobús y de taxi. En las estaciones de tren, en los centros de enseñanza, en los campos de fútbol y de cualquier puto deporte. También en las salas de espera de los centros de salud, de los bufetes de abogados, de los hospitales, de urgencias, de las comisarías...

    Lo traen a mi casa las ondas de frecuencia y amplitud modulada. Lo veo en la televisión, en el debate del estado de la nación y en cualquier jodido debate que se precie. Dentro y fuera de las puertas de los ayuntamientos, de los tribunales, de las Cortes Generales, y cómo no, de la puta iglesia. 

    Aun estando en todas parte a todas horas, siempre hay quienes niegan haberlo sentido. Quizá así se sienten mejores y creen que su mierda huele mejor. Pero hace tiempo estamos en ese punto, extremo y delicado, en que cualquier persona en un día cualquiera cede a su odio por un estímulo impersonal e impredecible, y lo convierte en ira. 

    Estamos en el escenario propicio para ello. Solo se trata de que el devenir cotidiano de cada individuo, active los resortes adecuados en el momento preciso, para que alguien sea la chispa capaz de arrasar un extenso trigal, la gota que desborda un río asesino. 


22/8/22

163. Afán de protagonismo

    El otro día vi a unos niños jugando en la calle, y por alguna extraña asociación de ideas acabé recordando aquello que llamaron Harlem Shake. 

    Para algunos —entre los que me cuento— aquello fue otra muestra inequívoca de estupidez y afán de protagonismo, propiciada por la disposición de mucho tiempo libre y la carencia del sentido del ridículo. Aunque más idiotas son aquellos que mueren por un selfie arriesgado.     

    Aquella tendencia fue un producto muy explotado, de masiva propagación viral y rotundo éxito, que al final desapareció. Recuerdo que poco tiempo después, en un programa de la Sexta, se creó un reto que consistía en grabarse bailando o haciendo el subnormal, detrás de alguien a muy corta distancia, sin que este lo advirtiera.

    Creo que por votación popular ganó Cristina Pedroche. 

    Fue una idiotez bastante efímera que pasó sin pena ni gloria. No como TikTok, que desde que llegó lo ha hecho para quedarse. 

    En fin, pienso en por qué nos cuesta tanto ponernos de acuerdo para cosas importantes en pos de una vida sin complicaciones, y sin embargo apenas necesitamos un par de estímulos para que cualquier gilipollez visual se propague como un virus, y consiga que más de la mitad de la población mundial se una para hacer el imbécil.

    Es entonces cuando alzo el mentón, miro al cielo, y pregunto sin esperanza: Señor, ¿por qué juegas así con tus criaturas menos dotadas? ¿Por qué me obligas a presenciar semejantes muestras de oligofrenia? ¿Me porté muy mal en alguna vida anterior?

    No hace falta que me contestes, Señor. 

    Sé que eres un cachondo.


18/8/22

162. Un día cualquiera

    El día, por la mañana temprano, es ese momento de quietud que tanta falta hace en un mundo acelerado. Luego, a los pocos minutos, los primeros rayos de sol despuntan y es de luminosidad amarilla. Un amarillo radiante que cae sobre nuestras cabezas, a menudo agachadas, llenas de mierda y de cosas que no importan.

    Nuestro almuerzo es apresurado porque hemos aprendido a vivir deprisa, y a no llegar tarde a nuestros centros de esclavitud. Llegamos a tiempo para descender al encuentro de ese gusano de acero, largo, gordo y feo, que se detiene y nos engulle en su vientre, después de vomitar cientos de vidas igual de complicadas y estúpidas que las nuestras.

     Se pone en marcha con un lamento odioso. Vuelven a mezclarse densos olores y cientos de alientos virales, exhalados de nuestros rostros resignados que no se conocen. No es muy diferente de la vida de arriba. Hacinados en las entrañas de la bestia, miramos sin ver y nuestros cuerpos sudorosos se rozan, se tocan, se sienten, y fingen indiferencia por lo incómodo de esa proximidad invasiva que se repite un día tras otro.

    Llega ese momento en que el sol ya no abrasa nuestras retinas. La tarde es una gigantesca presencia roja que se precipita llenando el horizonte. El gusano sigue vomitando y tragando a sus parásitos, pero empieza a imperar cierta desaceleración. La decrepitud sale al exterior a pasear, ajenos a su fase terminal; ajenos a todo mientras son sostenidos por un marcapasos, un bastón o la fuerza de un brazo joven. 

    Y en contraposición, también deslumbran las auras cegadoras de vidas primerizas. Las mismas que nos sobrevivirán si no mueren antes por un virus de supuesta transmisión animal, el suicidio o la locura de sus iguales.

    El gusano de acero se detiene con la muerte del día, y la presencia negra lo llena todo y se cuela por cualquier resquicio, trayendo consigo cánceres ocultos y tentaciones. La noche es el momento de la quietud y la expectación, mientras su oscuridad cobija a sus criaturas silenciosas, dispuestas a abrir puertas prohibidas y orquestar pesadillas.

    El día podía ser, en cualquiera de sus fases, el presagio de catástrofes imprevistas. 


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