Dicen que Jesús nació en Belén un 25 de diciembre en un establo, casi a la intemperie, entre un tañer de campanas. Pero Mateo se equivocó: nació en Nazaret y en primavera. En cualquier caso, si hay quienes creen lo primero, ¿por qué no ibais a creer vosotros que yo, de pequeño, ejercí de monaguillo en un pueblo recóndito de la España profunda?
Mientras los hombres apalizaban a sus mujeres —algunas de ellas lesbianas— y muchos de esos hombres mantenían en secreto su homosexualidad, sonaban tres repiques de campanas para avisar al pueblo. Para cuando los obedientes feligreses acudían a la santa casa del Señor, Gabino el estorbo —siempre estaba en medio—, Pascasio el jabalí —así llamado por la violencia manifiesta si lo acorralaban—, el cura del pueblo, más conocido como Padre Cubata —se bebía seis o siete diarios—, y yo, ya estábamos preparados.
Aquel hombre de Dios era un gran profesional. Desde el atril, con gran solemnidad, contemplaba con expresión marmórea a toda aquella agrupación de creyentes. Pasados unos segundos, después de la eucaristía, iniciaba su homilía y en menos de veinte minutos ya tenía a la mayoría de octogenarias orgasmando —para algunas era la primera vez— como si la electricidad recorriera sus cuerpos. Los abuelos, en cambio, caían hacia atrás en desafinadas exclamaciones de éxtasis, al tiempo que se les desprendía la quijada postiza hasta el suelo.
En ese momento, el Padre Cubata, pese a su embriaguez, descendía del atril con asombrosa agilidad, y micrófono inalámbrico en mano se mezclaba entre los devotos provocando el enervamiento colectivo. «¡Expulsad a la bestia, pecadores!», alentaba gesticulante, «¡Expulsadla de vuestro cuerpo!». Y varios parroquianos movían piernas y brazos con descoordinación como si se quisieran desprender de sí mismos. «¡Alabado sea el Señor! ¡Oh, sí, alabado sea!». Y otros tantos aullaban a la carrera en múltiples direcciones como arlequines encocados. Y el resto, de modo grupal o en solitario, se daban a una modalidad grotesca de claqué. En medio de aquella baraúnda, el Padre Cubata miraba a las alturas de la iglesia —o quién sabe si más allá— y brazos en alto exclamaba: «¡Te cantamos, Jesús! ¡Oh, sí, te cantamos!», «¡Cantemos a Jesús!». Y Gabino, Pascasio y yo, entrábamos en acción con cánticos inductores de gospel, al tiempo que los fieles, sin ceder un ápice a la sobrecogedora agitación de sus cuerpos, se unían a los cánticos en un pandemonio enfermizo.
Después de aquellas agotadoras sesiones las donaciones eran de veras cuantiosas, y en los días de procesión incluso se multiplicaban. Ya bien entrada la noche, el Padre Cubata gestionaba los ingresos y hacía el reparto. Como era un poco tacaño, nos veíamos en el derecho laboral de robarle parte del vino que tenía guardado, junto al ron, en el maletero del 600, ostentoso vehículo tuneado por la Santa Sede.
Nunca echó en falta el vino.
En aquellos tiempos de sometimiento, oscuridad e ignorancia, era muy lucrativo, además de fácil, trabajar para la empresa multinacional más grande y antigua que existe. Gabino, Pascasio y yo, solo teníamos que acatar las exigencias religiosas de nuestro puesto, y a cambio, el Padre Cubata respetaba nuestra retaguardia y encima nos pagaba. ¡Era un negocio redondo! ¿Que si tengo remordimientos? Los mismos que los pederastas con sotana.
Cuando el empobrecido populacho se hizo eco del rumor de que el vino y las hostias estaban adulteradas, y las ganancias no estaban declaradas, las fuerzas del orden de la época reaccionaron y quisieron someternos a juicio. De hecho, era una gran trama, puesto que de ser tres monaguillos más el cabecilla, en poco más de tres meses pasamos a ser quince. Una cifra respetable aunque lejos de intimidar, parecíamos un lastimoso apadrinamiento de niños del tercer mundo, de miradas tristes y sufridas.
De todas maneras jamás se pudo demostrar nada: no cobrábamos en cheques y nunca se encontró un documento legal con la firma o iniciales del Padre Cubata. Y con el paso del tiempo aquel presunto caso de corrupción se olvidó, y de ningún modo —como pasa en la actualidad— debilitó la fe de los cegados.
Hoy por hoy, el Padre Cubata, pese a su alcoholismo, nos dejó con noventa y siete años de edad. En el pueblo corre la leyenda de que en algún lugar secreto de la iglesia donde oficiaba, se encuentran intactas sus cuantiosas reservas de ron. Mientras que Gabino y Pascasio, acostumbrados desde aquellos tiempos al dinero fácil por improductividad, lograron entrar en alguna administración pública.
En cuanto a mí, me ha tocado ser narrador fidedigno sobre aquellos días en los que cuatro ángeles caídos buscaban su lugar en el mundo.