23/6/22

146. Verano

    Estoy en casa de mis padres y una melodía llega a mí fluctuando con la candencia del reggae. Después de la comida lavo unas tazas para prepararle un café a mi padre. Las gotas de sudor caen lentas por mi espalda en cosquilleante incomodidad. El agua de la piscina es un espejo destellante. Por el ventanal miro a mi madre mientras trabaja con manos experimentadas en el jardín de mi infancia: los geranios, las enredaderas, las azucenas, las margaritas, los cactus... 

    El agua del aspersor cae en el césped en un abanico de perlas. Huele a tierra mojada y lavavajillas. De pronto, una brisa de fuego aviva en un bucle imposible el vaho aromático del café y las pompas iridiscentes del Fairy. El aroma del café y las burbujas danzan a mi alrededor con pereza imprevisible, antes de salir bailando por la ventana para estallar y disiparse en la flora ajardinada.

    Ya es verano, joder.



20/6/22

145. Cuando el TEA hizo reír

    Películas, películas, películas. Supongo que pasa igual con los libros y las obras de teatro. Algunas te hacen reír o llorar. O ninguna de las dos cosas. A veces empatizas con los personajes de tal modo que los llegas a amar u odiar. Algunos de ellos nunca serían tus amigos y al resto los matarías por insufribles. Tal día caluroso como hoy, vi un gran éxito de taquilla de 1994, que gustó mucho a familiares y conocidos. Algunos rieron, otros lloraron, y los que más se conmovieron. A mí me hizo reír la parte en la que el teniente Dan Taylor dispensa un trato justo y merecido a un par de rameras en una fiesta privada de año nuevo. Por lo demás, sigue sin hacerme ni puta gracia una película en la que, durante gran parte de su metraje, una cocainómana se aprovecha de la buena fe de su amigo autista durante treinta años.


16/6/22

144. El árbol de la loma

    En lo alto de una loma se alza un árbol solitario, viejo como el tiempo, donde nunca se posan los pájaros. Los días de viento sus hojas susurran una historia triste. Caminantes y peregrinos se desvían de su camino cuando lo vislumbran desde la lejanía, pues cuentan los lugareños que está maldito y si te acercas demasiado a él, sientes un frío de muerte que atenaza la garganta. Otros tantos dicen que hay algo entre sus ramas que produce quedos lamentos, pero nunca nadie se acerca lo suficiente, ni permanece más tiempo del que el sobrecogimiento permite. 

    Empero hubo un viajero que desconocía aquellas latitudes y llegó hasta la loma donde yace el árbol, y allí tuvo que detenerse para dar descanso a sus piernas que ya no le respondían. Con el nuevo amanecer, trajo la verdad consigo y me contó a la lumbre del fuego que allí, en el árbol de la loma, a medida que el sol languidece y arrecia el viento, si no apartas la mirada, puedes ver una silueta traslúcida que desciende de una de las ramas de la que todavía, hoy, pende una soga. 

    Dicen que es entonces cuando, si te sobrepones al miedo, te invade una tristeza tan grande que te encoge el corazón y ya nunca puedes librarte de ella, porque la silueta se reclina en el tronco, recoge las piernas y las abraza en su regazo, cabizbaja e inmóvil, con sus contornos temblando con el aire, mientras el sol se hunde en lontananza hasta desaparecer. 


13/6/22

143. Para calmar los nervios

    Robb Flynn militó en dos bandas de thrash metal llamadas Forbidden y Vio-lence. Fue en la segunda —cuyo nombre define con fidelidad la música del grupo— en la que todos conocimos en profundidad el buen hacer de Robb a las seis cuerdas. Sin embargo, Robb Flynn, como músico en plena evolución y creatividad, necesitó marcharse de Vio-lence para seguir creciendo y así fundar, junto con Adam Duce, la banda de groove metal llamada Machine Head, en la que además adoptó el papel de vocalista. 

    En este nuevo grupo, no solo la guitarra de Robb vuelve a crujir con gran delicia, sino que descubrimos que canta con una voz potente y dura como corresponde al género. En este vídeo, no obstante, Robb Flynn se aleja por completo de los registros vocales y sonoros a los que nos tiene acostumbrados, y nos obsequia con una conmovedora balada de tintes melancólicos demostrando que, no solo es el gran músico que todos sabíamos que era, sino que para los que dudábamos, tiene corazoncito.


9/6/22

142. Exorcismo urbano

    Soy un parado de larga duración. Soy una mujer a la que le han hostiado la cara demasiadas veces. Soy un tipo que lo perdió todo por incompetencia de su abogado matrimonialista. Soy un exmilitar que convive en sus noches de insomnio con los alaridos de un millón de cadáveres. Soy otra más sometida a explotación sexual bajo amenaza de muerte. Soy cualquier persona lo bastante jodida como parar empuñar un revólver contra sí misma. El mismo que compré en el mercado negro y lleva dormido en el fondo del cajón, esperando. 

    Pero hoy me he despertado con el pie izquierdo y he decidido que voy a ser el sacerdote de mi exorcismo. Voy a dejar salir los demonios y que se lleven toda la basura.

    Me ducho. Pienso en almorzar pero no como nada. Bebo, solo bebo. A veces lloro. Y mientras bebo y lloro me visto y salgo al mundo con mi revólver y una botella de vino recién empezada.

    Son las ocho y media de la mañana. La primera persona con la que me cruzo es esa chica de 1.º de bachillerato.

    —Buenos días. ¿Vas a recoger hoy la mierda de tu perro?
    —¿Qué? 
    —Quítate los auriculares, niña, que te estoy hablando. Que si hoy te vas a dignar a recoger la mierda de tu perro.
    —Y a ti qué te importa. Déjame en paz.

    Disparo. 

    La muchacha ni siquiera tiene tiempo de sorprenderse. El impacto de bala atraviesa el entrecejo de sus bonitos ojos azules y la levanta unos centímetros del suelo. Cuando cae, lo hace al lado de la última mierda canina que nunca recogerá, y su futuro se esfuma como el humo de mi pistola. El perro gimotea y un tanto dubitativo, empieza a olisquear esa nueva esencia desconocida que desprenden los sesos humanos. Escondo el arma en la cintura del pantalón, doy un trago y sigo andando. El día es espléndido y me ofrece colores que hacía tiempo que no veía. Puede que sea porque me siento feliz de nuevo y ya no recordaba esa sensación. 

    El tiempo se estira. No sé el rato que llevo andando. A lo lejos veo a un tipo muy bien trajeado que se apea de un coche el doble de caro que los pisos de mi barrio, ya de por sí caros. Cuando llego lo bastante cerca, veo que el tipo está pateando a un indigente. El hombre rico resopla por el esfuerzo que eso le supone, y el hombre pobre, en posición fetal, se esfuerza por protegerse. Doy un trago y me pregunto por qué un hombre que en apariencia lo tiene todo, querría apalizar a otro que en apariencia no tiene nada. 

    Puede que el hombre rico tiene un mal día porque han bajado sus acciones en bolsa. Quizás el hombre rico ha discutido con su mujer porque ella ha descubierto que es un adúltero. A lo mejor el hombre rico ha falseado las cuentas de su empresa y el fisco le está soplando en la nuca. O más sencillo aún: el hombre rico, como que es rico, hace lo que le sale de las pelotas y hoy solo necesita desahogarse. El puto hombre rico...

    —Eh, don traje, ¿tienes hijos? —El tipo se gira. Veo el desprecio grabado en su cara.
    —¿Que si tengo...? Sí, tengo hijos. ¿Tú quién coño eres?

    Disparo.

    Una pequeña explosión sanguinolenta aparece en su caja torácica. Suficiente para que el tipo sepa que hoy no es su día de suerte, antes de caer sobre la modesta edificación de cartón en la que vive el mendigo. Hoy llorarán en el mundo de los ricos y la opulencia se vestirá de negro. Hoy los niños ricos también se quedan huérfanos y sus madres ricas también enviudan. Le doy un generoso trago a la botella y luego se la ofrezco al vagabundo. «Ten, amigo. Creo que la necesitas más que yo». La mirada del mendigo se ilumina con ese brillo de quien lleva largo tiempo sin esperar nada. Quizás porque en algún momento de su vida le quitaron algo irrecuperable. Quizás hoy vuelve a creer. 

    Las diez de la mañana. El día mejora por momentos porque respiro magia en el ambiente. Y todavía me quedan cinco balas para hacer el bien entre tanto mal. Escondo mi revólver de nuevo y entro en el instituto que hay camino a mi casa. Debe ser la hora del recreo o algo así, porque los pasillos están abarrotados de estudiantes que salen de sus aulas. Veo saturación en muchos de ellos. Y prisa, mucha prisa. Los pasillos se vacían en un momento y por fin encuentro lo que buscaba: sala de profesores. «Vaya, han descuidado el lenguaje inclusivo». 

    Hay dos profesores y dos profesoras.

    —Buenos días. ¿Qué tal?
    —¿Quién demonios es usted? —pregunta una profesora. El resto están sorprendidos. 
    —Eso me pregunto yo desde hace meses y sigo sin saberlo. Desde luego, no soy el jodido Charles Bronson. Por cierto, ¿qué hacen fumando? ¿No está prohibido?
    —Escuche —interviene otra profesora—, si no podemos ayudarle, será mejor que se vaya. No puede estar aquí.
    —No se preocupe; no pueden ayudarme. Pero sí podrían haber ayudado a la chica de quince años que estudiaba en este instituto de mierda y que hace quince días se suicidó por acoso escolar.
    —Mire, váyase de inmediato o llamaremos a la policía. —Los cuatro docentes se miran y se revuelven en sus asientos.
    —Apuesto a que sí. De repente se han vuelto muy eficaces. ¿Cuántas veces se tiene que denunciar el acoso escolar para que los de su gremio, en lugar de girar la cara, muevan el culo?  
    —¡Váyase de aquí ahora mismo o llamo a la policía! ¡Usted no tiene ni idea! ¡Usted...!

    Disparo, disparo, disparo y disparo.

    Cuatro docentes que deshonraban su respetable profesión, hoy dejan de hacerlo. Los padres de la joven suicida seguirán destrozados de por vida. Nadie sabrá la verdad, pero hoy el mundo es un poco mejor. Salgo del instituto sobre las doce del medio día dirección a mi casa, y es que tengo hambre. Y lo hago con una sonrisa más radiante que el sol que baña la calle. Será verdad eso que dicen que llevar a cabo buenas acciones te hace sentir realizado. Durante el trayecto, todos aquellos con los que me cruzo me miran con horror, me señalan con el dedo y me esquivan. De pronto, cuando llego a mi piso, oigo el aullido de unas sirenas. 

    Los buenos van a por el malo. Los espero con una cerveza en la mano y la pistola en la otra, sentado en el suelo. Los que dicen proteger y servir se identifican a gritos y me exigen que salga con las manos en alto. Mi revólver aún está caliente y brilla. Miro por la ventana y veo a una numerosa agrupación de ciudadanos, buenos y obedientes, apiñados en la acera tras el cordón policial, con los mentones alzados. Algunos de ellos sujetan a sus menores en su regazo girándoles la cara, pero no se van. 

    Hay espectáculo y es gratis. 

    Las fuerzas represoras repiten su orden. Mañana, en varios platós de televisión, los llamados expertos se emborracharán con lo acontecido, ensalzarán la labor de los héroes y condenarán las acciones del monstruo. Y pasarán de tratar los problemas de fondo y estructurales, mientras que la sociedad de bien seguirá siendo esa abultada y sucia alfombra bajo la que ocultar tragedia y mierda.

    Pero yo estoy en paz. En paz con todos desde ni recuerdo. 

    Los que protegen los intereses del Estado destrozan la puerta e irrumpen. Exclaman que suelte el arma, me tire al suelo y ponga las manos en la cabeza. «No más demonios, joder», y levanto mi arma.

    Abajo, los móviles destellan y las redes sociales arden. 

    Disparo. 

    Disparan. 

    

6/6/22

141. Educación

    Ah, las normas de educación, tan bien arraigadas. Me complican la vida y me conducen a la infelicidad. Dicen que una palabra agradable y animosa muy de mañana, es más efectiva que el mejor de los medicamentos. Por eso me han inculcado que a los desconocidos de mi día a día les tengo que desear buenos días, buenas tardes y buenas noches, aunque me dé igual su existencia o los atropelle un camión. ¿Se puede ser más hipócrita?

    Lo mismo cuando comen. Digo que les aproveche, cuando no me importa que al segundo siguiente se atraganten e incluso mueran. ¿Se puede ser más despreciable? 

    Y si no, las normas de educación a contranatura, que son las peores. El cuerpo, cuando lo considera oportuno, ejerce sus mecanismos para expulsar gases, por vía bucal o anal, y tienes que aguantártelos si estás acompañado, por temor a que te llamen guarro y te señalen con el dedo. Ya sé que no cuesta nada tener buenos deseos y expresarlos para los demás. Si algo hacemos bien los humanos es aparentar y mentir, y sin que se note. 

    Pero ya no puedo más. Basta de expresar cosas que no siento y de ir en contra del sabio funcionamiento de mi organismo. Hacerlo me lleva al estrés y al conflicto interior. Voy a buscar la felicidad en esta sociedad tan contradictoria que hemos creado. Y la voy a encontrar aun a riesgo de que me insulten y me releguen al ostracismo. 

    Seré el objeto de sus mofas y el tema de conversación cuando no los tenga delante. Y de puertas para afuera gastarán tolerancia, mientras que en la intimidad de sus casas, a su manera, me condenarán y juzgarán de modo educado, porque ellos sí lo son. Y seré el amargado, el desagradable, el raro, el enfermo, el antipático, el loco... el maleducado. 

    Nunca podrán imaginar la verdad. Estaré solo, sí. 

    Pero feliz.


2/6/22

140. El fin, por fin

    Los noticiarios llevan un mes informando de que hoy es el fin de la Humanidad, y que a las 00:01 del nuevo día dejaremos de existir. Sabemos que siempre mienten, pero esta vez les hemos creído porque la noticia ha sido televisada en todo el mundo. Y porque más de un presentador, después de recordarnos que hoy es el fatídico día, se ha volado la cabeza. Hasta la fecha, y suponemos que no habrá otra, estos actos tan lamentables son los más compartidos en toda la historia de las redes sociales. 

    En fin —y nunca mejor dicho—, la pregunta que durante el principio de los tiempos ha atormentado al hombre, ha sido contestada. Seguimos sin saber de dónde venimos, pero sabemos a dónde nos vamos. Y es a tomar por culo. Bien, eso también lo hemos sabido siempre. El caso es que hace un mes que también sabemos cuándo: y es hoy. Los marcianos existen, han dado muestras de vida y van a por nosotros con todo su armamento pesado. 

    Tal y como han vaticinado el Papa, Hacienda, los Servicios de inteligencia, la agrupación mundial del canto tirolés, Iker Jiménez, Javier Sierra, Paco Porras, Leticia Sabater, Rappel, Aramis Fuster y otras eminencias de menor relevancia, hoy, desde primera hora de la mañana, las millares de naves que circundaban la Tierra un mes atrás con intenciones hostiles se han hecho visibles.

    En contra de lo que se puede pensar, nadie corre y todos se hostian. Las viejas rencillas que desde siempre utiliza el poder para enfrentarnos siguen importando. Es más: cobran una nueva dimensión, más primaria y elemental, porque todos vamos a morir hoy. ¿Qué más da el recato, las leyes, las legislaciones, las normas de convivencia, eso llamado tolerancia, las conductas que siempre han regido nuestras vidas? Hoy, el comportamiento humano es más humano que nunca, por eso el desorden se antepone a la injusticia y la única bandera es la del pillaje y la barbarie. Así que a la mierda: seamos libres de verdad, aunque solo sea durante veinticuatro horas.

    Por lo que a mí respecta, me acabo de despedir de amigos y familiares. Me acabo de dar la última ducha y me dispongo a encontrarme con ni novia, Cabronicia, para pasar juntos este último día, hasta que la aniquilación masiva nos encuentre en un rítmico baile pélvico como último homenaje a la vida. Por supuesto, lo haremos en la intimidad de nuestra alcoba y no en la calle, como está ocurriendo desde primera hora de la mañana. 

    La noche se cierne y aunque las cosas importantes ocurrieron ayer, corro tanto con el coche que los neumáticos chillan. Opto por rutas alternativas, ya que en las habituales impera un caos incontrolable, pero el tiempo se agota y tengo que acortar camino. Así que en un arrebato de locura atropello a una delirante comitiva de Hare Krishna que danzan, descoordinados, por una de las calzadas principales de la ciudad. Mi primera reacción es de sobrecogimiento. Nunca había matado a nadie antes, a excepción de un escarabajo, pero fue sin querer. De todas formas da lo mismo: esos pobres capullos se van al amparo de la señora de la guadaña un poco antes que nosotros. 

    Cuando llego al portal del piso de Cabronicia e intento abrir, resulta que me he dejado las llaves. Empiezo a ponerme nervioso. Clavo el dedo en el timbre del portero automático, una, dos y hasta tres veces, pero no hay suministro eléctrico. Ya no estoy nervioso: estoy horrorizado. Cojo el móvil, que marca las 23:55, lo cual quiere decir que me he retrasado sobre la hora convenida, y llamo a Cabronicia. Pero no contesta, joder, no contesta. Y yo quiero disfrutar de la compañía de mi amada, volver a sentir el contacto de su cuerpo, firme y elástico como el de un arco vikingo, antes de abandonar este mundo de mierda. 

    Sumido en la más honda desesperación tiro el móvil al suelo, y haciendo bocina con las manos dirección a la ventana me desgañito llamándola. Ella sale al balcón. Me mira con cara de pasmo, pero enseguida entiende la urgencia de mis gestos. En un parpadeo se abre la puerta del portal y ya estamos, por fin, uno en brazos del otro. 

    Quizás no es tan tarde después de todo. Aún nos da tiempo de dedicarnos una sonrisa y reconocernos de nuevo. Aún nos da tiempo de que nuestras miradas hablen y urdan planes. Aún nos da tiempo de resolver todo aquello que alguna vez callamos. Aún nos da tiempo de dedicarnos los «te quiero» de toda una vida. Aún nos da tiempo de sentirnos en un beso y de crear un nuevo recuerdo. 

    Aún nos da tiempo, aunque el cielo retumba, ilumina la noche y el mundo se abre como ojos que despiertan. 

    Después, el Gran Silencio.


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