Demenciano siempre tenía el ánimo revuelto los días previos al festejo de una tradición, y la inminencia de Halloween no iba a ser menos. Era algo que le venía sucediendo desde pequeño. Pero este año no sería como el pasado, en el que todas las calabazas exhibidas en los escaparates le hablaban con voces sibilinas cargadas de malignidad.
¡Malditas frutas gigantescas y sonrientes! Aún recuerda el fuego que ardía tras aquellos ojos triangulares, y la viscosidad pulposa escurriéndose de entre los grotescos colmillos.
«¿Qué tal, Demenciano?, ¿este año tampoco te vas a disfrazar?», «vamos, Demenciano, disfrázate para nosotras, jejeje», «ponte algo bonito y acompáñanos alrededor de la hoguera, jujuju», «queremos ser tus amigas, Demenciano, jijiji», «queremos que te acerques y juegues con nosotras, jojojo», «¿truco o trato, Demenciano, eh?, ¿truco o trato?», «contesta, Demenciano, contesta, jejeje», «¿truco o trato, truco o trato, truco o trato, truco o trato, truco o trato, truco o trato, truco o trato...?».
Aquella noche, el torturado Demenciano llegó a su casa tambaleándose, con las manos en la cabeza y evitando tropezar contra los divertidos grupos de fantasmas, esqueletos, zombis y vampiros que se cruzaban a su paso. Apenas pensó en arrancar el ordenador y registrarse en algún chat. Ni siquiera le quedó ánimo para irse de putas y emborracharse como tenía planeado.
Pero este año iba a ser diferente. Entre otras actividades más mundanas, pasaría el día afilando el hacha que tenía guardada en el trastero. En el pasado, le había sido de gran utilidad para desembarazarse de vecinos molestos y de paso llenar el congelador, además de ahuyentar a los vendedores a domicilio. Sabía que en algún momento de la noche, un grupito de molestos infantes llamaría a su puerta como manda la tradición, y estaría preparado.
Lo primero que haría sería asomarse a la mirilla, y por el bien de sus jóvenes vidas, mejor que ninguno de esos putos renacuajos llevara consigo una calabaza.