Como siempre, ha vuelto a amanecer y yo he vuelto a despertar. Y como siempre, con cierta resaca del alma y diversos dolores asignados a varios puntos de mi cuerpo. Ya en la ducha, el agua purificadora relaja mis músculos y se lleva consigo la basura residual de mis pesadillas, mientras le doy los buenos días al mundo maldiciendo a todo el imaginario divino y santoral existente.
Debe haber todo un mar de malos sueños y tormento discurriendo por el alcantarillado. En fin, algunas personas también cantan bajo el agua sanitaria y otras no disponen de ella.
Salgo al exterior porque tengo que recargar mi espíritu. Porque estas fiestas, cuando finalizan, se llevan gran parte de mi fuerza vital. Lo haría adentrándome en un bosque hasta perderme en sus susurros, y abrazarme a un gran árbol hasta sentir que me habla. Pero hoy me vale con transitar la ciudad a una hora temprana, cuando sigue medio dormida y el aire aún no está viciado, y respirarlo con toda mi capacidad pulmonar hasta sentirlo como una revitalizante inyección de hielo llenándome por completo.
En ese momento me reconcilio con la ciudad y empiezo a resucitar. Nunca seremos buenos amigos, lo sé, y al final del día puede que volvamos a odiarnos. Pero ahora es ella tal cual, sin engaños. Desprovista de maquillaje y abalorios, mostrando su vejez en millares de intrincadas arrugas alquitranadas, grises y ajadas, bajo un cielo inmenso de blanco nuclear.
Si me detengo y me concentro lo suficiente, puedo oír cómo me habla. Lo hace con un zumbido monocorde de baja frecuencia, que parece provenir de todas partes por igual, envolviéndome. Me cuenta que está dolorida además de cansada. Y la creo, porque percibo más grietas y nuevos matices de óxido en sus incontables estructuras de hierro y hormigón. Pocas veces ella y yo nos entendemos tan bien.
Y aunque no me lo diga, sé que también le han quitado algo.
La cabalgata fue dura pero mereció la pena, ya que por primera vez desde que el mundo es mundo, toda persona que lo deseó o escribió la carta recibió su regalo; incluso los niños que se portaron mal. Costó convencer a Krampus de esto último. No se le metía en su astada cabeza que no son los niños sino los adultos los que se portan como no deben. Pero al final entendió que la Maquinación exigía ciertos sacrificios. Y no me refiero al trato que recibieron los de siempre, que ahora ya no son los de siempre, sino los de antes, jajaja.
En cuanto a nosotros, los cuatro amigos, nos sentíamos tan sorprendidos como satisfechos y decepcionados. Sorprendidos por los sentidos aplausos que recibió la Maquinación por parte de centenares de organizaciones animalistas. Satisfechos porque la Maquinación fue un éxito sin parangón. Y decepcionados porque la prensa mundial, después de los resultados forenses, sólo se hacía eco de que los cuerpos que las autoridades encontraron en el Polo Norte, decapitados e incinerados junto con el trineo, correspondían, en efecto, a Papá Noel y a los tres Reyes Magos.
Ahora estoy hablando con los chicos por videoconferencia, sobre el tremendo impacto que ha causado nuestra gran gesta. A los niños y niñas no parece importarles quién o quiénes han tomado el relevo. Al menos no a los que solo recibían infelicidad o nada en esta fechas señaladas. En resumidas cuentas, ahora somos nosotros, los cuatro amigos, la maquinaria no lucrativa encargada de impartir felicidad a todo lo largo y ancho del globo, sin excepciones ni diferencias.
Mientras intercambiamos impresiones, acierto a ver que Satán Claus tiene la cabeza de Nicolás de Bari sembrada de dardos y fijada a media altura en la pared que tiene a su espalda. Krampus, en cambio, de pezuña a pezuña y de hombro a hombro, pasando por el peludo pescuezo, cuando no la ingle, ejecuta habilidosos malabarismos con la cabeza de Baltasar.
No como el Grinch, al que me uno a su desagrado por los villancicos, que prefiere que sea su perro Max el que juegue con la cabeza de Melchor, la cual mordisquea sin descanso mientras la hace rodar de un lado a otro. En cuanto a mí, claro, tengo la cabeza de Gaspar, a la que le he realizado una trepanación en la zona parietal, con el fin de utilizarla como base para la quema de incienso y velas aromáticas.
Ya sabéis, para ahuyentar las malas vibraciones.
Así pues, en un ambiente familiar y distendido, los cuatro amigos concluimos que ha merecido la pena y que, por supuesto, la noche del 24 de diciembre de este año y la del 5 de enero del que viene, volveremos a actuar para que ningún niño, sea quien sea y esté donde esté, se quede sin su puto regalo.
Porque ahora, hostia y joder, los de siempre somos los cuatro amigos.
El de rojo no solo se nos ha adelantado, sino que lo ha vuelto a hacer: no ha dejado regalos en hogares míseros. Lo mismo que hacen los tres coronados clasistas cuando les toca salir a jugar. Que por cierto es hoy. Pero hoy va a ser diferente. Hoy, 5 de enero de 2023, los cuatro amigos, un año más viejos e irascibles, pero también más sabios y experimentados, vamos a iniciar la Maquinación.
Los cuatro amigos vamos a reducir a los cuatro de siempre. Vamos a liberar al camello, al elefante, al caballo y a los renos. Y vamos a cargar los regalos en nuestros respectivos vehículos de motor —propulsados con magia negra— a fin de poder cubrir con garantías toda la geografía terrestre sin tener que recurrir a la explotación animal.
Hoy, 5 de enero de 2023, Krampus, el Grinch, Satán Claus y Cabrónidas, unimos nuestras impías capacidades para adueñarnos, a ritmo de thrash metal, de la cabalgata de Sus putas Majestades, y realizar por primera vez en la historia de estas jodidas fiestas, un reparto total de los regalos, igualitario y equitativo.
Llevo año tras año reincidiendo en un error de calificación, que estriba en tachar de hijos de puta a fascistas, dictadores y opresores en general. No es correcto decir, por ejemplo, que Franco fue un hijo de puta alumbrado allí en Ferrol. Y no es que yo sienta más desprecio y aberración por el caudillo, que otros seres de diverso calado histórico y más o menos misma ralea, como Mussolini, Hitler, Stalin, Husein, Abu Minyar al-Gaddafi, Walter Ulbrich, Mao Zedong, Pinochet, Wojciech Jaruzelski y demás ratas aborrecibles y asquerosas, y en definitiva, asesinos en masa.
El caso es que encuentro demasiado benévolo calificar de hijos de puta a toda esa variedad de basura humana, que a tantos millones de personas han privado de su vida y un mejor destino. Más que nada y entre otras cosas, porque entre las prostitutas que lo son por necesidad, las hay decentes, honradas, y en consecuencia, buenas personas. Y siendo así, incurro en un error y no es de recibo que los considere hijos de alguna de ellas.
Sin ir más lejos, las personas ahora ancianas de esta España cerril y mohosa que sufrieron el azote inmisericorde de la tiranía, como que son más educadas que yo, quizá dirían que Franco fue parido por una mula, que como ya se sabe, es una de esas bestias del reino del Señor, híbridas y estériles. Y que por consiguiente no vio la luz por el orificio esperado y natural; ese que tienen las hembras y desata las pasiones más turbulentas y hasta se derrocan imperios. Sino que fue parido por el culo de la mula por donde hay un orificio, que como es bien sabido y también de forma natural, acostumbran a salir gases malolientes y la mierda.
De verdad creo que he iniciado el año con una inexplicable sensibilidad que hace que sea más delicado y correcto en todo aquello que escribo y hablo. Por lo que a partir de la publicación de esta entrada, intentaré —que no es lo mismo que prometer— calificar a los que llamo hijos de puta, como malnacidos de mierda. Y así yo contento, y las prostitutas y las mulas también.
29 de diciembre, lo cual quiere decir que ayer fue día 28. Ya sabes, el día de los Santos Inocentes. Aunque ya nadie puede serlo porque siguen respirando demasiados monarcas que, aunque no se llamen Herodes, tienen mucho apego al trono. Porque todavía hay cientos de desconocidos, mayores y menores de dos años que no importan, asesinados a diario en lugares que nunca aparecerán en la gran pantalla panorámica de nuestro comedor.
Ya nadie es inocente, a pesar de las bromas y gilipolleces que se dan ese día en los medios de comunicación. A pesar de lo necesario que se hace la carcajada en la cada vez más sometida y saturada ciudadanía. Quizá porque son más que menos las personas que tienen más motivos para llorar que reír, y algún que otro para enloquecer y arremeter contra quienes provocan el llanto.
Vuelven los tiempos oscuros, o puede que nunca se fueron.
29 de diciembre, hostia. Lo que significa que ya se realizaron las cenas de empresa, en las que los esclavos de una misma mesa se dividen en dos o tres grupos —a veces más—, y entre bocado y bocado se echan pestes recíprocas e inadvertidas sobre la eficacia del desempeño de sus obligaciones esclavistas. Y hasta compiten por pelotearse con su mando intermedio, también presente, que después de la resaca vacacional navideña, será cómplice de las nuevas putadas laborales que su superior —que está en otra cena, en un sitio mucho más caro—, ya tiene ideadas y aprobadas para el año entrante.
Aun así, todos brindan sonrientes, con compañerismo y pureza, con un puñal clavado en la espalda.
29 de diciembre, cojones. Lo cual indica que el trajeado parásito anacrónico de la nación, volvió a releer el mismo mensaje de cada año, obvio y vacío de contenido, a sus sufridos súbditos, muchos de los cuales seguirán sin poder llenar la nevera como hacían diez años atrás, ya que la pobreza energética se ha instalado en sus reducidas viviendas de alquileres abusivos. Y quizá la Nochebuena ya no es tan buena, salvo para aquellos que elegimos cada cuatro años y aseguran preocuparse de nuestro bienestar, y se supone gestionan nuestros intereses comunes para tal efecto.
29 de diciembre, joder. El año se precipita a su fin que siempre es el mismo, y dará inicio a un nuevo principio que siempre es igual. El ciclo se repite y nada cambia salvo nuestras prioridades, que para muchos serán las de sobrevivir con tanta dignidad como les sea posible o les permitan. Así, año tras año, los afortunados más o menos acomodados, giramos en un bucle de paz y amor ficticios, mientras que los desfavorecidos, a menudo olvidados, giran por inercia en la espiral de la eterna condena de la cual parece imposible escapar.
Qué fácil es ser positivo cuando los que están jodidos son otros.
Dicen que Jesús nació en Belén un 25 de diciembre en un establo, casi a la intemperie, entre un tañer de campanas. Pero Mateo se equivocó: nació en Nazaret y en primavera. En cualquier caso, si hay quienes creen lo primero, ¿por qué no ibais a creer vosotros que yo, de pequeño, ejercí de monaguillo en un pueblo recóndito de la España profunda?
Mientras los hombres apalizaban a sus mujeres —algunas de ellas lesbianas— y muchos de esos hombres mantenían en secreto su homosexualidad, sonaban tres repiques de campanas para avisar al pueblo. Para cuando los obedientes feligreses acudían a la santa casa del Señor, Gabino el estorbo —siempre estaba en medio—, Pascasio el jabalí —así llamado por la violencia manifiesta si lo acorralaban—, el cura del pueblo, más conocido como Padre Cubata —se bebía seis o siete diarios—, y yo, ya estábamos preparados.
Aquel hombre de Dios era un gran profesional. Desde el atril, con gran solemnidad, contemplaba con expresión marmórea a toda aquella agrupación de creyentes. Pasados unos segundos, después de la eucaristía, iniciaba su homilía y en menos de veinte minutos ya tenía a la mayoría de octogenarias orgasmando —para algunas era la primera vez— como si la electricidad recorriera sus cuerpos. Los abuelos, en cambio, caían hacia atrás en desafinadas exclamaciones de éxtasis, al tiempo que se les desprendía la quijada postiza hasta el suelo.
En ese momento, el Padre Cubata, pese a su embriaguez, descendía del atril con asombrosa agilidad, y micrófono inalámbrico en mano se mezclaba entre los devotos provocando el enervamiento colectivo. «¡Expulsad a la bestia, pecadores!», alentaba gesticulante, «¡Expulsadla de vuestro cuerpo!». Y varios parroquianos movían piernas y brazos con descoordinación como si se quisieran desprender de sí mismos. «¡Alabado sea el Señor! ¡Oh, sí, alabado sea!». Y otros tantos aullaban a la carrera en múltiples direcciones como arlequines encocados. Y el resto, de modo grupal o en solitario, se daban a una modalidad grotesca de claqué. En medio de aquella baraúnda, el Padre Cubata miraba a las alturas de la iglesia —o quién sabe si más allá— y brazos en alto exclamaba: «¡Te cantamos, Jesús! ¡Oh, sí, te cantamos!», «¡Cantemos a Jesús!». Y Gabino, Pascasio y yo, entrábamos en acción con cánticos inductores de gospel, al tiempo que los fieles, sin ceder un ápice a la sobrecogedora agitación de sus cuerpos, se unían a los cánticos en un pandemonio enfermizo.
Después de aquellas agotadoras sesiones las donaciones eran de veras cuantiosas, y en los días de procesión incluso se multiplicaban. Ya bien entrada la noche, el Padre Cubata gestionaba los ingresos y hacía el reparto. Como era un poco tacaño, nos veíamos en el derecho laboral de robarle parte del vino que tenía guardado, junto al ron, en el maletero del 600, ostentoso vehículo tuneado por la Santa Sede.
Nunca echó en falta el vino.
En aquellos tiempos de sometimiento, oscuridad e ignorancia, era muy lucrativo, además de fácil, trabajar para la empresa multinacional más grande y antigua que existe. Gabino, Pascasio y yo, solo teníamos que acatar las exigencias religiosas de nuestro puesto, y a cambio, el Padre Cubata respetaba nuestra retaguardia y encima nos pagaba. ¡Era un negocio redondo! ¿Que si tengo remordimientos? Los mismos que los pederastas con sotana.
Cuando el empobrecido populacho se hizo eco del rumor de que el vino y las hostias estaban adulteradas, y las ganancias no estaban declaradas, las fuerzas del orden de la época reaccionaron y quisieron someternos a juicio. De hecho, era una gran trama, puesto que de ser tres monaguillos más el cabecilla, en poco más de tres meses pasamos a ser quince. Una cifra respetable aunque lejos de intimidar, parecíamos un lastimoso apadrinamiento de niños del tercer mundo, de miradas tristes y sufridas.
De todas maneras jamás se pudo demostrar nada: no cobrábamos en cheques y nunca se encontró un documento legal con la firma o iniciales del Padre Cubata. Y con el paso del tiempo aquel presunto caso de corrupción se olvidó, y de ningún modo —como pasa en la actualidad— debilitó la fe de los cegados.
Hoy por hoy, el Padre Cubata, pese a su alcoholismo, nos dejó con noventa y siete años de edad. En el pueblo corre la leyenda de que en algún lugar secreto de la iglesia donde oficiaba, se encuentran intactas sus cuantiosas reservas de ron. Mientras que Gabino y Pascasio, acostumbrados desde aquellos tiempos al dinero fácil por improductividad, lograron entrar en alguna administración pública.
En cuanto a mí, me ha tocado ser narrador fidedigno sobre aquellos días en los que cuatro ángeles caídos buscaban su lugar en el mundo.
Fue en el verano de 2007 cuando me mudé en la que es mi vivienda actual. Los vecinos de al lado —los mismos que años más tarde llamarían a mi puerta para recriminarme por un acto incívico— criaban a su hija que, por aquel entonces, tenía unos cinco o seis años de edad. Aquella niña, delicada y tierna, fruto de ese amor efímero que tarde o temprano desaparece, gritaba, lloraba, pataleaba, lanzaba cosas y desobedecía.
A diario, a través de las paredes que creemos nos confieren intimidad, yo oía, tanto al padre como a la madre, impartirle educación sin apenas éxito, en exclamaciones tan perentorias como desesperadas, tales como: «¡Basta ya!», «¡Se acabó», «¡Porque lo digo yo!». Pero bien entrado el primer invierno de mi independencia, aquella pareja cambió de táctica, según mi parecer, con mucho oficio.
Eran las siete de la tarde y me disponía a salir. Justo cuando abrí la puerta, también se abrió la de los vecinos. De inmediato, a pasitos precipitados, salió la pequeña profiriendo un intenso grito que sonó a desafío. El padre y la madre, ignorándome y calmados como hacía tiempo que no los veía, le dijeron: «Pues vete si quieres. Ya vendrás cuando te canses», y entornaron la puerta, quedándose dentro.
Aquella criatura menuda, en apariencia desvalida y también ignorándome, se dejó caer de rodillas, en silencio, en medio del rellano. Alzó sus manitas en un gesto de invocación solemne. Luego, bracitos en alto, las cerró en dos puños enrojecidos, y los dejó caer golpeando el suelo una y otra vez, al tiempo que se desataba en berridos de vehemencia inhumana.
Al cabo de un par de minutos eternos, justo cuando empecé a cerrar mi puerta con llave y aquella reveladora manifestación de ira parecía desvanecerse en agotamiento, la pequeña apoyó sus manitas en el suelo y, como una penitente, empezó a estrellar su cabeza contra él. Encima, aquel llanto desquiciado no solo recobró vigor, sino que fue acompañado de hirientes alaridos que superaban en intensidad al de los animales prehistóricos más enloquecidos.
Yo contemplaba admirado y sobrecogido, tanto por la dureza de las baldosas del rellano como de la ciega obstinación, similar a la de un pistón hidráulico, de aquel arrebato automutilador. Entre el bum bum bum de los impactos, no me cupieron dudas de que aquella dulce criatura, el día de mañana, sería una persona admirable y luchadora, desgastándose en favor de causas nobles y necesarias.
Y en esas me fui, pensando que los padres habían obrado con sabiduría. Porque en lugar de los gritos, órdenes y amenazas del pasado, e incluso de la imposición de la fuerza física porque sí, utilizaron el empirismo. Al margen de la causa del enfado de la pequeña, con toda probabilidad tan infundado como inocente, padre y madre enfrentaron a su hija con esa realidad dura e inapelable que todo humano tiene que conocer, y por consiguiente aceptar, en un momento de su vida más temprano que tarde.
Esa realidad que te obliga a conformarte y a gestionar tu frustración. Que te enseña a perder y a resignarte, y que no todo lo que deseas se va a cumplir o te será concedido. Y que, por mucho que luches, por fuerte que grites, por muchas lágrimas que derrames, hay fuerzas humanas, morales, normativas, burocráticas, etc., que te vencerán porque son superiores.
Al cabo de dos horas de deglución alcohólica volví a mi piso. Recuerdo que en el rellano agucé el oído, pero todo estaba en silencio, y cuando entré en la solitaria calidez de mi hogar no puede más que pensar:
«Bienvenida al mundo que te ha tocado vivir, pequeña. Para ti esto no acaba más que empezar».