El otro día recordé a un amigo del pasado llamado Isidro. Me dijeron que estaba internado en un psiquiátrico. Tratándose de él es algo de veras creíble.
Isidro siempre me pareció un tipo desubicado, imposible de encajar en cualquier contexto imaginable. Siempre andaba solo y apresurado, sin apartarse un ápice de quien viniera en dirección contraria, y con la mirada sucia y alerta como si fuera a saltar sobre alguien o algo en cualquier momento.
Ahora que pienso en él también recuerdo todo lo demás. Su disposición a pelearse con el número de personas que fuera por cualquier razón, justificada o no. Su carencia de miedo con todo; quizá su aparente falta de conciencia. Sus patadas a la puerta de cualquier antro que le denegara la entrada. La vez que tuve que llamar a la ambulancia cuando atravesó una cristalera con el puño derecho...
Supongo que su historia es la de otros tantos, contada miles de veces en otros lugares. Ahora creo que me estuve engañando a mí mismo, al no considerarlo uno de esos renglones torcidos de Dios de los que habló Torcuato en su novela, cuando muy a menudo me daba sobradas pruebas de ello.
En fin, éramos jóvenes y siempre nos movíamos por planteamientos nada razonables. Pero aunque cueste de entender (y ni falta que hace), por enfermo que estuviera Isidro de la cabeza, tenía el corazón mucho más puro que otras personas muy bien integradas a las que creemos sanas.