Escritorios vacíos, teclados mudos y monitores apagados. Libretas cerradas y bolígrafos olvidados en un cajón. Ideas en pósits que no llegarán a más.
La vieja máquina de escribir se para en agosto y dejan de contarse historias por la red. No hay paciencia ni dedicación: tan sólo falta de energía y estímulo. En este mes extraño pocos se asoman a la ventana a medianoche, cuando la distorsión de las guitarras eléctricas hiere la oscuridad desde tejados lejanos. Sólo unos pocos transitamos por zonas prohibidas para adentrarnos en la tiniebla, cuando el plenilunio auspicia esos matices secretos, húmedos e inconfesables.
Muchos no tienen nada que decir en agosto. Demasiada carga mental o ausencia de todo, los empuja a desprenderse de sus grilletes y a escapar. Por lejos que sea nunca consiguen traspasar los barrotes de oro: así de grande es nuestra prisión.
Quizá es que todavía no están lo bastante locos. No sienten la pulsión interior que te ahoga con la pasión de la música. No oyen la voz cavernosa de la fuerza oscura, que a través del perro del vecino repite como un mantra: «escribe, escribe, escribe...». Todavía no han alcanzado el nivel adecuado de enfermedad y obsesión.
Cuando volváis serán vuestras musas las que os den la espalda.
Pese a que tengo predilección por la montaña, estaba dejándome mecer por las frías aguas de la Costa Brava. Estaba yo lidiando con la corriente de resaca, sopesando la posibilidad de rendirme y dejarme arrastrar mar adentro, o bien agitar los brazos en señal de socorro, para que alguna vigilante tetuda fuera a por mí si no lo hacía antes el tiburón tigre. Había otros tantos inconscientes que se pasaban por el forro testicular las advertencias de Mitch.
Estaba yo fascinado con la embrujadora tonalidad oscura del agua, de un ligero verde grisáceo, como lo estarían todas las féminas de la playa si yo fuera Aquaman, dispuesto a cubrirlas con mis músculos de acero y llenarlas de dicha con mi gran polla marina. Estaba yo delirando, joder, porque estaba a punto de hundirme, cuando decidí regresar a la orilla nadando en paralelo a la playa, abriéndome paso entre orina humana, medusas hostiles, algas y sal marina.
Estaba a salvo en una playa mediterránea no muy masificada, con la debida protección solar y bajo la indispensable sombra. Por la superficie incandescente transitaban esclavos de mediana edad, jubilados arrugados y anatomías tan diversas como las reacciones que provocaban al contemplarlas. También había más de un centenar de pequeñas y laboriosas criaturas con gorritos demasiado grandes para sus cabecitas, inmersas en sus arenosas obras arquitectónicas con sus rastrillos y palas de plástico, comunicándose entre ellas con alaridos de animal asesinado.
Entonces, un ser alado que no pude identificar, se cagó justo encima de la funda que protege mi libro digital, y descubrí la esencia de lo imprevisible y lo poco que controlamos todo.
En el centro comercial es donde el desempleado se toma su café con leche. Hoy dispone de unas monedas y decide aprovechar. Las mañanas de julio siguen siendo cálidas pese al descenso de las temperaturas. Nada parecido a su estado anímico, piensa.
En el centro comercial hay un bar y una zona de recreo. El desempleado recuerda cuando en el bar podía comprar droga blanda y una de las drogas más duras que existen. Nadie se molestaba por ello, a no ser que consumieras la droga blanda dentro del establecimiento, puesto que hace años que está prohibido. También hay opio visual, prensa sectaria de derechas y prensa tendenciosa de izquierdas.
Hace tiempo que esto último dejó de importarle.
Más allá, en la zona de recreo, por un euro hay un caballito que trota durante medio minuto y un cochecito que no va a ninguna parte. El desempleado ve cómo una madre castiga a su hijo pequeño. Ni él ni el pequeño saben si es por caerse o por caerse donde no debe. Al parecer, el niño llora por la bofetada, no por la caída. El desempleado piensa que la madre está amargada. Luego cree que es estrés. Puede que el padre del pequeño también sea un parado de larga duración, y el recibimiento que le espera a la madre es más de verdugo que de marido. Pero qué sabrá él. Los que sí deben saberlo son los vecinos. Esos que siempre callan porque nadie es valiente.
Ahora son las once. En el centro comercial hay unos cuantos guardias de seguridad. Dos de ellos recelan de una mujer y una niña que hurgan en los contenedores de basura. Al verlos, el desempleado se pregunta cuándo agotaron su dignidad, cuánto tiempo le queda a la suya y cuándo empezará a experimentar la verdadera desesperación. El desempleado intenta no pensar en ello, pero no puede evitar un estremecimiento cuando ve al tipo de al lado vaciar su cartera en la máquina tragaperras como agua por un sumidero.
En un acto reflejo, uno de los guardias se lleva la mano al pinganillo de la oreja izquierda. Al momento siguiente le hace un gesto a su compañero y ambos echan de malos modos al mendigo enjuto que hay en la entrada. Han recibido una orden, y es que hay cosas que no se pueden tolerar.
Ahora, el acceso al centro comercial está limpio, que es lo importante. Listo para que su interior sea transitado por cientos de personas entrando y saliendo con sus alegrías y tristezas; sus triunfos y sus derrotas. De repente, el desempleado siente unas ganas imperiosas de largarse de allí. Ya no es por la música ambiental, ligera y nauseabunda. Ni por sus grandes cristaleras por las que entra un sol que abrasa las retinas. Tampoco por el rumor odioso de las rampas eléctricas descendiendo a las entrañas del complejo. Ni por los tubos serpenteantes de ventilación vomitando todo tipo de inmundicia microscópica.
Echa de menos algo a lo que aferrarse. Puede que una mujer que no lo deje cuando las cosas vayan mal; una amistad que no le dé la espalda; un trabajo de más de dos semanas; fe en algún dios, en algún equipo de fútbol. Ese tipo de cosas que hacen la vida más llevadera a las ovejas del rebaño más afortunadas que él. Y es entonces cuando llega la tristeza, cada vez más aplastante. La misma que devorará a familias que dejarán de ser tales antes de que acabe el año. A mujeres solas, rotas por dentro. A hombres solitarios y desengañados. A escandalosos niños y niñas que descubrirán demasiado pronto el sabor de sus lágrimas. A risueños chicos y chicas que nunca podrán emanciparse. Y hasta a los viejos y viejas que les robaron el parque que ahí hubo una vez.
Así es como vuelve el desempleado a su piso minúsculo, pendiente de desahucio, bajo el sol resplandeciente de julio. Sin nada que perder y nada que esperar. Cada día más pequeño, caminando por la acera rota dirección a su barrio empobrecido y deprimente, de papeleras quemadas por adolescentes descreídos. Esquivando las cagadas de perro y evitando las miradas como la suya, abismos de incertidumbre.
Yo estaba explotando burbujas de embalaje, muy concentrado e inmerso en mi propia sudoración, cuando de pronto llegó hasta a mí un intenso alarido de contratenor, que hizo temblar todas las cristaleras del edificio en el que vivo. En un principio creí que se trataba del bebé poseído de los vecinos, o de un nuevo intento de los padres de exorcizarlo. Pero agucé el oído y determiné que el grito, también prolongado, provenía de la habitación en la que se encontraba Escarolo, mi compañero de piso.
De inmediato fui a su encuentro, y con voz balbuceante me dijo que se había triturado la mano derecha al poner en marcha el ventilador. Yo no podía dar crédito a semejante delirio, puesto que todos los ventiladores, sobre todo los domésticos, tienen una reja protectora. Supuse que todavía estaba asimilando el resultado de las recientes elecciones del 23J, ya que Escarolo vive en verde, piensa en verde y siente en verde. Y quizá caga verde aunque no es vegetariano.
Pero en efecto, hostia y joder, la piel, los huesos y cartílagos que antes constituían la mano derecha de Escarolo, estaban pegados a la hélice del ventilador, que giraba a pleno rendimiento en una especie de centrifugado grumoso y sanguinolento. Era lo más parecido a una tapa de callos a la madrileña estrellada contra el suelo. «¡Ya podría haber sido la mano izquierda, cojones!», sollozaba Escarolo. «¡Seguro que han sido los comunistas y sus medios de comunicación los que han saboteado el ventilador!».
Yo estaba de veras sobrecogido ante la gravedad de la situación, mientras que Escarolo, más desquiciado que doliente, agitando su mutilación en alto y encharcando el suelo con su sangre castiza, exclamaba:
«¡Cómo mierda voy a hacer ahora el saludo romano en condiciones!».
En las noches de verano me gusta andar por los alrededores del barrio. Justo en este momento, llego a lo que antes era un descampado silvestre y ahora es una zona urbanizada con ladrillo especulado. Una gran mole de pisos carísimos a medio construir, en los que se hospedarían todos aquellos esclavos precarios que tuvieran la osadía de comprometer su futuro y el de sus hijos, más la pensión de sus padres de seguir vivos.
Muchos de aquellos compradores de ilusión se quedaron sin su sueño, a medio camino en medio de nada. Me enfurezco un poco y sigo avanzando hasta dar con zonas, todavía salvajes, que se resisten a la voracidad capitalista. Por el momento no han crecido en ellas senderos de cemento, farolas sin electricidad, jardines de césped artificial y fuentes de agua reciclada un millón de veces. Por el momento la estafa inmobiliaria no ha podido con ellas. Esta vez sonrío un poco.
A unos trescientos metros hay una zona elevada a la que decido ir. Está un tanto concurrida para mi gusto. Pero al menos no por esa clase de indeseables que practican la contaminación acústica y medioambiental. Parece ser que no soy el único que de vez en cuando necesita alejarse. Desde mi posición remota diviso el puto cuartel de la puta Guardia Civil, y siento algo que no sé muy bien qué es. Desde luego no es simpatía y respeto. Y más allá, la casa de todos.
La última morada en la que habitaremos, por la que se suceden en perfecto orden y cierta estética siniestra, todo un ornato mortuorio de sepulturas, nichos y panteones, que en esta noche tibia de julio desprende una soledad beatífica, que nada tiene que ver con la del resto de la ciudad iluminada, ahora dormida y siempre decadente, habitada por muertos que se creen vivos porque respiran.
Nunca será esta la ciudad de los sueños, como nunca lo será ninguna. Y quizá por eso cada noche tardo más en regresar a ella. Por eso siempre me quedo aquí hasta ser el último de los caminantes. Respirando solemnidad, apoyado en un árbol con los ojos cerrados, más tranquilo de lo que podré estar jamás, rodeado del arrullo monocorde de las cigarras.
El votante concienciado padece una dolencia de la cual no es consciente. Es una persona de ideas inamovibles que vota siempre a las mismas siglas. Cual empirista, yo prefiero pensar acorde con la experiencia, pero me gustaría que el votante concienciado encontrara el gozo, como yo la alegría, en que hiciera algo contra toda lógica y fracasara en el intento una y otra vez. Y que de ser posible puliera su técnica hasta equipararla a la de un político justificando lo injustificable.
Y todos aquellos que lo viéramos y los que se quedaron hasta sin lágrimas, puestos a reventar, que lo hiciéramos de la risa, que sigue siendo gratis. Lo haríamos mimetizados en la oscuridad de los callejones, mientras que allí afuera el bombardeo dialéctico entre unos y otros se agudiza, tensando y deformando los semblantes hasta adoptar rasgos de tragicomedia.
Ayer, el decimosexto psicoanalista que me trató también acabó suicidándose, no sin antes suplicarme que era el momento idóneo de que yo me posicionara en un extremo u otro del bipartidismo, y ofrecer fidelidad ciega. «Inténtalo», me dijo. «Y una mierda» contesté, al tiempo que se arrojaba desde un octavo piso. Es el momento de que el votante concienciado empiece a no intentar nada.
No intentad votar a otro partido que no sea el vuestro justo cuando, por alguna incomprensible razón que ni Dios conoce, decidisteis no ser unos enfermos; sería más fácil que os tocara la lotería sin jugar. Empezad a desoír, incluso antes de estar escuchando, todo aquello que pudiera argumentar cualquier otro votante que no piense como vosotros.
No intentad, no intentad, no intentad.
Desandad ya al primer paso, cualquier camino que os conduzca a una verdadera pluralidad de opiniones y os aleje de los ideales inculcados; sería menos complicado que mearais hacia arriba y evitar atragantaros con vuestra propia meada. Vacilad, si en un desconcertante acto de verdadero criterio, estáis a punto de condenar a los políticos en los que creísteis.
No intentad, no intentad, no intentad.
Atentad con alevosía contra vuestro compañero de ideologías, sean las que sean, si este decide no serlo porque estaba asqueado y dejó de creer. Si sucede, desaprended de inmediato la virtud que supone reconocer los propios errores, sin tener que reparar en los del otro bando, y continuad siendo votantes concienciados y vociferantes, escupiéndoos la verdad de todo. Y morid cuanto antes.
Aquellos días de calor y sol fueron intensos como un orgasmo adolescente. Qué inocencia la mía la de aquellos tiempos, aunque ya sospechara que los veranos dejan de ser azules a partir de los dieciséis, que Bea y Desi mantenían una relación lésbica, que la bondad que imperaba en Barrio Sésamo era impostada, que Heidi y su abuelo ocultaban algo, y que Marco, en la vida real, no habría tenido ninguna posibilidad.
Por lo demás, también cubríamos en bicicleta terrenos montañosos y alquitranados. Hubo caídas, claro; espectaculares y aparatosas. Pero antes de pedalear ya habíamos aprendido a huir de la zapatilla correctora de la abuela, y a abrirnos la cabeza contra los vértices mortales de aquellos muebles horribles de los sesenta, setenta y ochenta.
Como teníamos mucho tiempo libre, lo invertíamos en toda suerte de vandalismos. Creo que en el fondo eran actos inconscientes de venganza —aunque contra la gente equivocada—, por el sometimiento que sufríamos durante el periodo escolar por parte del profesorado.
Íbamos a la fachada de la casa de la señora Demetria —como podía ser cualquier otra casa—, a entonar cánticos desafinados como hinchas radicales de fútbol, para que saliera a reprendernos, bien desde el balcón o la ventana. En cuanto aparecía la recibíamos con una copiosa salva de globos de agua que teníamos preparada para tal fin. En contra de lo que nos aseguraban nuestros padres, ella nos demostró que sí era posible desgañitarse en expresiones tales como «¡hijos de puta!» y «¡cabrones!», sin consecuencias posteriores.
Otras veces atábamos un cubo lleno de agua —sucia a poder ser— al pomo de la puerta de la casa de Prudencio, por ejemplo. Tocábamos el timbre y desde una distancia prudencial esperábamos a que abriera y que el agua se derramara sobre sus pies. Cuando así sucedía nuestras carcajadas también se derramaban, no obstante, nunca revestidas de maldad. Si la gamberrada a realizar era grupal, en lugar de un cubo anudábamos tantas cuerdas como puertas elegidas, y de estas a la farola, contenedor o papelera más cercana. A veces puerta con puerta. Luego pulsábamos todos los timbres una y otra vez hasta que algo cedía. En lugar de las cuerdas solía ser la paciencia de los inquilinos.
Por supuesto, también nos habíamos enfrentado con bandas de otros barrios que venían al nuestro a imponer su ley. Los vecinos se replegaban en sus portales por seguridad, mientras que piedras y palos de tamaños diversos volaban de un bando a otro entre las sentidas vocecitas de guerra. En los momentos más encarnizados echábamos mano de artillería pesada, como tirachinas rudimentarios y arcos de tiro de ingeniería campestre; ambos de gran alcance pero nula precisión. No como mi habilidad —ahora inexistente— de esputar como una llama desde cualquier distancia y con acierto, a los ojos del enemigo.
Era la estación del sudor, por lo que no todos los días estábamos defendiendo nuestro territorio, o recordando al vecindario quiénes eran los dueños del mismo. En los días tranquilos íbamos a la piscina a refrescarnos, a salpicar a la gente mayor, a esconder toallas, a dejar gargajos en las barandas, a hacernos amigos de las niñas...