Por qué, por qué, por qué. Vienes a joderme en el preciso momento que escojo yo para joderte a ti. Por no caer me siento y todo son demonios y sombras. Te vistes con las caras de otras, viertes en mí tus embrujos y me requiebras alrededor. Para qué, para qué, para qué. Qué coño haces aquí si siempre hay algo que hago mal. Deseo que te mueras; sí, tú. Que por no lastimarte te voy a dar la espalda y dar un salto al vacío. El suelo parece que supura ginebra, desangrándose como mis brazos. Apenas quedan cristales rotos en la ventana. Con las manos embutidas en los bolsillos, me alejo pensando en ti aun queriendo que desaparezcas, y en mi crispación los he llenado de agujeros.
Tengo los sentidos embotados de ese sabor ácido a impacto y a sangre. El vino acabado, bilis en la garganta y la ventana hecha añicos. Quise gritarte todo mi odio, pero se me iban a quebrar los dientes de tanto apretarlos. Habría podido matarte a puñetazos, pero decidí hacerlo con la habitación. Y luego arrancarme el pecho, arañarme los ojos y abrazarme a mí mismo hasta morir de amargura. Pero me asomé a la ventana, y de nuevo la brisa trajo aquella canción paseándose entre las aristas. Tus caras se difuminaban y ya no quise volver a entrar. Salté como en aquella ocasión, pero sin cristal alguno que pudiera herirme. Un suelo esponjoso como una nube acarició mis pies. Extendí los brazos con las palmas abiertas, ofreciéndome a la calidez de un sol recién nacido. Su luz bañó mi cara como un bálsamo, y dejé que de mis ojos cerrados fluyera la ira mejillas abajo. Tan solo estaba sonriendo. Y llorando. Llorando de amor.
El otro día estuve leyendo sobre el poder sanador de los abrazos. Ese acto amigable y bondadoso que te infunde cariño y calor. Que te reconforta y te hace sentir que importas. El efecto que causa sobre tu cuerpo, mente y espíritu, se produce tanto si lo das como si lo recibes. Incluso algunos animales como el mono, el koala y el perezoso, abrazan. Eso sin mencionar los animales de toda la vida como el perro y el gato. Y los animales que por su naturaleza anatómica no pueden, si se acercan a ti y posan la cabeza sobre tu regazo u hombro, lo hacen esperando tan reclamada acción.
Creo que existe una especie de hilo mental, primigenio, que conecta a todos los seres vivos a nivel subliminal. El abrazo es un gesto que trasciende lo humano y es extensible a toda criatura viviente. Pero tiene sus riesgos y hemos olvidado cómo utilizar ese hilo mental.
Por eso no es de extrañar que Melusina, una niña de seis años natural de Galápagos (Guadalajara), en un ardiente arrebato de cariño, abrazara a su boa constrictor y esta, en amorosa correspondencia, le devolviera el abrazo hasta dejarla como una bolsa de té usada.
Ella era esa clase de mujer que creía ser la primera de todas las mujeres en vestir un traje de gala cuyos pliegues, a cada uno de sus movimientos, deslumbraban como rayos de un sol de verano. Siempre escudriñaba de perfil con la fijeza despiadada de unos ojos que apuñalan todo lo que miran. Lo hacía con pose oblicua y eterna, con el mentón alzado y el pelo desordenado, solemne como un busto de la antigua Grecia.
Abordaba las aceras con un paso alargado que era un pequeño salto, y entonces teorizaba sobre el nombre de la calle en la que nos encontrábamos, de las papeleras abolladas, de los chiclés aplastados y la basura que se desbordaba de los contenedores, y siempre que la contradecía me miraba como la niña del exorcista.
A menudo se enamoraba de tipos cuyos nombres sonaban a Héctor, Pátric o Víctor, lo cual significó que nunca lo estuvo de mí. Si acaso fui como aquel mensaje nunca leído que se relega en la carpeta del correo no deseado, pero que por alguna razón que ya nunca conoceré, nunca borró de su vida hasta que yo decidí hacerlo, cuando acepté que para mí no fue más que un pastel envenenado. Muchas veces se manchaba con el postre y entonces yo me reía. Y ella se reía conmigo y se reía como si no existieran cosas horribles en el mundo, y se reía hasta de su risa.
En una libretita azul escribía cosas que no me daría a conocer hasta que la terminara, pero no le di tiempo. Y eso que la deslizó con disimulo una y mil veces en los baños de ruidosas discotecas; en las mesas de bibliotecas de silencio sepulcral, y hasta en bodas y funerales de protocolaria teatralidad. Vestíamos nuestro discurso con ropajes caros y dábamos una calurosa palmadita a cada palabra precipitándola como si fuera la última, buscando el reconocimiento en otras palabras de bocas ajenas que quedaban ingrávidas en la levedad de su atonía.
Y así fue cómo aquella relación se convirtió en una trampa de bordes resbaladizos, donde se despeñaron dos pavos reales.
Tuve una infancia dorada, de mañanas soleadas, atardeceres anaranjados y noches de cuento. Aquellos días eran mejores en compañía de mi abuelo, que siempre compartía conmigo sus caramelos Werther's Original hasta quedarse sin ninguno. Qué caramelos tan ricos, dulces y cremosos. El tiempo ha pasado y ahora que yo soy el abuelo, ¡a mi nieto que le den por culo! ¡Todos los Werther's Original para mí!
Yo te habría querido a pesar de tu comportamiento contradictorio. Ese que siempre detesté porque abundo en la coherencia.
Yo podría haber estado loco por ti, aunque aquella noche en el cine consiguieras que claudicara a favor de ver Los 2 lados de la cama (2005) y no Los 4 fantásticos (2005).
Además, te habría venerado cada segundo, a pesar de que te gustara David Bisbal y renegaras de cualquier acorde de guitarra con distorsión.
Hasta podría haberme enamorado de ti, aun cuando utilizaras la mentira por omisión según te conviniera, cuando para mí la verdad solo tiene un camino.
Y más que ningún otro, habría deseado cada centímetro de tu piel, aunque la más atroz de las enfermedades hubiera convertido tu belleza en un deterioro innombrable.
Y sin pensarlo, habría utilizado mi cuerpo para escudar el tuyo, de encontrarnos entre el fuego cruzado de los fusiles de asalto de la Guardia Civil y los mártires ofendidos de Alá.
Incluso en medio de una supuesta tercera guerra mundial, rodeados de aniquilación y sangre, la certeza de la muerte no habría impedido que te amara con intensidad hasta el último segundo, a la espera de que la radiación nuclear pulverizara nuestros cuerpos abrazados.
Pero convertirme en otra persona hubiera supuesto un imposible. Y en unas pocas citas comprendí que no eras merecedora de semejante desgaste por mi parte, cabrona estúpida.
Ocurrió en un zoo de Cincinnati (Ohio, Estado Unidos).
Un niño cayó en el foso donde habitaba, preso, un gorila de lomo plateado; una especie protegida en peligro de extinción. La seguridad del zoo, anteponiendo la vida humana a la animal, abatió a la peluda criatura. Phat Pepe, gran artista contemporáneo en ciernes, nos recuerda con una bella canción el trágico suceso sobre aquel pobre animal que solo quería jugar, dejando claro que la culpable de tan calamitosa desgracia fue una madre despistada, quién sabe si también idiota.
Antes de que el estado del bienestar fracasara, Auxibio curraba en la especuladora industria del tocho. En verano se tostaba la espalda bajo la inclemencia de un sol abrasador, y en invierno se congelaba manos y escroto merced a las bajas temperaturas del despiadado invierno. Mientras su esclavitud se sucedía año tras año, su mujer, Basilisia, se ocupaba de los menesteres no remunerados, pero siempre necesarios, que corresponden a un hogar aseado y digno.
En las horas en que Auxibio le daba la consistencia adecuada al mortero, Basilisia se pasaba por la entrepierna los votos matrimoniales que firmara hace cinco años, y con enérgica entrega y en la clandestinidad, ocupaba todos los orificios de su cuerpo susceptibles de ser penetrados, con las tuberías cárnicas de todo aquel que ella aceptara.
Para ira de algunos, asombro de otros e indiferencia de pocos, aquella situación denigraba a la joven pareja y pervertía su matrimonio. A mí me asombraba el estoicismo con que Auxibio asumía su condición de astado, y el pasotismo de Basilisia respecto al conocimiento de envergadura municipal de sus tórridas infidelidades.
Una noche de aquel tiempo, me fui con Cástulo a una discoteca ubicada a pocos kilómetros del pueblo. Estábamos en la planta alta de aquel lugar luminiscente y caótico, burlándonos del apretado amasijo de imposibilitados mentales de abajo, que convulsionaban en un trance colectivo de movimientos simiescos y antinaturales, orquestado por una estridencia decibélica.
La noche avanzaba en un trasiego etílico. Cástulo asía el cubata por los bordes con el pulgar y el índice, y luego movía el antebrazo de izquierda a derecha en rápidos y amplios giros circulares de ciento ochenta grados, de tal modo que el contenido del cubata no se derramaba. En aquella ocasión —como siempre esperé que pasara—, el cubata se le escapó de la mano en una trayectoria ascendente de intermitencias de ciencia ficción, propiciadas por el frenesí de las luces estroboscópicas.
Cuando parecía que el vaso iba a quedarse ingrávido para siempre, descendió en picado cual ángel vengador dirección a la turba de abajo, estrellándose con soberana contundencia en la cara de Basilisia. La desafortunada muchacha cayó al suelo, al tiempo que intentaba cubrirse el rostro sin apenas conseguirlo, dado que sus manos temblaban. Cuando la ayudaron a incorporarse, acerté a ver entre el tumulto, que su cara, antes maquillada con esmero, era una perversión ensangrentada, anegada en lágrimas, de la del Joker en su peor momento.
Pese a lo funesto de lo ocurrido, Cástulo escupía su júbilo, aborrecible y miserable, mientras que yo permanecía entre el pasmo y la inacción. Tan pronto fuimos señalados —y Cástulo casi linchado—, los guardias de seguridad le salvaron la vida echándolo fuera de la discoteca junto conmigo, dejándonos bien claro que teníamos la entrada prohibida de por vida. Al tiempo que nos largábamos, llegaban los servicios médicos.
Durante los días que siguieron me estuve preguntando cuánto tiempo tarda en sanar una brecha abierta en la ceja una vez suturada. Y cuándo nos llegaría a Cástulo y a mí una citación judicial por un delito de lesiones. Pero solo llegaron rumores de que a Auxibio ya le estaba bien que fuera Basilisia la que llorara, que él ya había llorado bastante. Al cabo del mes se comentaba que se habían separado e iniciado los trámites del divorcio.
Han pasado cerca de veinte años desde entonces. El domingo pasado vi a Auxibio en un centro comercial del extrarradio. Presentaba una calvicie incipiente e iba acompañado de una mujer y un niño de unos siete años. Presupongo, por los ademanes que observé —aunque con reservas porque no lo sé de verdad— que eran su mujer y su hijo. El caso es que nada había de aquella expresión de vejez prematura con la que antaño vestía su rostro un día tras otro. Parecía estar bien. Bien de verdad, y me alegro por él.
Y por qué no, quiero pensar que esté donde esté, Basilisia, a la que jamás he vuelto a ver desde aquella noche, y que por lo visto nunca llegó a denunciar, también está bien. Que es feliz a su manera, sin que por ello tenga que ser aquella adúltera que una vez fue.
Quién cree, todavía, que existe algo llamado privacidad. Quién cree que alguna vez existió. Quién tiene el privilegio, o la desgracia, de poder acceder a cuantas cuentas de correo y redes sociales quiera, sin contraseña, y bucear en las vidas de sus usuarios hasta el hartazgo. Quiénes son aquellos que, siendo como tú y como yo, controlan desde algún lugar secreto gubernamental, todas las conversaciones que se dan a cada segundo mediante las ondas de radio. Quién se ríe de asco mientras engulle macarrones de una fiambrera, cuando monitoriza millones de vidas ajenas, servidas en alta definición desde el centro de control. Quién es ese testigo mudo que llora de la risa, cada vez que entra en la base de datos y escudriña en la intimidad de las masas. Quiénes son esos espectadores con doble identidad, que obedecen las órdenes de personas intocables, sin rostro, que elaboran las hojas de ruta de las sociedades.
Quién constatará, una vez más, que hemos venido al mundo a ser engañados, a hacer el imbécil y dejar muestra flagrante de ello.