Sábado por la mañana. Más o menos sobre las 11,45 PM.
La chica, de unos veinticinco años de edad, andaba tres o cuatro pasos por delante de mí como si tuviera prisa. Al parecer íbamos en la misma dirección, cuando yo me detuve como indica la luz roja del semáforo peatonal. Por el contrario, ella hizo caso omiso y cruzó, no sin antes mirar a izquierda y derecha sin apenas detenerse.
Es decir: que la jovencita era imprudente pero no del todo idiota.
La carretera donde ocurrió el susto está constituida por cuatro largos carriles —dos para cada sentido—, en los que la mayoría de conductores circulan a unos ochenta kilómetros por hora, cuando debieran hacerlo a una velocidad máxima de treinta, tal y como indica la señal circular, roja y blanca.
Es decir y digo: también hay conductores imprudentes cuya idiotez es ecuánime a la de los peatones que van de listos.
No lo achaco a un problema de daltonismo extremo. Supongo que la muchacha calculó mal, o el despiste la cegó y no vio al conductor que para no arrollarla, tuvo que bloquear de un pisotón las cuatro ruedas de su vehículo, el cual se desplazó unos tres metros en su sentido de marcha con un tremendo aullido de neumáticos, que sobresaltó a la concurrencia cercana, así como a la joven, pese a los auriculares que llevaba puestos.
Del coche se bajaron, a medias, tres chavales de edad similar a la de la chica, y por lo visto más pálidos y afectados que ella. El conductor, un tanto desencajado, le imprecó: «¡Madre mía, retrasada, te podría haber matado y me habrías jodido la vida!». Desde la otra acera y ocupando gran parte de ella, una obesa sin rasgo alguno de femineidad intentó equilibrar la balanza de la culpabilidad: «¡Oye, oye, que vosotros tampoco ibais pisando huevos, eh!». Entonces intervino un sensato nonagenario con boina, sentado con pose monárquica en uno de los bancos próximos: «¡Niña, que eres muy joven para el suicidio!». Luego, a modo de brindis alzó su lata de birra destellante al sol, y continuó con su voz cascada: «¡Lucha por la vida, lucha!», y empezó a toser como si él también tuviera que luchar por la suya.
Al cabo de aquel minuto intenso y un tanto surrealista, la muchacha reemprendió el paso casi a la carrera con el llanto contenido en los ojos, y los chavales hicieron lo propio, aún blanquecinos y exaltados. Yo crucé con el semáforo peatonal en verde, pues la estima que tengo por mi pellejo es superior a la imprudencia e imbecilidad que pudiera tener.
Vivimos en un mundo podrido con los días contados. Las declaraciones del Papa no dicen nada que no sepamos, que es lo acostumbrado. Los noticiarios hablan —o no hablan— de los conflictos bélicos según el grado de importancia que conviene al interés geopolítico. Alá continúa sin repartir entendimiento a sus fieles, y Europa sigue siendo la eterna puta de EE. UU., ese gran abastecedor de armas.
Joder, acabo de hacer como el Papa, sólo que a él lo escucha todo dios y es más obvio y correcto.
Por si fuera poco, el verano acabó y varios subnormales volvieron de sus tropelías en la costa. De nuevo las ciudades se llenaron de coches equipados con potentes amplificadores, que cagan reguetón a gran volumen sobre la paciencia del prójimo. Otros retrasados, en una tarde temprana y de modo grupal, sin causa aparente se dieron de hostias en medio del paseo de mi ciudad.
Son claros indicadores de la degradación humana y social que estamos viviendo, aunque ni de lejos son los más preocupantes. Ya no existe lugar seguro y cualquiera puede ser una víctima propiciatoria. Y no porque una maceta pueda caer sobre tu occipucio desde lo alto de una construcción de ladrillo especulado. De repente y sin motivo, tanto puedes morir acuchillado como tiroteado. Cuando no, arrollado como un muñeco de cualquier zona peatonal por un coche homicida. Y todo eso porque estabas.
Hoy como otras tantas veces tengo que salir a la calle, y el día otoñal es plomizo y mustio, cargado de negatividad y apatía. El perro del quinto no para de ladrar en un reclamo de su paseo diario. Algo se tendrá que hacer con los putos dueños de ese pobre chucho al que parece que no le dispensan las atenciones adecuadas.
O quizá es que el perro tiene malas sensaciones y hoy no quiere salir.
Si bien creo que el conflicto entre Israel y Palestina es más político que religioso, también creo que nunca finalizará, si pervive en ambos bandos la creencia de la existencia de un ser imaginario que todo lo puede y todo lo sabe. No hay cura para semejante enfermedad, tan poderosa, tan arraigada y tan antigua como el tiempo.
Indepe amaneció el Día de la Hispanidad con el escroto endurecido y rebosante de dicha. Así que aprovechando la ducha matutina, lo vació bajo el agua que salía de la alcachofa en nombre del Rey, del Papa y de la Santísima Trinidad. Después del ritual de secado y aseo, aparte de otras prendas necesarias, se vistió con una camiseta en la que había estampado la bandera estelada y salió a la calle.
Subido de ánimo, Indepe transitaba con calma por las calles de su ciudad catalana, abarrotadas de una vociferante multitud de españoles y españolas, que expresaban su patriotismo de naftalina y mierda seca ondeando con orgullo y adoración las banderas rojigualda y franquista. Indepe sintió un leve retortijón y dejó escapar un cuesco cuya fetidez fue mucho más real que la existencia de cualquier dios.
Inmerso en la delirante turbamulta, Indepe leyó grandes pancartas, muchas a favor y pocas en contra, sobre la celebración de ese día. Sus pasos lo llevaron a una gran plaza en la que habilitaron una tarima sobre la que había un atril y un micrófono, a través del cual los presentes podrían escuchar por boca de políticos casposos, todo un elaborado y tergiversado discurso sobre lo que supuso aquel genocidio.
Como esperaba, y tampoco podía ser de otra forma, nada oyó Indepe sobre evangelización impositiva, aculturación, violencia y muerte. Y sí sobre integración, intercambio de riqueza y fusión de culturas en pos del progreso. Durante el transcurso de aquella oratoria demagógica, tras Indepe, Progre y Conservador empezaron a discutir y a profesarse expresiones tales como comunista, facha, capitalista y rojo.
Indepe vio en aquel par de idiotas irreconciliables, la semilla de la cual germinan la mayoría de males social-políticos que aquejan al grueso de la ciudadanía de Hispañistán desde la Guerra Civil, si no antes. Tanto fue así, que asumiendo el riesgo, Indepe eructó hacia ellos con una potente sonoridad más auténtica que cualquier dogma religioso.
Progre y Conservador callaron y clavaron la mirada en Indepe. En cuanto vieron su camiseta, aparcaron sus rencillas ideológicas y más unidos que nunca, cargaron contra él en descalificaciones tales como golpista, terrorista, separatista, nazi y nazilaci.
Indepe tomó aire, pues aún le quedaban 1492 calificativos por enumerar, cuando reparó en que había anochecido, las manifestaciones se habían disuelto y aquel par de maleducados se habían convertido en piedra. «¡Collons! Que ràpid passa el temps quan estàs entretingut», se dijo.
Entonces, con la misma calma de hace unas horas, se alejó de allí dirección a su casa silbando con envidiable entonación el himno de Els segadors, mientras correspondía a los amigables saludos de algunos latinoamericanos que se cruzaban a su paso, los cuales se hacían selfies, colocándose muy sonrientes en medio de las jetas de Progre y Conservador, petrificadas en un rictus eterno de horror.
Pues veréis, ya muy de mañana, Rosalía, Shakira, C. Tangana, Miley Cyrus, Bad Bunny, Karol G, Maluma, J Balvin, Daddy Yankee, Ozuna, María Becerra, Don Omar, Ivy Queen, Becky G, Nicky Jam, Anuel AA, Dani Martín, Melody, Amaral, Bruno Mars, Britney Spears, Justin Bieber, Katy Perry, Rihanna, Alejandro Sanz, Joaquín Sabina, Loquillo, David Bisbal, Melendi, Las Ketchup y Estopa estaban actuando en un macrofestival ante millones de exaltados espectadores.
Empezó a oscurecer y aquel melódico evento parecía no tener fin. Cuando de pronto, un sonido afilado, barroco y distorsionado irrumpió en el macroconcierto desde todas las dimensiones conocidas.
Eran Dying Fetuss, Pig Destroyer, Fleshgod Apocalypse, Malevolent Creation, Possessed, Vio-lence, Evildead, Destruction, Benighted, Nile, Cryptopsy, Suffocation, Aborted, Malignancy, Incantation, Disharmonic Orchestra, Morgoth, Cattle Decapitation, Defeated Sanity, Ingested, Brutus, Devourment, Abominable Putridity, Exhumed, Citotoxin y Gorgasm en persona y riguroso directo.
Los recién llegados unieron sus talentos y ejecutaron la mejor composición de sus vidas, en todas las realidades paralelas e imaginables. De tal modo que el cielo tembló y la Tierra se agrietó desde su núcleo hacia afuera, liberando toda su furia incandescente hasta que sólo quedaron ellos.
La primera vez que Porfirio vio un arma de verdad tenía dieciséis años de edad, allá por 1973. Fue Archibaldo quien se la enseñó, dos años menor, una noche en la que estaban en el reservado de una discoteca. Archibaldo llevaba el revólver entre la cintura del pantalón y la barriga. El revólver era plateado y tenía la culata negra. Cuando Porfirio lo tuvo en la mano se sintió incómodo y un hormigueo antinatural le ascendió hasta el hombro.
En aquel momento sonaba I shot the sheriff de Bob Marley.
El padre de Archibaldo era el dueño de la discoteca y en ella se traficaba costo y cocaína. Y es que su padre pertenecía al bando vencedor, por lo que contaba con el beneplácito de la Comisaría Central de la Policía Nacional, ubicada un par de calles más abajo. En cuanto a la discoteca, era un antro inspirado en la estética de La naranja mecánica (1971) y en el que predominaba la luz negra.
A esa edad, entre semana, Porfirio y Archibaldo tenían que regresar a casa antes de las veintidós, por lo que nunca vieron la discoteca llena, salvo por el tránsito aislado de algunos adictos que estaban de compras, y la presencia de los maderos de la comisaría que se entonaban antes de empezar el servicio.
De entre los habituales había unos malnacidos pertenecientes a una brigada nocturna, que se dedicaban a hostiar a cualquiera no afín al régimen establecido, sin más pretexto que el de la higiene social. Después de cumplidos sus deberes patrios, muy altos de anfetamina y con la noche avanzada, se iban a retozar gratis con las putas del barrio chino.
Las diferencias entre Porfirio y Archibaldo fueron creciendo con el paso del tiempo, de modo que nunca fueron grandes amigos. Porfirio inició su carrera universitaria y se distanció de Archibaldo, del colegio y del barrio en general. Aunque de vez en cuando se encontraban, y aún se soportaban lo suficiente como para abocarse a un rato de litrona y fumeteo ilegal.
Por aquel entonces, Porfirio descubrió que Archibaldo le daba a la aguja con recurrencia y que ya nunca se separaba de su pistola. El tiempo pasó, y ambos se perdieron la pista durante una eternidad. Hasta que Porfirio decidió visitar su propio pasado, paseando de recuerdo en recuerdo por un barrio tan cambiado e irreconocible como él mismo.
Frente a la entrada de la discoteca, decadente y hace años clausurada, tuvo un encuentro casual con los padres de Archibaldo, a los que reconoció muy consumidos. La madre le contó que antes de morir, Archibaldo salía y entraba de la cárcel con frecuencia y que nunca paraba en casa. Porfirio no preguntó cómo murió Archibaldo. Le bastó con ver el abatimiento de la madre y el plomo de la culpa en el rostro del padre.
La mayor parte del verano, cuando estoy en mi piso, lo paso en el balcón. Claro está, a horas en las que la radiación solar es piadosa. Desde mi atalaya observo multitud de ademanes y leo. Por la noche, cuando todo se detiene y no hay nada que observar, cubro mis orejas con auriculares y escucho música luciferina. Así mis vecinos pueden dormir y yo soñar.
De todos los habitantes de mi colmena sólo yo salgo al balcón. Al menos desde que allí me fui a vivir allá por el 2007. Aunque para ser precisos recuerdo que una vez sí salieron. Fue una noche veraniega en la que un par de motos chocaron la una con la otra, justo enfrente de mi campo de visión. Desde mi posición privilegiada domino el inicio de la carretera, que nace en el cruce alejado de mi izquierda, y va a morir en la rotonda de mi derecha, un poco más cercana.
Antes de que el impacto se produjera, yo ya había interrumpido mi audición musical. Estaba asomado y vi lo que iba a suceder. Las motos no iban a gran velocidad ni observé embriaguez en su conducción, pero colisionaron y la quietud nocturna se quebró en un pequeño estruendo de plásticos rotos. Antes de que aquel sonido alarmante se desvaneciera, se obró el milagro y la mayoría de mis vecinos —algunos cuya existencia hasta ese momento desconocía —, como por encantamiento se personaron todos a la vez en sus balcones recién descubiertos.
Por fortuna, los dos moteros, aturdidos y tambaleantes, se levantaron sin evidenciar fractura ósea alguna. Tampoco sangraban ni se enfrentaron cuerpo a cuerpo. De modo que los putos morbosos de lo ajeno enseguida volvieron al interior de sus nichos vivienda, no sin antes haber registrado en sus móviles los momentos posteriores al accidente.
Yo, por mi parte, me cagué en el día que fueron alumbrados y reconecté con mi ensoñación musical, venida de cierto barrio londinense de pasado sangriento, mientras la policía urbana hacía acto de presencia, y mi vista se perdía más allá de la magnificencia del firmamento estrellado.