Durante un frío invierno de un año lejano estuve viviendo en Rumanía. Un trío de torvos rumanos me visitaban a diario para saber cómo iba todo. A veces se quedaban durante dos o tres horas bebiendo chupitos de Tuica, mientras competían sobre cuál de ellos era el más rápido en desmontar y montar su arma semiautomática.
Aquellos mafiosos trabajaban para Dragosi, un rumano multilingüe y acondroplásico más hostil que un hipopótamo hambriento, por lo que era mejor no enemistarse con él si aspirabas a una vida larga. También conocido como el Gran Jefe en las zonas más corruptas de la ciudad, controlaba el setenta por ciento de las ganancias que se obtenían de los atracos a cajeros automáticos y extorsiones a numerosos comercios.
Cada fin de semana organizaba fiestas multitudinarias en el Kristal Glam Club. Si le caías en gracia te ofrecía barra libre y una noche gratis con la escort más deseada de la ciudad. Si le fallabas o bromeabas sobre su tamaño, te castraba con una cinta de cuero mediante una técnica milenaria, desarrollada por sus antepasados en la antigua Valaquia, durante cientos de noches de pesadilla e insomnio.
No era ningún secreto que yo le caía bien a Dragosi, dadas las circunstancias en las que nos conocimos. Tales fueron, que me alojó gratis en uno de sus pisos, y me ofreció protección las veinticuatro horas del día hasta que, sin pretenderlo, interferí en uno de sus negocios.
Una fría madrugada de enero yo conducía por los cuatro kilómetros de carretera que me separaban de mi alojamiento, cuando de pronto, el coche derrapó en una curva pronunciada y me estrellé contra un cajero automático y la persona que lo manipulaba. Con el corazón encogido, me bajé del vehículo y me acerqué al accidentado, con la intención de liberarlo del amasijo de destrucción que lo aprisionaba. Cuando le pude ver la cara se me heló la sangre más que la propia calzada: ¡era Fiorenzo, el enlace de la mafia rumana en Italia! ¡Pero qué coño hacía ahí ese puto espagueti!
Al igual que el coche, aquel afortunado cabrón no parecía tener heridas mortales, así que lo metí en la parte trasera del mismo y salí de allí como una exhalación dirección a la mansión de Dragosi. Había hecho saltar por los aires uno de sus golpes y estaba claro que tenía que dar explicaciones. Durante el trayecto, Fiorenzo se palpaba las partes magulladas del cuerpo y exclamaba: «¡Mamma mia!, ¡bastardo di merda!, ¡figlio di una cagna! ¡Hai sprecata giusto!, ¡basta scopare un grosso problema! ¡Dragosi sta per tagliare le palle!, ¡darà buon asino!».
Tras llegar a la mansión y farfullar que lo ocurrido fue un desgraciado accidente, supliqué algún tipo de enmienda en un intento desesperado de evitar en mis zonas nobles el abrazo castrador de la cinta de cuero de Dragosi. El susodicho me condujo a su lujoso despacho, se sirvió un generoso vaso de Tuica, se colocó ante mí levantando la mirada con lentitud, y desde abajo, me dijo que si quería conservar mi escroto, tendría que acompañar a su hija a la fiesta que se celebraría mañana por la noche en el Kristal Glam Club. Procurar que allí se lo pasara bien y mantenerla sana y virgen hasta el alba. Momento en el que un par de sus hombres nos irían a buscar para traernos de vuelta.
No parecía un trabajo muy complicado. Sólo tenía que ir a una fiesta con una muchacha y cuidar de ella durante unas horas. Quizá hasta me lo pasara bien, y a fin de cuentas tampoco tenía elección. Así que tragué y asentí, a la par que Dragosi correspondió con una atemorizante muesca de satisfacción.
¿Qué podría salir mal?