Caminaba sin rumbo por una zona desconocida del extrarradio, cuando me encontré ante un muro de enredaderas que cubrían la fachada de una librería de apariencia vetusta. Las letras góticas que custodiaban la entrada decían: El Reposo de los Libros Perdidos y Olvidados. Me sentí atraído de inmediato y decidí entrar. Tan pronto empujé la puerta arqueada de madera maciza, un aguijonazo de electricidad estática me sacudió la mano. Maldije por lo bajo y miré a través de las cristaleras que había a un lado y a otro de la misma, pero no vi más que oscuridad. Y justo cuando me di la vuelta para largarme, la puerta se abrió con un lamento.
Lo primero que sentí al traspasar el umbral fue un fuerte olor a podrido. Daba la impresión de que alguna tubería de residuos había reventado allí dentro. Mi estómago acusó la náusea olfativa con entereza acostumbrada, ya que era muy similar a la que emana de la sociedad actual. Lo siguiente que experimenté fue intranquilidad. Aquel sitio estaba desierto. No había nadie en el mostrador de cobro, ni en los numerosos pasillos que discurrían lustrosos por entre los cientos de estanterías. Tampoco en los silenciosos palcos que desaparecían en la alta negrura del techo abovedado. No había nadie salvo yo, en aquella estancia mucho más enorme de lo que parecía desde el exterior.
La puerta se cerró a mis espaldas con un suave chasquido, aunque a mí me pareció la detonación de un obús. Cuando tuve el corazón donde corresponde, fui adentrándome con recelo y lentitud en aquella gran solemnidad rectangular, alumbrada con timidez por un sinfín de pequeñas luces ambarinas que se perdían en la distancia. De pronto empezó a sonar a volumen ambiental una música añeja cargada de parásitos acústicos que parecía provenir de todas direcciones. Entonces advertí las manchas de sangre.
Multitud de grandes explosiones purpúreas salpicaban de forma aleatoria, tanto a izquierda como a derecha, todos los volúmenes de aquel pasillo interminable. Seguí andando y la orgía de hemoglobina parecía no tener fin. El hedor se intensificaba por momentos y la música empezaba a ser de veras crispante. No sé si porque era incapaz de identificarla o porque parecía reproducirse al revés.
Con todo, aprecié que los libros que abarrotaban aquellas estanterías sanguinolentas eran gruesos grimorios que respiraban y siseaban. Cuanto más los miraba y escuchaba, mas tentado me sentía de sumergirme en sus páginas. De existir el Necronomicón, estoy seguro de que se encontraba entre esas miles de obras olvidadas y perdidas. Pero no estaba preparado para comprobarlo y enfrentarme con lo sobrenatural. No era el momento ni podía hacerlo solo. De modo que salí de aquella librería a la carrera, y con toda probabilidad batí algún récord de velocidad.
Ahora estoy en mi nicho-vivienda cavilando sobre lo acontecido. No creo que haya sido víctima de uno de esos programas de cámara oculta en los que miles de hijoputas se hayan reído de mi inocencia. Aún después de lavada, mi ropa huele a putrefacción y las suelas de mis zapatos siguen manchadas de sangre, y no de la que gastan a litros en un slasher. Así que no sé si regresaré al Reposo de los Libros Perdidos y Olvidados. Si de nuevo la librería me permitiera entrar, tengo el presentimiento de que no sería para dejarme salir. Tampoco le doy mayor importancia. Estoy acostumbrado a convivir con el absurdo y lo escabroso, y en nuestro mundo hay a partes iguales tanto de lo uno como de lo otro.
En fin, hay cosas que nunca entenderemos y cuya existencia es mejor ignorar.
Aunque bien meditado, si tú me acompañaras...