11/10/21

73. Historia censurada

    Resulta que el 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón, justo cuando pensaba arrojarse por la borda exclamando: «¡Que os den por culo, cabrones!», debido al hastío producido por las quejas y lloriqueos de su desquiciada tripulación, divisó algo sólido en la lejanía y ya nada volvería a ser lo mismo: la Tierra resulta que no es plana. A bordo de una carabela llamada La Pinta, Cristóbal atraca en una de las islas que después bautizaría con el nombre de San Salvador.

    —Perdonen que les moleste, ¿vamos bien por aquí para recalar en la India? —Pregunta Cristóbal a un par de indígenas que estaban en la playa tomando el sol en actitud reptilesca.
    —No señor, tendrían que haber virado a la derecha en el triángulo de las Bermudas. Le aconsejo que revise el funcionamiento de su brújula —responde uno.
    —Ya, ya, pero para ahorrarme las monedillas que te cobran en el peaje del canal de Suez... Ya sabéis cómo somos los catalanes, que cuando tenemos que hacer donativos a la iglesia, lanzamos las monedas al aire, y las que coja Dios, para la iglesia, y las que caigan al suelo, para nosotros. ¿Entonces, dónde leches estamos?
    —Esto es Guanahani , señor. América. —Contesta el otro.
    —Coño, me pensaba que te pasaba algo raro en la boca. América, eh... Pues ala, os ataco con veinte cañones, un caballo, un mulo romo, un par de escupitajos y con enfermedades y virus, que mi misión era ocupar treinta y cuatro territorios y aún voy por el primero. ¡A ver, los hermanos Pinzón, dejad de lameros las pollas y clavad la bandera! ¡Ràpid, collons! Por cierto, alma de Dios —pregunta a uno de los nativos—, ¿qué es eso que estás comiendo?
    —Chocochoulaou, señor.
    —¿Choco qué? ¡Por la árida entrepierna de la reina Isabel! Hay que ponerle un nombre más comercial. Esto se va a llamar chocolate. Deja que lo cate. La hostia, esto combina con cualquier alimento; hasta con churros, diría. Tenemos que patentarlo cuanto antes para forrarnos y vivir a cuerpo de rey. Total, hay tantos que uno más no se va a notar. ¿Y esa cosa que mascas y escupes como si fueras un rumiante ordinario? —Le preguntó al otro.
    —Tabaco, señor.
    —¡Por las fulanas tetudas de Génova! Eso se mezcla con trescientos aditivos chungos, que más tarde serán cigarrillos de 8,5 cm, empaquetados como es debido en cajetillas con capacidad para doce o veinticuatro, y se venden en estancos y quioscos para crear una nueva modalidad de esclavos. Si es que... Vaya par de atascaos de la vida; nativos teníais que ser. Voy a pedirle a Philip Kotler que busque un hueco en su agenda y se deje caer en este remoto lugar para que os imparta unas cuantas lecciones de márquetin.
    —Le estamos muy agradecidos, señor.
    —Si supierais la que se os viene encima... En fin, que levamos ancla que nos queda mucho por hacer todavía. Además, he quedado con los reyes católicos para una orgía que ríete tú del osobuco de Ron Jeremy. ¡Ah!, y me llevo esta iguana para darle una sorpresa a Juana, que no para de decir y hacer unas cosas muy raras que acojonan.
    —Como guste, señor. Tenga una hoja de palmera de regalo para envolver a la iguana. 
    —Gracias, indígenas alelaos. Y al loro si Pizarro se deja caer por aquí, que tiene más mala hostia que un canguro preñao.



7/10/21

72. La experiencia traumática de los amigos en su mayoría de edad

    Esta historia ocurrió hace años, y llegó a mí en la barra de un bar por boca de sus dos protagonistas, cuyos anonimatos respetaré, puesto que la narración contiene material sensible y comprometido.

    Según palabras de Apolinario y Calasancio, su amistad se remonta a cuando se podían contar sus edades con una sola mano, y con cariño eran enjabonados por sus madres en la misma bañera, mientras compartían juegos inocentes con un patito de goma —amarillo, no negro—. El tiempo pasó fugaz hasta que los dos pequeños llegaron a la pubertad, que trajo consigo un voraz apetito sexual que pugnaba día y noche por ser alimentado. Es decir: querían follar y querían con todas.

    Apolinario y Calasancio lidiaron con aquel ímpetu sexual a base de enajenación pajeril, e intercambio secreto de porno gonzo hasta los dieciocho años. Es decir, no es que dejaran de cascársela y de consumir folleteo en pantalla, pero alcanzada la mayoría de edad, podrían acceder a ese antiguo mundo no regulado ni cotizable en la SS, en el que trabajan mujeres, hombres y transexuales de edad, etnia y jerarquía social diversa. A su alcance tenían, por fin, el oscuro mundo del puterío en todas sus formas y posibilidades.

    Atendiendo a su condición de heterosexuales, acordaron alquilar el servicio de dos lumis para así, entre los cuatro y en la misma habitación, realizar todo aquello que habían visto en aquellas viejas cintas de VHS, en la actualidad deterioradas de tanto visionado enfermo, así como de aquellas revistas mil veces pringadas hasta el acartonamiento, ahora irreconocibles. Según ellos, tampoco se iban a avergonzar de su desnudez, puesto que la única cosa que requiere extrema privacidad es el inevitable y ceremonioso acto de cagar. Mientras que funciones tales como mear, escupir, follar y otras tantas, pueden realizarse en público sin remilgo alguno.

    Las elegidas para la consumación carnal se ofertaban en un conocido periódico intercomarcal de la Cataluña central, con el nombre de Nube y Estrella. El anuncio en cuestión rezaba: "Nube y Estrella, veinte y diecinueve años de puro fuego y placer. Ninfómanas insatisfechas que cumplirán todas tus fantasías". Tan prometedoras palabras iban acompañadas de una foto en la que se exhibían dos chicas —rubia y morena— de cuerpos semidesnudos que parecían nacidos del trazo más inspirado de Milo Manara.

    Ahora solo restaba llamar al número telefónico indicado para concertar visita y la pasta a aflojar. 

   Llegado el día elegido, aquel par de jóvenes granujientos se personaron en la dirección recibida y pulsaron el timbre. La puerta se abrió mostrando una oscuridad inquietante, de la que se oyó una voz amortiguada que los invitó a pasar. Cuando cruzaron el umbral,  la débil luz del recibidor se encendió, y una mujer de edad imprecisa surgió de la penumbra dirección a ellos como si se desplazara sobre ruedas.

    La casa de lenocinio donde Nube y Estrella vendían su cuerpo era un lugar frío con un fuerte olor a incienso. La intermediaria los miró con un rostro desdibujado —semejante al de Jack Nicholson cuando declaraba desde el estrado en Algunos hombres buenos (1992)—, como si pensara que no sabían dónde coño se habían metido. Los dos amigos solicitaron los servicios de Nube y Estrella como se acordó, pero qué casualidad, Nube y Estrella no se encontraban bien, por lo que tuvieron que elegir a otras dos chicas que sí estaban de servicio.

    En este punto de la narración, Apolinario y Calasancio, como si de veras lo necesitaran, se pidieron otro Jack Daniels con hielo y se pasaron la mano por la cara, como si de ese modo alejaran un mal recuerdo a punto de destapar.

    Continuaron narrándome con voces temblorosas, que la intermediaria los condujo por un pasillo de sombras hasta una habitación mal iluminada, en la que tenían que esperar a las furcias. Al cabo de unos cinco minutos de incertidumbre, un sonido de tacones, lento pero obstinado, fue ganando volumen hasta que la puerta se abrió con un lamento. Dos mujeres en lencería cutre, con piernas arqueadas de andares oscilantes y calzadas con tacón largo, se personaron, y el horror se instaló para siempre en las retinas de aquellos pobres muchachos.

    Es probable que de existir el ideario de Tolkien, los orcos de Mordor tendrían mejor aspecto, porque no había atisbo alguno de femineidad en aquel par de hijas bastardas de Sauron. Sus cuerpos eran de una magnitud esquelética indescriptible, como si la inanición hubiera currado horas extras en aquellas anatomías. Y sus caretos estaban cubiertos por unas greñas apelmazadas, que parecían el mocho de la fregona de una charcutería de Calcuta.

    Apolinario y Calasancio enmudecieron, y engulleron sus bebidas de un trago. Luego, finalizaron contándome que, con una palidez que extralimitó a la misma muerte, escaparon de aquel burdel del horror que de manera tan cruel truncó sus libidinosas expectativas.

    Y desde luego ninguna de ellas era luchar por la posesión del anillo.





P.S.: Kolision Mosh, naturales de Rubí (Barcelona), dejaron claro en su día que la canción Pepa la Cachonda, tan solo corresponde a su muñeca hinchable doméstica y de ningún modo a una mujer de carne y hueso, viva o muerta.

4/10/21

71. Animal de compañía

    La última mujer con la que compartía las sábanas y el lavabo, me dejó porque ponía música a un volumen desorbitado. Demasiado alta en el coche, demasiado alta en casa, demasiado alta en el parque con el loro a cuestas, demasiado alta en cualquier lugar. Según ella, aquel caos sonoro de estridencias guturales y trémolos agonizantes, le trastocaba el aura y le jodía los chakras. Así que con expresión compungida me dio a elegir entre ella o aquella bola de ruido. Y como es obvio y atesora entre muchas la calidad de insustituible, elegí la música.

    El tiempo pasó, y pese a nuestro mundo caduco sobrepoblado de oligofrénicos, mi espíritu, cuerpo y mente se encontraban en perfecta armonía, generando una alegría nunca antes experimentada. Tanto era así que había llegado el momento de adquirir un animal de compañía para compartirla.

    Estuve unos días debatiéndome entre comprar un perro o un gato, y aunque me gustan de diversas razas, tamaños y pelajes, son animales que no se corresponden con mi carácter y mi forma de ser. Hasta que un 4 de octubre —día mundial del animal—, en una de mis incursiones por el campo para desinfectarme de la toxicidad de la civilización, topé con un cabrerizo al que le quise comprar una de sus cabras. 

    A todo esto, me fijé en un macho cabrío, grande y negro, con un buen par de astas y una larga perilla que, a su vez, me miraba con inquietante fijeza. Según el cabrero, experto cual Dr. Doolittle sobre el misterioso mundo del lenguaje animal, aquel escrutinio significaba que el cabrón me había elegido como su compañero de vida, y no al revés. Además, era el animal idóneo por afinidad y similitud de comportamiento.

    Para mi sorpresa, pronto descubrí que aquel macho cabrío escondía ciertas habilidades que lo hacían especial en grado sumo. No es que hablara, como la mula Francis —aunque el cabrero me aseguró que sí, solo que pasaría mucho tiempo antes de que yo fuera capaz de entenderlo—, pero cada vez que reproducía música en el tocata, el cabrón se alzaba sobre sus cuartos traseros y mostraba su quijada en una amplia sonrisa. Luego volvía a tocar el suelo y giraba sobre sí mismo cabeceando la cornamenta siguiendo el ritmo. En los acordes más desenfrenados, nos montábamos pequeños pogos por el comedor, que acababan en carcajadas y estentóreos balidos que reverberaban por toda la vecindad.

    Estaba claro que me lo tenía que llevar de concierto y que estábamos hechos el uno para el otro. Así que a los pocos días ya estábamos saliendo de una gran actuación de Dying Fetus. Andábamos bastante ebrios por el adoquinado de una de las apestosas callejuelas de la ciudad, sorteando mierda y rejas de alcantarilla, cuando mi macho cabrío se paró, y tuvo a bien regar con una caudalosa meada las ruedas de un coche tuneado hasta lo grotesco. Nos llegaron unas exclamaciones nada amigables proferidas por el amo del vehículo y sus coleguitas. Eran tres tíos vestidos con cuatro tallas de más, con la mirada oculta tras unas gafas de sol —pese a que era noche cerrada—,y gorras de visera rígida cubriendo sus recipientes de viruta. Llevaban tanta bisutería chatarrera en cuello y muñecas, que podrían morir de ahogamiento en una puta pecera.

    El que parecía ser el cabecilla exclamó: «¡Ataca, bro!», y uno de aquellos mierdecillas se abalanzó de un salto contra mi macho cabrío. Pero mi cabrón lo interceptó al vuelo, y con su poderosa cornamenta lo mantuvo ingrávido con una serie de habilidosas voleas hasta proyectarlo, cual guiñapo, contra un montón de mierda orgánica apiñada al lado de un contenedor. Aprovechando el desconcierto y con extrema celeridad, yo despojé de gafas y gorra al cabecilla, y le eructé en plena jeta provocándole quemaduras de segundo grado. El tercer mierdecilla arrancó a correr exclamando: «¡Necesito chance, bro! ¡Me vuelvo a Puerto Rico!». Pero mi macho cabrío fue más rápido, y de una embestida en el pescuezo, acompañada de un balido estremecedor, la dentadura postiza chapada en oro de aquel desgraciado salió como una bala, y se clavó en la puerta metálica de un garaje cercano. 

    Aquel trío de bastardos adoradores de Bad Bunny se montaron en el coche y desaparecieron de allí con las ruedas humeando —más por la meada mefítica de mi cabrón que por el derrapaje—. Mientras, yo me acerqué a mi cabrón y palmeé mis manos con sus pezuñas, como cada vez que hacíamos un buen trabajo. Primero arriba y luego abajo, ¡plas, plas!, como dos auténticos colegas. Como el equipo invencible que éramos cuando nos marcábamos un tanto.

    A partir de aquella noche nos hicimos inseparables, y llegado el verano nos fuimos de vacaciones a Marrakech. Nos encantaba pasar las tardes en cualquier terraza de cualquier bar, contemplando a la gente con la mirada oculta tras nuestras gafas de sol. Yo miraba a las mujeres e imaginaba sucias obscenidades y él, mientras bebía agua descalcificada de su pajita a grandes sorbos, lucubraba sodomizaciones a las cabras que por allí pululaban como parte normal del paisaje. 

    Desde luego, los animales son mejores que las personas, y ahora entiendo el porqué de quien llora la muerte de su animal de compañía más que la de cualquier humano.

    Por eso ya he vuelto a modificar mi testamento, y he dejado reflejado con claridad meridiana que mi cabrón debe ser el máximo beneficiario.


30/9/21

70. Otoño a cero

    Bueno, bueno, bueno.

    Diría el poeta o el romántico —que tanto da— que ya estamos en la estación triste del año. Esa en la que los árboles lloran sus hojas livianas como un suspiro, hasta tocar el suelo con la suavidad de una caricia bajo un cielo desapacible y mustio. El gris de la melancolía, oh, joder, joder. Ha llegado el segundo otoño pandémico y se ha llevado el sol y las altas temperaturas, con lo bien que se estaba. Se acabó marcar paquetón y raja las veinticuatro horas del día en las zonas de baño, con lo bien que lucen. No así como los botellones en masa, eructar de ebriedad a la luna como dementes abducidos, y el folleteo rítmico o desacompasado al aire libre.

    La siempre maltratada Naturaleza vuelve a agradecer la ausencia de verano, ya que con la paulatina llegada del frío, la gente cerda deja de utilizar playas y bosques como los retretes y basureros por excelencia, para dejar huella en los arrabales y espacios abiertos de las urbes. Me pregunto dónde irán ahora todas aquellas criaturas bípedas del Señor que se someten cual reptiles, verano tras verano, a la tortura de la radiación solar, más untados que un culturista en plena competición, para cambiar el color de piel con el que nacieron. Seguro que muchos de ellos, en algún momento de sus vidas, pusieron a parir a Michael Jackson por su conversión colorea del negro al blanco. Capaces son de gastarse unos billetes en tórridas sesiones de rayos UVA, acelerando así el curso natural de su envejecimiento cutáneo, y a posteriori, untarse la jeta con algún milagroso potingue antiarrugas. Jajaja, gilipollas.

    Pero, ah, el otoño, con sus atardeceres ocres y amarillentos, que ha diferencia del verano —lleno de posibilidades y estímulos— lo percibo como el tiempo de los grifos cerrados y los manómetros a cero. En otoño la vida se ralentiza hasta reducir las opciones, bajan las pulsaciones y los sonidos parecen reproducirse a través de un gramófono en desuso. Es en otoño cuando suspiramos más veces al final de esos días menguantes que se suceden en blanco y negro. Es en otoño cuando apartamos la mirada y empezamos a ser anodinos. Es en otoño —oh, joder con el otoño— cuando sentimos que nuestro corazón encoge mientras miramos a ninguna parte tras el cristal de la ventana.  



27/9/21

69. Autoridad senil

    Confinamientos y pandemias aparte, es de lo más normal que animales, hijoputas y personas en general salgan a transitar la calle. Algunas lo hacen corriendo aunque no por ello les persigue la pasma o los acreedores. Otras pasean. Claro está, lo hacen por las aceras y las zonas peatonales. No como las personas de la tercera edad, que están de vuelta de todo y salen a la calle a combatir la incipiente osteoporosis, adueñándose de la calzada como si fueran los dueños de urbanismo. El porqué de tal enigma lo desconozco, pero es algo que me sobrecoge.

    Por ejemplo, yo circulo con mi coche por las calzadas interiores, adoquinadas o alquitranadas de cualquier pueblo de la península —preferiblemente andaluz o costero—, con la música a un volumen aceptable para no parecer gilipollas. Según convenga a mi destino y atendiendo siempre al código de circulación, giro a izquierda o derecha hasta que me topo con una desordenada veintena de yayos y yayas con boinas y cabezas a lo afro canoso, indiferentes al riesgo de atropello y avanzando en ultralentitud en la misma dirección que yo.

    Como es natural, me detengo. Y no porque varios de los paseantes que me obstaculizan, se giran y me dan el alto levantando sus gallaos con autoridad pastoril. Me paro para evitar una matanza, ya que lejos de apartarse, el temerario pelotón de carcamales me clava su mirada a través de sus gafas de sol como diciendo: «Dónde coño irá este "desgraciao"». En ese momento de presión escrutadora, reduzco el volumen de la música a niveles inaudibles en señal de respeto y les aguanto la mirada como diciendo: «Jodidos octogenarios inconscientes, ¡andad por la acera que al final os harán daño, coño!».

    Cuando parece que han memorizado todas las arrugas de mi cara, la pegatina de la ITV y la matrícula del coche, se dan media vuelta y continúan con su lento peregrinaje como si yo fuera un espejismo. «¡Hostia puta con los vejestorios, que no me dejan pasar!». Y justo cuando me pongo en marcha, los ancianos vacilones, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, se abren a izquierda y derecha como hiciera el mar Rojo ante Moisés, anegando las aceras desiertas. Al borde del paroxismo, cuando por fin paso, lo hago al ralentí para disfrutar del momento, sintiéndome victorioso como si le hubiera ganado un duelo a Clint Eastwood.

    Pero es una ilusión: a medida que avanzo hasta perderlos de vista, vuelven a invadir la calzada y a someterme a examen visual como asegurando: «En estas carreteras mandamos nosotros, cabrón de ciudad».

    «Que no se te olvide».



23/9/21

68. Clases de gimnasia

    Qué sudorosa y extraña asignatura. Me pregunto a qué clase de mendrugo se le ocurrió unir la educación con la física. No es que de ello surgiera un término antagónico, pero sí algo chocante. Si eras un niño cachas o de anatomía precoz sacabas sobresaliente. Si no, no.

    Recuerdo que los altos pegábamos un saltito y nos colgábamos de la escalera horizontal, desplazándonos de barrote en barrote en un balanceo simiesco y coordinado. Otros —cuyos nombres omitiré para evitar situaciones de escarnio— tenían que subirse a una falca de plástico para alcanzarla por no saltar de puro desánimo. Uno se colgó de uno de los barrotes quedándose rígido como un jamón curado. Enmudecidos, contemplábamos cómo la cara de aquel cuerpo inerte enrojecía. El profesor animaba diciendo: «Venga, no pasa nada. Primero un brazo y luego el otro». El ser inanimado cobraba vida y suplicaba: «¡No puedo! ¡Me sudan las manos, me sudan las manos!».

    Había algunos más patéticos que pedaleaban como si ascendieran por una escalera invisible, quién sabe si con la esperanza de que sus codos se doblaran como por arte de magia. Otros incluso eran peores: pedaleaban con furia produciendo, por increíble que parezca, la inercia necesaria para lograr entrelazar ambos pies en uno de los barrotes hasta adoptar postura de hamaca. Mientras recuperaban el resuello miraban de izquierda a derecha, luego de arriba abajo, y con voz lastimera de quien está en un aprieto de vida o muerte, imploraban: «¿Y ahora qué hago? ¡Qué hago!».

    Para quienes la han padecido, me hago cargo de que la justicia académica del bíceps es despiadada. Mientras algunos ejecutábamos, como fuelles utilizados por la mano de un dios inagotable, las diez flexiones que daban el aprobado, otros suspendían. Es decir: cero flexiones, un cero. Uno de los que se llevaba muy bien con el de las manos sudorosas, soportaba el peso de su escuálida anatomía con los brazos estirados, atento a la señal. El sonido del silbato llenó todo el pabellón, y el chaval flexionó los brazos hasta rozar el suelo con la punta de la nariz. Y a continuación el tórax y la pelvis. Y pegado a la pista se quedó como si la gravedad conjurara contra él. El profesor, paciente y profesional, le arengaba: «Vamos, tú puedes. Arriba». Pero el chaval, sin moverse un ápice y cara al suelo, exclamaba: «¡Tengo los brazos agarrotados! ¡No puedo, no puedo!».

    Por supuesto, los que aprobábamos los ejercicios de la escalera así como las flexiones, ascendíamos por la cuerda en forma de escuadra. Un tercer incapacitado peleaba con la cuerda como si estuviera viva, y de manera inexplicable se quedaba anudado por los tobillos, colgado bocabajo como un vulgar trocillo de chistorra. Pero eso no era nada comparado con el momento en el que teníamos que saltar el plinto y el potro. Para sortearlos de manera normal e indolora, con el primero bastaba con tomar carrerilla, saltar en la rampa colocada en la base, y caer en la colchoneta del lado contrario con una fina y elegante voltereta. Con el potro saltabas en la rampa y abrías las piernas para no tronzarte la pelvis y caer de pie. Los negados tomaban carrerilla de manera tan impetuosa, que por un momento pensabas que lo iban a conseguir. Pero justo cuando debían saltar, salían rebotados con violencia en dirección contraria. Los menos afortunados, por alguna razón que nunca he logrado desentrañar, no se detenían y mandaban a tomar por culo potro, plinto, rampa y colchoneta incluida.

    Eran torpes, sí. Pero también duros de cojones.



20/9/21

67. Paloma muerta

    Hola, humanos. Vengo a haceros un recordatorio, que se acerca el día.

    No olvidéis que me lleváis en todos y cada uno de vuestros genes. Cuando todo estaba aún por hacer, desperté con los primeros ojos que vieron la luz y desde ese momento inmemorial me utilizáis una y otra vez para escribir vuestra historia. Tantas veces como habéis querido, he mirado al rostro del demonio y me ha sonreído, dándome su aprobación. Mi maldad es tan pura como oscuro vuestro corazón, y así desde el primer latido perdura nuestra relación durante eones. Nací con el primero de vuestra especie y desde ese momento me convertisteis en padre y madre de la desesperanza, del dolor y el llanto.

    Guerra me llamáis, reviviendo mi bautismo en cada muerte, en cada charco de sangre ennegreciendo vuestra tierra. Guerra me llamáis aunque cuando os atrevéis a contemplar la eficacia de mi obra que también es la vuestra, pensáis que soy algo para lo que todavía no hay nombre. Un día que incluso yo desconozco me pediréis que finalice vuestra historia. Ese día, vuestro mundo quedará purificado porque ya no estaréis, y yo, guerra, moriré con todos vosotros.

    Mientras, seguid con vuestra quimera a la que llamáis Día Internacional de la Paz, estúpidos humanos de mierda.



16/9/21

66. Actrices y días de clase

    En el colegio, para estupor de compañeros, profesores y hasta del quiosquero, siempre pedía la plastilina negra. «No quiero la roja, ni la amarilla, ni la verde, ni la azul, ni la blanca, ni la marrón», les decía mi vocecita. «Quiero la negra, ¿me entendéis? La negra, la negra. Quiero la plastilina negra». Uno de aquellos días, en clase, las niñas confeccionaban en el suelo con actitud comedida un mural sobre la Navidad. Los niños, en ruidosa algarabía, moldeábamos la plastilina para crear las figuras que habrían de habitar el pesebre.

    De mis pequeñas manos surgieron oscuros nazarenos con los brazos arqueados, como si estuvieran sujetos a la yunta de unos bueyes. Otros tenían la espalda encorvada como escrupulosos arroceros cargando con los sacos en una sufrida jornada laboral. Una vez, el ejercicio de manualidades consistió en manipular la plastilina hasta dar con alguna cara, si más no, sonriente o que trasmitiera alegría. Y otra vez, para estupor de compañeros y profesores, creé semblantes de rasgos siniestros y torturados, como si hubieran nacido de las pesadillas más oscuras de Goya.

    Pasaron unos años y siguió mi predilección por el negro, a la par de que iba entendiendo de qué iba en realidad todo aquello. En aquella misma clase, dos chicos pugnaban, airados, delante de la pizarra con borrador y tiza en mano. Se trataba de decidir por unanimidad, si una incipiente Sharon Stone que aún no protagonizó Instinto básico (1992), tenía lo necesario para destronar a Kim Basinger del podio de la mujer más deseada. Los líderes de ambos grupos eran jaleados por sus vociferantes seguidores, mientras escribían en la pizarra los atributos de ambas mujeres para establecer comparativas. Kim Basinger ya había rodado 9 semanas y media (1986) y ganó aquella lid con merecimiento. Pero yo nunca he podido quitarme de la cabeza a Michelle Pfeiffer saliendo del ascensor en El precio del poder (1983).

    Por lo demás, sigo prefiriendo la plastilina negra. 

    Siempre la negra.


Esparce el mensaje, comparte las entradas, contamina la red.