Era noche cerrada y la pitonisa te miraba como si quisiera absorber parte de tu fuerza vital. La primera carta que apareció fue la de la calavera, y la pitonisa de cara arrugada dijo que morirías pronto. La consulta crujió y la temperatura ambiental descendió unos cuatro grados.
Luego quisiste saber cuándo, y en una segunda tirada te contestó que de aquí a dos semanas. Fuera el viento aulló y encolerizó los árboles. Quisiste saber la causa, y en una tercera tirada, con voz rasposa la pitonisa sentenció: muerte por colesterol. El cielo tronó y empezó a llover.
Tú le replicaste, como un desafío a su arte, que eso era imposible. Que no solo llevabas más analíticas en tu sangre que un porno actor en toda una vida de rodajes, sino que todas (la última un día antes de la adivinación) habían mostrado los valores respaldados por la OMS.
Te fuiste de allí jurándote que nunca más volverías a malgastar el dinero de ese modo.
Dos semanas después, me contabas todo eso mientras curioseábamos en una gran nave de artículos de segunda mano, cuando de repente, en la sección de imagen y música, se desplomó sobre ti una estantería de unos ocho metros de altura, repleta hasta la obscenidad de receptores de AV y radiocasetes retro.
Quedaste enterrado y ninguno de los que estábamos allí podíamos verte. Pero oímos con estremecedora claridad, a gran volumen, la canción que a los pocos segundos del desastroso desplome, empezó a reproducirse en uno de aquellos trastos usados.
Era noviembre y nada parecía importar demasiado. La palidez del sol entraba por las rendijas de la persiana y se proyectaba en líneas polvorientas sobre el cuerpo cansado de una joven que yacía en la cama. En la mesita de noche, una botella de vino desangraba su última gota sobre una alfombra arrugada, mientras la calle de plomo era un aria de tráfico homicida y prisa de viandantes.
La chica despertó sin ganas, por inercia. En cuanto se le aclaró el cerebro, sintió en su cuerpo el dolor de varios moratones y el frío contacto de una pistola entre sus muslos. Alguien la había olvidado después de una noche excesiva de perversión erótica, aunque hubo un tiempo feliz en que la chica solo rebosaba amor y dulzura.
No recuerda con exactitud cuándo empezó a tomar malas decisiones. El hecho de que su vida ya estuviera rota antes de empezar a usarla tampoco ayudó. También era un ser contradictorio y ciclotímico, por lo que muy pronto tuvo que recurrir a la ciencia de quienes creían estar capacitados para la comprensión del alma humana por el mero hecho de haber obtenido una titulación de cuatro años de carrera.
Al poco tiempo acabó desconfiando de ellos y a despreciarlos. No ya porque sus drogas legales fueran del todo ineficaces contra su caos mental, sino porque estaban tan estropeados como ella, con sus traumas de infancia, adicciones variadas y conflictos internos. Eran la muestra de que el mundo se dividía en una estúpida burla existencial de sedados y alterados, cuyo único fin grupal era envejecer y extinguirse.
La chica ya no quería sufrir más episodios anímicos de montaña rusa, desbordantes y agotadores, ni descensos en barrena a oscuros pozos sin fondo. Así que cogió la pistola con las dos manos, se la llevó a la boca y apretó el gatillo. Pero no hubo detonación, ni tampoco las cuatro veces consecutivas que siguieron.
En lugar de un final deseado, abrupto y liberador, el destino decidió que era la vida lo que merecía. Puede que una cuyos intentos por no caer en nuevos matices de dolor volverían a fallar. De modo que la chica tiró la pistola a un rincón, cerró las manos en torno a la sábana, y gritó con todas sus fuerzas como nunca nadie lo había hecho antes.
Gritó por ella y por todas las mentes enfermas que solo querían acabar.
Yo leí que la Guerra duró dos años, ocho semanas y quince días. Pero no es cierto. Tan solo cesaron los disparos, las ejecuciones, las persecuciones y las torturas. Sigue habiendo guerra en las redes sociales, en la radio, en la televisión y en los espacios públicos.
Lo antedicho es tan sabido como la mal llamada Transición, cuando fue continuismo y de aquellos barros estos lodos. Ya ni siquiera puedo contemplar el color rojo y el azul sin que me acuerde de la clase política y sus votantes.
Está claro que nunca van a dejar de señalarse y de enrocarse en sus propias heces. Con lo que ha pasado en Valencia estas dos últimas semanas, me pregunto qué más hace falta para que se obre el milagro.
El caso es que estoy empezando a aborrecerlos de un modo tan inhumano y visceral, que tendré que ir al médico a que me recete alguna droga legal que me apacigüe. A ver si así puedo abstraerme de su irreconciliable existencia tan dada a los berridos de bar.
Cada noche me asomo, como espectador anónimo que soy, a mi ventana rectangular alimentada de electrón y protón. Desfilan por ella, desde latitudes lejanas y próximas, cientos de miles de momentos ajenos y simultáneos que se suceden de un escenario a otro escenario.
Toda una vorágine de datos en estado puro, inyectados hasta mi terminal por obra y gracia de la fibra óptica.
Hay una especie de atracción adictiva sobre las perspectivas de comunicación. Océanos de sensaciones y sentimientos encontrados, cuando se dan cita los diálogos, o monólogos, propiciados por la búsqueda, consciente o inconsciente, del placer de los sentidos o de lo que sea. Universos de palabra desgranados a cada segundo a golpe de tecla desde nuestras cómodas poltronas de plástico.
Quizá por ello, tras la pantalla y atrincherados en la soledad de nuestra máquina, todos tenemos algo de enfermedad y anhelo. Y secretos. Yo sé que tú, aun sin esconderte tras un pseudónimo y una imagen, me ocultarás algo hasta que no llegue la hora de la verdad. Yo, pese a que te diga mi nombre y te muestre mi cara, no te desnudaré del todo mi interior hasta que ese momento llegue.
Si es que llega, porque ambos sabemos que la frialdad electrónica establece sus propios límites. Una especie de acuerdo tácito no escrito, pero necesario, en el que dejamos de ser dos extraños si de verdad decidimos ir más allá hasta convertir la intención en acción. Nunca exenta de riesgo, claro, pues también hay magos de la ilusión, auténticos virtuosos de la mentira.
Lo que ocurre en esas travesías de ida y vuelta por la red, no deja de ser un calco de nuestras vidas de carne y hueso. A veces es el júbilo de unos pocos. Otras es la indiferencia de unos cuantos y la infelicidad de otros muchos. Cuando no el afán creativo de algunos y el ansia de reconocimiento de la mayoría.
El caso es que la mayor parte del tiempo, Diosa Internet nos devuelve un eco más o menos difuso de nuestras propias palabras. Cuando no, una réplica más que acertada de nuestros propios egos, quizá no muy diferentes por mucho que nos incomode, puede que más iguales de lo que nos atrevemos a admitir.
Aun creyendo que es así, los optimistas, cuando no vitalistas y crédulos, que tanto da, confluyen en que este es un medio donde abunda la bondad en detrimento de su antónimo. Mientras que nosotros, los descreídos, cuando no pesimistas o amargados (así nos llaman también), pensamos que esto tan solo es un subterfugio más.
Quiero pensar, pese a todo, que las máscaras acaban por caer, y queramos o no, la verdad siempre acaba por desvelarse y nos pasa por encima. Pero cómo saber que tal cosa sucede, si es que sucede. Cómo discernirla cuando se pervierte con maestría por agudos que creamos ser. Cómo saber cuando sirve de escondite impenetrable de frustraciones, traumas, pecados inconfesables e insanas intenciones. Cómo saber cuando es utilizada como arma silenciosa, arrojadiza e incluso a veces mortal.
Puedo decirte que ninguna de esas actitudes es la mía, e incluso haberte convencido de ello.
Es posible que alguna vez yo haya pervertido el lenguaje en favor de arrimar el ascua a la sardina que más me ha convenido. Como todos. No pasa nada: nadie es perfecto. Y dudo mucho de que Ángel Gaitán simpatice con el fascismo, o defienda a ultranza la existencia de la Fundación Nacional Francisco Franco, por ejemplo.
Por mucho que las retorzamos a conveniencia —sinónimos incluidos—, las palabras siempre van a significar lo que significan. Basta con mirar el diccionario. Tampoco hace falta ser muy largo de sesera para entender lo que ha querido decir Ángel Gaitán. Y ahí está el problema: que entendemos lo que queremos y como queremos.
Me pregunto si también se entendería que una persona mediática saliera en un programa de televisión de máxima audiencia, desplegara la Señera y se declarara golpista y separata, y se vanagloriara de romperse los cuernos día tras día en Valencia como, por ejemplo, hace Ángel Gaitán.
Tengo mis dudas, la verdad. Salvo que esa persona, a mi modo de ver y al igual que Ángel Gaitán, quedaría retratada como un monguer, retarder, demagogo y bocachancla. ¿Acabo ahora mismo de retorcer el lenguaje?
No me cabe duda de que hay pajilleros del caudillo y de la cruzada de Pelo mocho arrimando el hombro como el que más. Y tanta falta hace los unos como los otros, y los que no son ni una cosa ni otra. Lo que sobra ahora, Gaitán, es hacer el gilipollas, lo seas o no.
Bien, todo ha vuelto a la normalidad, o todo es tan normal como pueden ser las cosas en un mundo desigual y espantoso. La gente ha guardado su disfraz de miedo en favor de su verdadera estampa, alguna de veras rechazable, pero real al fin y al cabo. ¿Acaso se puede ser más feo que un zombi? Claro que sí. ¿Y más bella que un atardecer de minio? Pues también, joder.
De la belleza interior hablaremos otro día. Puede que lluvioso y plomizo como el de hoy cuando escribo esto, ideal para ponerse el chubasquero y emborracharse de petricor.
Respecto a Demenciano, tuvo una noche apacible en la que no le hizo falta descargar el filo alegre de su hacha. Todavía tiene el congelador bastante lleno, y los niños que osaron llamar a su puerta no portaban calabaza alguna, así que obtuvieron un grueso considerable de dulces. Espero, no obstante, que no se confundiera Demenciano con los que tiene envenenados.
Los reserva para ocasiones de extrema necesidad.
En cuanto a ella y a mí, decidimos regresar al cementerio a por nuestra ropa, pero ya no estaba. Y tampoco nos atrevimos a preguntarle al viejo sepulturero. Os puedo asegurar que ese viejo atemporal es más escalofriante de día que de noche. Además, hay algo en él que no es humano, y con lo vivido el pasado jueves, necesitábamos estímulos mundanos y corrientes que solo pueden provenir del peor de los mundos.
Era la víspera de Todos los Santos, aunque nosotros no creíamos ni en los santos ni en los muertos. Más bien creíamos en la maldad de los vivos y en la ley de Murphy. Así que fue un tanto curioso que coincidiéramos en aquella concurrida fiesta de Halloween.
Yo iba disfrazado con el traje obvio de esqueleto, aparte de que llevaba puesta una chistera y ocultaba mi cara tras la máscara sonriente de una calavera. Tú ibas de colegiala zombi, e inspirabas las pesadillas más febriles de George A. Romero.
Justo cuando nuestras miradas se cruzaron desde la distancia, descubrí mi rostro y en ese momento supimos que teníamos que largarnos de allí. En un segundo ya estábamos montados en mi coche, con todos los finales posibles a nuestra disposición y un montón de ideas confusas en la cabeza.
Había cierta insensatez en nuestra conducta, pero éramos jóvenes y a menudo transitábamos por el filo de lo impredecible.
La luz de los faros horadó la oscuridad, y atrás quedó el entramado lumínico-ambarino de la ciudad podrida. Conduje durante treinta kilómetros, amenizados con el thrash añejo de Hallows Eve, el death brutal de Cryptopsy y el black melódico de Cradle Of Filth. Era la música que elegiste de toda la que había en mi lápiz USB, lo cual significaba que también a ti te complacían las melodías del caos.
En cierto momento subliminal y extraño, nos volvimos a mirar con fijeza, y al sonreírnos también supimos dónde debía finalizar nuestra travesía. Y de repente lo vimos, un tanto alejado de la carretera, mimetizado en la niebla bajo la luz blanca de la luna. Dejamos el coche al resguardo de unos frondosos matorrales, e iniciamos a pie el pedregoso camino que conducía al viejo cementerio.
La alta verja de la entrada estaba cerrada, pero eso no impidió que accediéramos al interior por un muro lateral medio derruido, aunque con el estómago estremecido y algunas risas histéricas. Lo mejor es que no había necrófilos a la vista, ni satanistas borrachos de absenta, dibujando a trazos de aerosol pentáculos invertidos en las puertas de los mausoleos.
Una vez dentro, como nuestro atrevimiento era superior al miedo reverencial inculcado, decidimos investigar un rato. Caminamos entre lápidas irregulares y cruces herrumbrosas, y sorteamos inquietantes hondonadas con el temor a que el suelo nos engullera en cualquier momento. Sin darnos cuenta empezamos a hablar en susurros, quién sabe si para no despertar a los muertos olvidados.
Atrás quedaron las sepulturas en tierra, y llegamos frente a una numerosa agrupación de nichos envueltos en bruma, cuyas inscripciones estaban un tanto ilegibles por el paso del tiempo. «Joder» expresé con voz queda, «el día que muera quiero ser incinerado y esparcido en un concierto de Obituary. Nada de contaminar el subsuelo ni pudrirme ahí dentro».
Sin previo aviso, como una invitación, me diste un pequeño empujón y te dirigiste a una enorme superficie rectangular de mármol, sin inscripción alguna, que se encontraba en medio de una plazoleta elevada desde la cual se podía presidir toda la necrópolis. Yo te seguí intrigado, decidido a llegar hasta donde hiciera falta, y empezaste a desnudarte.
Hacía un frío considerable, pero el preludio de lo salvaje tiene la virtud de anular otros factores, por lo que decidí imitarte.
Nuestros cuerpos, pálidos a la luz mortecina de la luna, temblaban como hojas al viento, pero íbamos a remediarlo de inmediato, pues yo estaba duro como el acero toledano y tu entrepierna resplandecía de humedad y deseo. Te tumbaste sobre el mármol negro y arqueaste la espalda al contacto de su frialdad, pero al momento tu piel se erizó de un modo felino, como si exigieras un contacto inmediato y servil, no exento de cierta violencia.
«Ven», me ordenaste, y obedecí, y comí tu coño de modo irracional y ardiente, como un enfermo de gula por los manjares exquisitos, mientras mis manos crispadas de anhelo apresaban la dureza insolente de tus pezones. A los pocos minutos me agarraste del pelo y tiraste hacia arriba, lo que significaba que querías sentirme dentro de ti, y entré con una embestida de certeza y locura.
Entonces follamos como posesos, gritando cada sensación y cada roce como animales enajenados. En un momento de especial intensidad te pregunté cómo te llamabas, y respondiste entre jadeos que me dejara de gilipolleces y que mantuviera la concentración. Y seguimos amándonos, sudorosos, sobre el mármol duro, riendo, aullando con incendiaria vitalidad en medio de la muerte, despreciando todo cuanto nos rodeaba.
Nunca supimos quién de los dos tuvo el orgasmo más devastador, porque un segundo después del clímax, sin tiempo para dejarnos los números de teléfono y normalizar un poco nuestra incipiente relación, la luna se tiñó de sangre, un viento cargado de oscuros presagios nos agitó el cabello y secó el sudor de nuestros cuerpos; el suelo empezó a crujir y a moverse como si respirara, y por si fuera poco, la superficie azabache sobre la que habíamos follado empezó a irradiar un brillo incandescente.
Esta vez no tuvimos que mirarnos para saber lo que haríamos a continuación; ni siquiera nos molestamos en vestirnos. Un poco a lo lejos vimos al viejo sepulturero haciendo su ronda. Si era verdad lo que se contaba de él, dudo mucho que se impresionara al ver dos siluetas desnudas cogidas de la mano, que aun riendo, huían del cementerio a la carrera.