—Joder, cómo fumas. Eso te matará antes de tiempo; no llegarás a viejo. —De algo hay que morir. —Pues cuando vuelvas a cruzar la carretera lo haces sin mirar.
Pasaron unos cuantos años y nunca tuvo voluntad de dejarlo. Y de cruzar sin mirar, menos. Su vida, no muy larga y hasta el final, estuvo preñada de jadeos, toses y esputos. Si pasas por su tumba, seguro que al lado de las flores hay un mechero y un paquete de tabaco. No se le puede recordar de otra manera, además de que cada cual honra a sus seres queridos como quiere.
E igual de certero que la muerte, seguro que el mechero está lleno y el paquete de tabaco vacío, que el vicio es el vicio.
Como es bien sabido, el ser humano es una desgracia emocional que al igual que llora, ríe. Al igual que ama, odia. Dicen que amar sin condiciones, aun a riesgo de que te dejen el corazón siempre en obras, es elogiable por la valentía —o inconsciencia, dirían algunos— que eso supone. En cambio, odiar te posiciona al lado de lo mezquino, lo feo y lo oscuro. Y también sabemos que el ser humano miente con tal de que no lo señalen y solo se muestra tal y como es en la intimidad y el anonimato, cuando nadie mira.
Benditas las redes sociales. Malditas ellas.
Salgo a la calle y veo manifestaciones de amor y actos de bondad, sí. Pero también veo mucho odio. Contenido las más de las veces porque es impopular, claro, pero odio al fin y al cabo.
Lo veo en la cola del supermercado, del aeropuerto, del metro, del cine, del SEPE, de la Seguridad Social... En los atascos, en los bares, en las manifestaciones, en las paradas de autobús y de taxi. En las estaciones de tren, en los centros de enseñanza, en los campos de fútbol y de cualquier puto deporte. También en las salas de espera de los centros de salud, de los bufetes de abogados, de los hospitales, de urgencias, de las comisarías...
Lo traen a mi casa las ondas de frecuencia y amplitud modulada. Lo veo en la televisión, en el debate del estado de la nación y en cualquier jodido debate que se precie. Dentro y fuera de las puertas de los ayuntamientos, de los tribunales, de las Cortes Generales, y cómo no, de la puta iglesia.
Aun estando en todas parte a todas horas, siempre hay quienes niegan haberlo sentido. Quizá así se sienten mejores y creen que su mierda huele mejor. Pero hace tiempo estamos en ese punto, extremo y delicado, en que cualquier persona en un día cualquiera cede a su odio por un estímulo impersonal e impredecible, y lo convierte en ira.
Estamos en el escenario propicio para ello. Solo se trata de que el devenir cotidiano de cada individuo, active los resortes adecuados en el momento preciso, para que alguien sea la chispa capaz de arrasar un extenso trigal, la gota que desborda un río asesino.
El otro día vi a unos niños jugando en la calle, y por alguna extraña asociación de ideas acabé recordando aquello que llamaron Harlem Shake.
Para algunos —entre los que me cuento— aquello fue otra muestra inequívoca de estupidez y afán de protagonismo, propiciada por la disposición de mucho tiempo libre y la carencia del sentido del ridículo. Aunque más idiotas son aquellos que mueren por un selfie arriesgado.
Aquella tendencia fue un producto muy explotado, de masiva propagación viral y rotundo éxito, que al final desapareció. Recuerdo que poco tiempo después, en un programa de la Sexta, se creó un reto que consistía en grabarse bailando o haciendo el subnormal, detrás de alguien a muy corta distancia, sin que este lo advirtiera.
Creo que por votación popular ganó Cristina Pedroche.
Fue una idiotez bastante efímera que pasó sin pena ni gloria. No como TikTok, que desde que llegó lo ha hecho para quedarse.
En fin, pienso en por qué nos cuesta tanto ponernos de acuerdo para cosas importantes en pos de una vida sin complicaciones, y sin embargo apenas necesitamos un par de estímulos para que cualquier gilipollez visual se propague como un virus, y consiga que más de la mitad de la población mundial se una para hacer el imbécil.
Es entonces cuando alzo el mentón, miro al cielo, y pregunto sin esperanza: Señor, ¿por qué juegas así con tus criaturas menos dotadas? ¿Por qué me obligas a presenciar semejantes muestras de oligofrenia? ¿Me porté muy mal en alguna vida anterior?
El día, por la mañana temprano, es ese momento de quietud que tanta falta hace en un mundo acelerado. Luego, a los pocos minutos, los primeros rayos de sol despuntan y es de luminosidad amarilla. Un amarillo radiante que cae sobre nuestras cabezas, a menudo agachadas, llenas de mierda y de cosas que no importan.
Nuestro almuerzo es apresurado porque hemos aprendido a vivir deprisa, y a no llegar tarde a nuestros centros de esclavitud. Llegamos a tiempo para descender al encuentro de ese gusano de acero, largo, gordo y feo, que se detiene y nos engulle en su vientre, después de vomitar cientos de vidas igual de complicadas y estúpidas que las nuestras.
Se pone en marcha con un lamento odioso. Vuelven a mezclarse densos olores y cientos de alientos virales, exhalados de nuestros rostros resignados que no se conocen. No es muy diferente de la vida de arriba. Hacinados en las entrañas de la bestia, miramos sin ver y nuestros cuerpos sudorosos se rozan, se tocan, se sienten, y fingen indiferencia por lo incómodo de esa proximidad invasiva que se repite un día tras otro.
Llega ese momento en que el sol ya no abrasa nuestras retinas. La tarde es una gigantesca presencia roja que se precipita llenando el horizonte. El gusano sigue vomitando y tragando a sus parásitos, pero empieza a imperar cierta desaceleración. La decrepitud sale al exterior a pasear, ajenos a su fase terminal; ajenos a todo mientras son sostenidos por un marcapasos, un bastón o la fuerza de un brazo joven.
Y en contraposición, también deslumbran las auras cegadoras de vidas primerizas. Las mismas que nos sobrevivirán si no mueren antes por un virus de supuesta transmisión animal, el suicidio o la locura de sus iguales.
El gusano de acero se detiene con la muerte del día, y la presencia negra lo llena todo y se cuela por cualquier resquicio, trayendo consigo cánceres ocultos y tentaciones. La noche es el momento de la quietud y la expectación, mientras su oscuridad cobija a sus criaturas silenciosas, dispuestas a abrir puertas prohibidas y orquestar pesadillas.
El día podía ser, en cualquiera de sus fases, el presagio de catástrofes imprevistas.
La persona que sin temblarle la voz te dice que vivas cada minuto de tu vida como si fuera el último, no sabe lo que dice. Si vives con prisa cada momento de tu vida por querer ganarle tiempo al tiempo, la espichas en pocos minutos. Vivir sin pausa es de deficientes mentales y no sirve para nada, salvo para que la velocidad se acreciente y acabar en colisión mucho antes de lo deseado.
Durante muchos años de mi vida yo también pensé así, pero ante el inevitable camino a la senectud, voy encontrando un equilibrio. De un tiempo a esta parte, compagino mis selectivos momentos de locura e intensidad, con momentos de curiosidad y tiempos buscados de reflexión y letargo.
A veces y aunque paradójico, siento una desacostumbrada fusión de intranquilidad y hartazgo. Pero solo en esa armonía de intenciones es como devoro y paladeo la vida: no siempre en una inútil carrera contra el tiempo, ni tampoco vivir en una continua languidez propia de las tardes de verano, que trascurren lentas y pesadas como si nunca fueran a tener fin.
En resumidas cuentas, estoy envejeciendo y creo que estoy madurando. Lo primero bienvenido sea; lo segundo no me hace ni puta gracia.
El aula universitaria estaba preparada y la conferencia que allí se iba a impartir cuidada hasta el más mínimo detalle; incluso la temperatura era agradable. Alguien decidió que cualquier tipo de mensaje, por razones antropológicas, debía llegar a través de una mujer. Una que no fuera gorda ni delgada, ni fea ni de belleza despampanante. No muy joven pero tampoco entrada en años. La mujer elegida reunía un patrón cómodo a la vista, y eso la hacía cercana y propiciaba la receptividad del público.
La doctora hablaba. No trataba de ser nuestra amiga, pero sí de convencernos. Y por supuesto estaba entrenada para ello. La modulación de su voz, el énfasis correcto en las palabras, los tiempos calculados de silencio y su gesticulación facial y corporal así lo constataban. Tras ella, las imágenes del proyector, también elegidas con intención, se sucedían en una secuencia estudiada en función de su elocuencia.
Ante nosotros danzaban coloridas imágenes de macro granjas presentadas como crueles campos de concentración. Gallinas, cerdos, pollos, terneras, vacas, corderos, bueyes... Aquellas criaturas se apretujaban entre sus iguales, retozando en su propia inmundicia con miradas de absurda incomprensión, mientras eran sobrealimentadas sin descanso para nutrir a la raza humana, la máxima depredadora.
Las imágenes siguientes, acompañadas de sobrenaturales chillidos en sonido estereofónico, presentaban el lado más salvaje y obsceno de la industria cárnica, en un nítido grafismo de descargas eléctricas, desolladuras de cuerpo entero, decapitaciones, evisceraciones, mutilaciones y grandes cantidades de sangre que los matarifes hacían desaparecer con chorros de agua a presión.
Las luces se encendieron y la doctora enmudeció. Nadie dudaba de que el mensaje cayó sobre nosotros como lluvia ácida, calando en lo más hondo. Algunos de los presentes seguían sentados, tapándose con la mano, a modo de visera, su radio de visión. Otros tenían el semblante muy serio y muchas habían activado el lagrimal. Cabría pensar que muchas de aquellas personas, quizás, se estaban cuestionando sus preferencias nutricionales.
Yo, en cambio, no puedo tomar decisiones importantes con el estómago vacío, así que ya pensaría en ello, después de degustar unas porciones bovinas a la plancha acompañadas con su debida guarnición.
Una amiga de carcajada estridente trabajaba en una gasolinera que hoy no existe, antaño ubicada enfrente del bloque de pisos donde vivo. Era domingo y le tocaba trabajar de tarde. Más o menos, a eso de las 17,30 PM, me envió un wasap.
Esta fue la conversación:
—Cabrónidas, baja al portal y sal a la plaza de la comunidad que algo está pasando. —Sí, claro. Si a lo mejor no estoy en casa. —Sí que estás que te he visto meter el coche en el parking hace un rato. Algo ha pasado porque están los bomberos, los municipales, los mossos y la ambulancia del SEM. Está todo el mundo. —¿Y los SWAT no están? —Sí, los SWAT también están, no te jode. —Pues como no vengan Los Vengadores o La Patrulla X... Por los SWAT no me asomo ni al balcón.
Al cabo de un par de minutos me envía una foto en la que veo un camión de bomberos en medio de la plaza de la zona residencial, afianzado mediante los gatos delanteros y traseros. La escalera telescópica está extendida hasta un cuarto piso con un bombero en el interior de la cesta de salvamento.
—La foto es de mi primo, que dice que están sacando a su vecina. Lo que no sé por qué la están sacando por el balcón. Ya no hace falta que bajes. —Tendrá complejo de Spiderman. Pasa más a menudo de lo que nos pensamos. —No te rías, eh, que me parece que están sacando a la mujer aquella que va en la silla esa motorizada. —Como el profesor Charles Xavier, pero sin motor. —Y dale.
Al final me asomé al balcón, que da a la parte contraria en donde estaba ocurriendo todo. La policía local cortaba el tráfico para que el resto de efectivos de emergencia pudieran largarse sin complicaciones de la plaza que, desde mi posición, quedaba en la parte trasera de la zona residencial. Me llegó otro wasap:
—Pobre. Ya sé por qué la han sacado por el balcón. Ahora ya se van todos, ¿no? —Sí, hasta los SWAT se van. No veas como te coscas de todo hasta cuando no estás. —Pues mira tú, y sin superpoderes.