Por aquel entonces faltaban unos cuantos años para que mi inocencia fuera sustituida por la estupidez del mundo adulto. Yo todavía era un niño cuando una tarde primaveral, en el jardín de mi infancia, capturé a tres mariposas y las metí en un tarro de vidrio. Aquellas criaturas pequeñas y hermosas chocaban entre sí en un aleteo frenético apenas audible.
Mientras las observaba, se me ocurrió que si las ataba juntas, quizá volaran al mismo tiempo como si fueran tres seres en uno. De modo que me hice con un pedacito de hilo de coser, y lo anudé con paciencia y cuidado alrededor del cuerpo —justo debajo de las alas— de cada una de ellas. De seguido deposité el singular trío de lepidópteros en el suelo y, tumbado con mi mirada a ras del mismo, palmeé cerca de ellas una y otra vez en un fútil intento de que levantaran el vuelo.
El aleteo de las mariposas era débil, desacompasado y torpe, debido, con toda seguridad, a las mermas infringidas durante la operación de atado. Aquella ocurrencia cruel fracasó, con lo cual, y esta vez sí, de manera consciente, tiré de ambos extremos del hilo de coser hasta tensarlo, cerrando los nudos y destruyendo así sus órganos vitales hasta provocarles la muerte.
Fui a un rincón del jardín dispuesto a enterrar los despojos. Mi madre me vio desde la parte más alejada, y me preguntó qué estaba haciendo ahí de rodillas con tanta dedicación y silencio. Alcé la vista hacia ella y con tono invernal respondí: «Entierro a tres mariposas muertas». Equivocada respecto a la bondad de mi gesto, afloró en su mirada un brillo inequívoco de afecto y ternura.
Aquella tarde remota, comprendí junto con mi arrepentimiento por aquel triple asesinato, que fui demasiado humano. Y creedme que desde aquel día, por no matar, no mato ni el tiempo.