Lo único de veras válido que se puede hacer con la vejez es aceptarla, porque como es bien sabido todos experimentaremos el proceso hasta llegar a ella para al final morir. Y eso en el mejor de los casos. Lo que no acabo de entender es por qué se romantiza tanto un estadio que no es más que el lento e inexorable camino a la decrepitud más pura. Qué hay de positivo en el deterioro consciente. Supongo que lo único que podemos desear es llegar a ella con la cabeza lúcida, para así poder echar un vistazo al pasado y decir, si así ha sido, que el viaje ha valido la pena.
16/9/24
12/9/24
376. Lencería extrema
Tenía ganas de leer algo de veras intenso y transgresor, y no el típico superventas vampierótico de mierda para quinceañeras, de modo que me dirigí a la librería El Reposo de Los libros Perdidos y Olvidados, convencido de que en sus estanterías encontraría el material que necesitaba. Pero al llegar recordé que las fuerzas oscuras que trabajan allí estaban de vacaciones, con lo cual no habría modo humano de abrir la puerta de acceso.
Ni siquiera dinamitándola.
Semejante olvido me puso de muy mal humor, y para gestionarlo decidí ir al bar La Virgen Decapitada a beberme un par de litros de cerveza. Me bajé del metro en la parada pertinente, anduve un rato hasta encontrar la cortina de niebla que oculta el bar (densa cual nube aun siendo verano y de día), y al traspasarla me encontré con que la entrada tenía echada la mugrienta persiana galvanizada. Al lado había un cartel a medio pegar que con trazo irregular decía: Cerrado por proceso de desparasitación. Abrimos dentro de seis días.
Jajaja, no me lo podía creer. Aquello parecía una broma. Por lo menos harían falta seis meses para acabar con toda la vida parasitaria que anidaba ahí dentro. El día se estaba volviendo genial por momentos, y eso que no eran ni las cinco de la tarde, así que se me ocurrió llamar a Demenciano a ver si entre los dos podíamos preparar alguna distracción. A esa hora el muy impresentable todavía no se habría ido de putas, estaría en casa con cara enfebrecida jodiendo la marrana en algún chat.
Pero Demenciano no respondió a ninguna de mis llamadas vía móvil, lo cual significaba que estaría acuciado por vete a saber qué ineludibles y oscuros menesteres. De modo que desandé mis pasos y decidí adentrarme en zonas inexploradas de la ciudad. Pese a que éramos viejos conocidos, estaba seguro de que aquella ramera de cemento y hierro me tenía reservada alguna sorpresa.
Y con esas divagaciones de amor-odio llegué, en efecto, a una calle desconocida. Una brisa tibia y débil arremolinaba papeles y pequeñas inmundicias entorno a mí y los edificios grises. No mucho más lejos un par de perros famélicos olisqueaban las malolientes bolsas de basura apiñadas al pie de los contenedores, que a su vez eran orbitadas por una maraña inquieta de mosquitos. Y las pocas almas que deambulaban por allí con paso cansino eran indiferentes a mi presencia.
Desde luego, no era una calle muy distinta de las que ya conocía.
Me di la vuelta y me encontré ante un gran escaparate en el que se exhibían tres maniquíes, dos de ellos desmembrados y otro medio descabezado. A la izquierda del escaparate había una puerta acristalada, medio abierta, coronada con un rótulo de luminiscencia parpadeante cuyas letras de neón rezaban: Gayumbos, bragas, pañuelos usados. La verdad que no sé por qué tendría que entrar yo o cualquiera a un sitio cuyo nombre invitaba a todo lo contrario.
Pero entré.
El interior estaba limpio y ordenado, iluminado con suavidad y sin estridencias. Al fondo a la derecha había una puerta abierta que daba a un pasillo. Una brillante placa atornillada unos centímetros por encima del dintel anunciaba: Gayumbos, bragas, pañuelos usados. Joder, me dije. Me di la vuelta un segundo, como si en el aire que flotaba tras de mí estuvieran las respuestas a las preguntas que pasaban por mi cabeza. Los maniquíes tampoco respondieron, claro. Luego volví a leer la placa, y supe que tendría que seguir adelante si quería saber qué coño significaba aquello.
El pasillo, pulcro y silencioso, estaba iluminado por los decorativos apliques que había fijados a las paredes enmoquetadas. La tímida luz que despedían flanqueaba mis pasos curiosos y prudentes. Avancé unos cinco metros en línea recta, luego torcí a la derecha y caminé cinco metros más hasta que di con una puerta doble. No me sorprendió nada encontrar el mismo mensaje que en la anterior, solo que en una placa mucho mayor: Gayumbos, bragas, pañuelos usados.
Pues bien, esa puta puerta estaba cerrada. Pegué la oreja y me pareció oír un murmullo, pero no estaba seguro. Así que, hostia y joder, la abrí de par en par y di a un palco que presidía una gran sala que se encontraba tres metros más abajo, concurrida por unas doscientas personas semidesnudas, entre mujeres y hombres jóvenes y ancianos, y niños y niñas.
Un tanto dubitativo, me acerqué hasta asomarme al palco por completo. Aquella turbadora multitud no reparó en mi presencia, y si lo hizo, parecía importarle menos que a los viandantes de la calle. Entonces, puede que en un alarde de imprudencia, y no muy convencido, dije:
—Gayumbos... Bragas... Pañuelos usados...
De pronto, todos aquellos cuerpos dejaron de hacer lo que hacían y me miraron expectantes. No había amenaza en sus rostros. Más bien brillaba en ellos una especie de esperanza. Quizá en que dijera algo más o que me uniera a ellos, no lo sé. Pero sentí que no los podía defraudar, además de que necesitaba respuestas y no me podía ir de allí sin ellas. Así que me armé de valor y brazos en alto, como si invocara a una deidad mil siglos dormida, exclamé mirándolos de izquierda a derecha:
—¡Gayumbos, bragas, pañuelos usados!
—¡Gayumbos, bragas, pañuelos usados!
—¡GAYUMBOS, BRAGAS, PAÑUELOS USADOS!
Hasta que enmudecí por falta de aire y con la cara enrojecida. Acto seguido, aquellas doscientas anatomías semidesnudas de diferentes edades dieron un paso al frente, y sin dejar de mirarme alzaron la mano con la que asían varias de las prendas íntimas antedichas, y al unísono atronaron:
—¡ENTRE VARIAS PERSONAS INTERCAMBIADOS!
P.S.: La chispa para esta entrada llegó un día inopinado con la canción de más arriba. Contiene una letra genial con la que estuve riéndome muchos años.
9/9/24
375. Regreso
5/9/24
374. Red social
Estoy en desacuerdo con los que dicen, aún hoy, que nos volvimos gilipollas con la llegada de las redes sociales. Yo creo que el ser humano siempre lo ha sido y el actual no lo es más que el de hace cincuenta o cien años. Tan solo ocurre que desde la aparición de las susodichas, los humanos podemos demostrarlo y dejar prueba flagrante e innegable de ello. Encima nos encanta hacerlo y resulta que son muchos más de la mitad de la población mundial.
Los que estamos en la otra mitad, a todas luces minoritaria, procuramos mantenernos en la otra cara de la moneda, pues la gilipollez es contagiosa y de contraerla no existe antídoto eficaz contra ella.
¡Resistamos, joder!
2/9/24
373. El programa de la sexóloga
El programa de la sexóloga es, con diferencia, el de mayor audiencia en su franja horaria. No es algo que me extrañe, pues vivo en un país cerril y católico de falso laicismo en el que, si eres alguien, no puedes cagarte en la Virgen sin que te lleven a juicio, por ejemplo.
Quizá yo sí puedo porque no soy nadie. Quizá mañana, como otras veces, alguien denuncie esta entrada por abuso.
A todo esto, los integrantes de las dos Españas siguen y siguen desgastándose en descalificaciones recíprocas en lugar de hacerlo follando, según preferencias. Desde luego, la religión y la ideología han causado daños irreparables, además de crear a toda una estirpe incontable de malfollados y malfolladas.
Toda una pena; toda una realidad.
Creo que el éxito del programa también se debe al atractivo y belleza de la sexóloga. Diría que con un sexólogo el resultado más o menos hubiera sido el mismo, siempre y cuando no fuera gordo y calvo. Aunque no tengo ni idea de con qué clase de hombres se humedecen ahora las féminas heterosexuales, tengan vagina o pene, de esta grande y libre.
En cualquier caso, el programa de la sexóloga resulta ser una pequeña vía de escape a la represión mental y sexual de todos los nacidos en las décadas 40, 50, 60, 70, 80 y 90 cuyas vidas sexuales están más muertas que los crucifijos que adornan las paredes de sus casas, si es que los tienen, y que ya no recuerdan cómo se practica el sexo oral y la sodomía, si es que alguna vez lo hicieron.
Luego está la hipersexualización de un alto porcentaje de los infantes y púberes de la nación. Parece muy fácil y conveniente culpar de semejante precocidad a internet y a la industria pornográfica, que no a la educación parental de los últimos años, tan desidiosa como fallida. La misma que tuvo que cambiar, y lo hizo a peor, con la aparición de las redes sociales.
Cómo le cuesta a la sociedad, sobre todo a esta de piel tan fina, reconocer sus fracasos.
Por cierto, está haciendo un verano espléndido, ¿no creéis?
29/8/24
372. Sangre nativa
Aquellas películas yankees de las décadas 40, 50 y 60 me tuvieron engañado durante toda mi infancia. En ellas aparecía el teniente coronel Custer al mando del 7.º Regimiento de Caballería. En uno de los fotogramas desenvainaba su espada, y con ella indicaba la dirección y el momento en el que debían cargar contra los nativos norteamericanos.
Pasó el tiempo y con trece o catorce años, escuché una canción de Anthrax del 87 que me voló la cabeza de tal modo que quise saber lo que decía y por qué. Entonces descubrí que el cantante, por parte de madre, pertenece a la tribu de los iroqueses, y que —oh, sorpresa— aquellas extensas llanuras teñidas con la sangre de siux, cheyenes y arapajós no pertenecían a los invasores del uniforme azul, sino a los de la piel roja, que por lo visto no eran tan salvajes y sanguinarios como los representaban.
Creo que fue a partir de ahí cuando empecé a no creer en nada y a cuestionármelo todo. Luego sigues creciendo y compruebas una y otra vez que la historia nunca es como la escriben los vencedores. Que a la verdad siempre tratan de sepultarla bajo toneladas de mierda ideológica y tendenciosa.
Y que para dar con ella hay que bucear mucho en la chatarra, y hacerlo con la mente descontaminada y en blanco.
26/8/24
371. El don
Allí en el pueblo, durante las noches calurosas, mis abuelos, abuelas y coetáneos se sentaban en sus sillas formando un círculo enfrente del portal que fuera, y sin apenas esfuerzo hacían gala de su capacidad de memoria por puro entretenimiento.
Tanto de niño como de adulto, presenciar aquella red social —más próxima y auténtica que las actuales— me resultaba de veras asombroso.
Aquellas mentes lúcidas de la tercera edad —eran nueve o diez— podían elegir a cualquier habitante de los seis mil del pueblo, y decirte sin margen de error, con nombres y apellidos, de quién ese habitante era abuelo, abuela, bisabuelo, bisabuela, tatarabuelo, tatarabuela, primo, prima, hermano, hermana, padre, madre, hijo, hija, novio, novia, exnovio, exnovia, suegro, suegra, nuera, yerno, cuñado, cuñada, nieto, nieta, tío, tía, sobrino o sobrina... Y así con todos y cada uno de ellos.
Aparte de conocer la intrincada red genealógica de todo el censo, aquellos cerebros viejos pero privilegiados, si se empeñaban y les daba la vida, también eran capaces de descubrir la mayoría de infidelidades conyugales acaecidas en el pueblo durante los últimos cien años. Suerte que, aún hoy, lo que ocurre en el pueblo se queda en el pueblo.
Aquello era un don al alcance de unos pocos. Pura magia rural de la que nadie estaba a salvo.