Paseemos por París en una tarde apacible, maravillados por la inmovilidad ficticia de las estatuas humanas. Espantemos palomas en San Marcos de Venecia y creamos que el amor existe. Hagamos un mágico trayecto en góndola bajo los puentes del Sena, y vayamos a Florencia a ver arte, sea lo que sea tal cosa.
O visitemos países de encanto prohibido. Claro está, inyectados con las vacunas que en ese país no tienen, que las enfermedades de allí, allí se han de quedar. Y admiremos los templos y el brillo del oro, y en definitiva, las construcciones de lujo insultante.
Disfrutemos del paisaje; del idílico reclamo turístico y de exóticos manjares y néctares, obviando, como siempre, las desigualdades sangrantes. Y por supuesto, hagámonos muchas fotos y con una gran sonrisa, al lado de la desgraciada población autóctona, hundida en la miseria.
En la actualidad, Tesifonte Coscojuela, el surfista esquimal, vive en una zona muy calurosa del planeta, y todavía ha de esperar una semana para que le instalen el aire acondicionado. Pero Tesifonte es un tenaz superviviente que siempre utiliza todos los medios a su alcance para lograr sus objetivos.
Primero se desnuda y practica una serie de estiramientos de espalda, empezando, como le enseñó su profesora de surf, por la parte cervical y bajando hasta la zona lumbar, ya que la torsión del cuello que debe realizar para colocar su cabeza donde tiene pensado, requiere de un complicado ángulo que castiga la columna con severidad.
Después de calentar, introduce su cabeza rapada en el estante del frigorífico más apropiado a su altura. Para ello tiene que resituar el acopio de grasa de foca, así como una butifarra negra y otra blanca. Por razones que él desconoce —y yo no lo atribuyo a la etnia— la negra siempre supera en tamaño a la blanca.
Una vez iniciado el proceso de enfriamiento, Tesifonte empieza a experimentar los primeros resultados. La agradable sensación de frescor en el occipucio, combinada con la sobrecogedora visión en macro del par de símiles fálicos de carne, ofrece al conjunto una peculiar perspectiva bizco-estrábica, solo disfrutable en la más estricta intimidad. En caso de que la temperatura ambiente sobrepase los cuarenta grados Celsius, Tesifonte complementa el antigolpe de calor metiendo los pies en el hueco del cajón bajo del combi.
Por último, constatar que como además es previsor, antes de meter la cabeza en el frigorífico, Tesifonte se ha metido la tarjeta sanitaria en la boca, ya que puede distraerse y permanecer ahí más tiempo del razonable, entrando en un estado paulatino de semiinconsciencia y precongelación, que impediría el normal funcionamiento de cualquier órgano destinado, por ejemplo, a marcar el número de urgencias.
Así es Tesifonte Coscojuela, el surfista esquimal, de nuevo al límite de un mundo insólito.
El idílico verano no tiene prejuicios y da la bienvenida, por igual, a todos los cuerpos: musculosos, viejos, adiposos, jóvenes, esqueléticos, con normopeso... Y da paso a esa promiscuidad palpable que acentúa el cortejo de la carne, en ese baile primigenio y secular de poca ropa, de ombligos y abdominales contoneándose al sol, con el fin del apareamiento en multitud de combinaciones sexuales entre pollas, coños, bocas, tetas, esfínteres y cualquier zona erógena que se precie.
Pero el verano no solo es exhibición corporal y deseo. También es la muestra de coches tuneados en la ilegalidad, con las ventanillas bajadas cagando reguetón, conducidos por adolescentes subnormales, ávidos de adrenalina. Al igual que el motorista de mierda, que se asegura de que toda la ciudadanía sepa que su máquina lleva el tubo de escape trucado. Y cómo no, el conductor del patinete eléctrico, circulando temerario y veloz por donde considera oportuno, sin que le importe la fragilidad de su cuerpo ni la del resto.
El idílico verano nos acoge sin reservas, y se lo agradecemos con fuego provocado por acción u omisión, arrasando miles de hectáreas de zona verde. Como somos tan generosos, también invadimos las playas en las que mar y arena tienen que reabsorver la orina y las heces flotantes de los invasores. Los mismos que se fríen al sol más de lo saludable porque es lo que toca, no vaya a ser que les recuerden lo blancos que son por lucir el mismo color de piel que en invierno, y eso es raro.
Y por la noche, la mayoría de esos gilipollas masifican espacios abiertos, naturales y urbanos, que al día siguiente serán vertederos infectos, sembrados de mierda plastificada y regados con el vómito de cientos de intoxicaciones etílicas. Con lo cual los sufridos servicios de limpieza, de nuevo, se ganarán hasta el último céntimo de su nómina tercermundista, si no mueren antes por un golpe de calor.
Ay, idílico verano. Qué será eso que tienes, que con tu llegada proliferan los guarros, los pirómanos, los gilipollas, los bebedores que no saben cuándo parar de beber, y en definitiva, los malnacidos hijos de la gran puta.
El sol estaba odiando con saña a las tres de la tarde. La Cataluña central se derretía sobre sus propias estructuras de cemento y alquitrán. El siervo pelota del cuarto poder aconsejaba que no se saliera a la calle y que bebiéramos mucha agua. Los esclavos no maldecían sus pisos colmena, y varios indigentes que a nadie importaban morían deshidratados.
Hoy era el día en el que la locura acostumbrada, que no era poca y necesaria, se embrutecía por el calor abrasivo que reblandecía el poco cerebro que le quedaba a más de uno, y de una. El calor rusiente erosionaba todo tipo de relaciones y convivencias, y las llevaba a su punto álgido de crispación, propiciando el escenario adecuado para la violencia doméstica: ese gran caldo de cultivo para aquellos programas televisivos, de máxima audiencia, que trafican con la miseria de vidas inadaptadas.
Hoy también era el día ardiente en que abrí la nevera y allí estaban, como siempre, en perfecta formación, apetecibles y seductoras. Cogí una sabiendo que el resto no llegarían al día siguiente, y comencé la necesaria deglución, amenizada con música oscura, quién sabe si para tratar de eclipsar aquel sol inclemente, o sobrevivir a otro día envenenado de quimeras.
Las latas de cerveza, arrugadas, se amontonaban en el cubo de la basura como cadáveres ensangrentados. Había acabado con todas ellas en unas cuantas horas y ya había atardecido. Decidí apagar la música blasfema y cuando lo hice sonó el timbre. Cogí el teléfono del portero automático, pero no había más que silencio al otro lado. El timbre volvió a sonar —esta vez con más insistencia— y reparé que ese sonido irritante era el de la puerta de entrada de mi piso.
La abrí, y ante mí, estaba toda la familia nuclear de al lado, mirándome. Yo hacía lo propio a través de mi bruma etílica. Supongo que antes de salir a la calle tenían algo que decirme.
La madre, sin duda, era la portavoz, y con mirada vidriosa y voz suplicante —recuerdo con exactitud—, me dijo: «Mira, siempre estás con la música esa y nunca te decimos nada, porque la pones poco rato. Pero no sé qué te ha pasado hoy que llevas desde las tres y son ya las ocho. Y encima retumba por todo el piso y nos vas a volver locos. Así que te agradecería mucho que la próxima vez bajaras el volumen».
Mientras aquellas palabras, en todo momento educadas, parecían llegar a mí desde muy lejos, el padre estaba apoyado en el marco del ascensor a la derecha de su mujer, masticándose la lengua y mirándose la punta del pie, con la que trazaba dibujos imaginarios en el suelo con ademán de autismo inconsciente.
La hija adolescente, con radiante estampa de maniquí, futura musa de humedades vaginales y erecciones rudas y viriles, me miraba con una sonrisa desafiante, disfrutando del momento que le suponía ver a mami poniendo en su sitio al capullo raro del vecino. Apoyaba sus manos de uñas multicolor en un cochecito con tracción a las cuatro ruedas, en el que un bebé, ajeno al siempre estúpido y complicado mundo de los adultos, dormía el plácido sueño de los inocentes.
Y entonces me estremecí. Aquella familia, bien avenida y estructurada según los cánones católicos, había sido sometida, sin merecerlo, a los ritmos luciferinos de Dimmu Borgir, Marduk, Dark Funeral, Impaled Nazarene y Beherit. No imaginaba mayor tortura para quienes reniegan de semejantes melodías.
Tan intenso fue mi arrepentimiento, que no solo me disculpé con sinceridad ante aquellas personas de bien, sino que me comprometí a proveerles todas las veces que hicieran falta, por lo menos hasta mi jubilación, de unos eficaces tapones que se utilizan en mi centro de esclavitud para proteger la audición.
No podrás escapar de la canción del verano por muy lejos que huyas. Te encontrará allí donde estés, porque sonará en todos los putos lugares en todo momento. Y cómo no, será esa brillante composición pegadiza que se supone bailable, cuyo profundo mensaje será una valiosa enseñanza para la humanidad, hasta el punto que millones de oyentes sentirán sus espíritus enaltecidos y sus almas conmovidas.
Mientras que yo, incomprendido e ignorante melómano de minorías, cuyo gusto musical se considera, para muchos, anidado donde amargan los pepinos, y aun entendiendo y aceptando que en la música, como en la literatura y el cine, todo vale, visitaré el retrete con insistencia para cagar mi tristeza y resignación cada vez que esa canción viole mi rango auditivo.
Porque quiero creer que la música sigue siendo esa dama rica en matices y fusiones, ante la cual te arrodillabas con adoración, y no esa puta a la que se han follado tantas veces en tantos veranos, que ya no tiene nada que ofrecer.
Yo apenas guardaba recuerdos de mis vidas pasadas cuando estaba despierto, y eso que eran recurrentes en la fase uno del sueño y muy vívidos en el estado REM. Una amiga aficionada al trasiego desmesurado de alcohol, los sudokus y la hipnosis regresiva, me dijo que esos recuerdos convivían en mi interior en eterno conflicto, estaban desordenados y pertenecían a universos paralelos.
Recuerdo también que me tumbó en su diván, balanceó un péndulo delante de mis narices y dada mi predisposición, me hizo caer en trance. La extraña conversación que mantuve con ella en ese delicado estado, quedó registrada en una cinta de casete TDK de sesenta minutos.
Transcribo un breve y fidedigno extracto de lo referido a mis encarnaciones pasadas.
—Cabrónidas, ¿cuántas vidas pasadas has tenido hasta llegar a la actual? —Muchas. —¿Qué recuerdas de tu vida anterior más inmediata? —Blog, Nihilismo. Teocracia. Oligarquía. Epígonos del PP. Redes sociales. Hijos de puta. —¿Y antes? —Guitarra. Cataluña. Butifarra. Autodestrucción. Hijos de puta. —¿Y antes? —Coño. Follar. Mujer. Hostia. Ruptura. Masturbación. Muñeca hinchable. Vómito. Hijos de puta. —¿Y antes? —Colegio. Instituto. Exámenes. Aprobado. Mierda. Dinero. Hijos de puta. —¿Y antes? —Maxi Cosi. Tacatá. Babas. —¿Y antes? —Un gran vacío insondable. ¡El horror!, ¡el horror!, ¡el horror! Carrera. ¡He llegado!, ¡he llegado!, ¡he llegado!
Y llegado también a este punto, desperté en un estado catatónico alarmante, por lo que mi amiga decidió ingresarme en un centro especializado donde me lobotomizaron. Os puedo asegurar que allí hicieron un gran trabajo: mis vidas anteriores ya no me atormentan, tengo memoria de pez y, lo que es mejor, mi entorno social no ha notado la diferencia y me considera un igual.
Suicidas a parte, está claro que nadie desea una muerte prematura y mucho menos morirse, pese a la certeza de la muerte y lo asimilado de esta. Lo que no comprendo es qué hay de maravilloso en trascender nuestra propia mortalidad. Cierto que en esta vida hay mucha tristeza, desigualdad e hijoputas, pero también hay júbilos intensos y goces inolvidables.
Efímeros, sí, pero insuperables por su cualidad caduca: la lluvia cayendo a cántaros sobre un mar en calma; una brisa veraniega que despega el pelo de la frente sudada; el petricor llenando tus pulmones... Qué nos ofrece la inmortalidad y no envejecer, sino restar calidad a cualquier tipo de goce en favor de un sinfín de repeticiones que no harían más que desvirtuar todo aquello que sabemos finito.
La saciedad eterna de cualquier anhelo nos conduciría a un hastío insondable como el universo. Una vida sempiterna derivaría en una desgana rayana en la locura en la que olvidaríamos qué es la satisfacción. Y la ciencia que nunca se detiene, se empeña en ir más allá de la longevidad y de que podamos vivir más que un roble milenario. Y más que todo eso, no estamos preparados para ello.