El otro día observaba desde cierta distancia, cómo una pandilla de cinco chavales preadolescentes, jugaban a chutar un balón contra una construcción considerada patrimonio histórico cultural de la urbe. Puesto que pertenecen al vecindario del cual formo parte, los conozco y sé que son buenos zagales si nos atenemos a los parámetros políticos y gubernamentales. Es decir, reciben la formación obligatoria en un colegio concertado, son chicos educados que no vociferan más de lo permisible para su edad, y ni escupen ni vomitan, ni se mean en las esquinas (de momento).
Los padres, a los que también conozco no más allá de una relación cordial entre vecinos, son honrados conciudadanos que pagan sus tributos y que, como mucho, se quejan del calor que hace en verano, del deterioro premeditado del barrio y del frío que hace en invierno.
Pero ¡ah, la vida en la gran ciudad! La policía municipal considera que no es una actividad responsable chutar un balón de reglamento contra una edificación tan antigua, puesto que hace peligrar la integridad física de los paseantes por un posible derrumbe. Así pues, una patrulla de uniformados funcionarios de la ley y el orden, les ha requerido la filiación y acto seguido les ha requisado el balón, poderosa arma mortal por todos conocida.
Yo, que aunque pueda no parecerlo, soy persona ponderada, comprendo la dedicación de estos abnegados esbirros que velan día y noche por nuestro bienestar sin pedir cuentas, y que la mayoría de veces sufren en sus torturadas almas la incomprensión de aquellos a quienes con tanto ahínco protegen. Por lo tanto, agradezco a estos bizarros avalistas de la ley, que nos hayan librado de los terribles peligros que entraña una pelota en manos de una muy bien camuflada célula de niños destructores.
¡Hostia puta mandarina!