A veces, durante el recreo, leía cómics sentado en la tierra, recostado en una de las paredes del patio de la escuela. Al no existir soportes digitales, era muy habitual entre los aficionados de mi generación tener uno físico entre las manos y realizar intercambios.
Las primeras adicciones a la viñeta llegaron de la mano de los maestros Juan López y Francisco Ibáñez, con las hilarantes aventuras de Superlópez y Mortadelo y Filemón, que siendo un reflejo trágico de aquella época casposa, me hicieron reír hasta el paroxismo. Poco después descubrí las publicaciones americanas de la DC Cómics y de la Marvel Cómics Group. En esta última me sumergí de lleno hasta el día de hoy.
Leía La Masa, Thor el Poderoso, La Patrulla X, Conan El Bárbaro, Los 4 Fantásticos... También me gustaba mucho Spiderman, que vacilaba a los villanos haciendo del peligro una broma. Otros de mis predilectos era Iron Man, siempre en la vanguardia de la tecnología y añadiendo sofisticadas mejoras a su armadura. Del Capitán América, del cual me gustaba mucho su diplomacia, también era seguidor, aunque me desagradaba su patriotismo.
Un día de los ochenta leía a Los Vengadores, que estaban enzarzados en una fiera lucha contra su archienemigo, el avanzado robot Ultrón-5. De súbito, el cómic salió despedido de mis manos con violencia, giró sobre sí mismo en el aire y cayó en el polvo como un pájaro muerto. Alcé la vista sobresaltado y delante de mí, como una torre puntiaguda, estaba Pablo. Un matón precoz de mi clase, cuya anatomía era de una delgadez tan aguda que parecía estar al borde de la desaparición.
Aquella criatura insolente, después de propinar una patada a mi preciada lectura, se llevó la mano a la entrepierna y sentenció con regocijo: «Los que leéis esas mierdas sois unas mariconas». Luego se rio, dio media vuelta, y empezó a caminar sin mirar atrás. Al tiempo que se alejaba, una ira como nunca he vuelto a experimentar se apoderó de mí de tal modo, que me levanté pedrusco en mano y se lo lancé con intención asesina.
Entre el trino musical de los pájaros, el rocoso proyectil describió una bella parábola que colisionó, con exquisita poesía, en el occipucio de aquel bastardo. Un cloc rotundo paralizó mi respiración y Pablo, a unos diez metros, se encorvó por el impacto cuan largo era y se dio la vuelta hasta encontrar mi mirada. Nunca vi en la cara de alguien una expresión de tan profundo desconcierto. Se tocó, con lentitud, la parte dañada de la cabeza. Luego se puso la mano ensangrentada delante de sus ojos llorosos, y de seguido retrocedió dos pasos y cayó de culo.
Aquel día me llovió una reprimenda por parte de mis padres, que luego tuvieron que vérselas con los de aquel retrasado. La profesora se mantuvo en un discreto tercer plano.
Por aquel entonces tenía unos trece o catorce años. Pasé miedo y durante mucho tiempo me estuve preguntando cuál habría sido mi reacción de ir Pablo acompañado. Qué habría ocurrido si Pablo hubiera decidido contratacar. Qué habrían hecho el resto de críos que presenciaron el espectáculo. Hasta dónde habríamos llegado.
Nunca he sufrido acoso escolar. Y estoy convencido de que algo tuvo que ver el hecho de que le abriera la cabeza a aquel subnormal. Con esto, no quiero decir que haya que educar a los críos para que sean agresores a las primeras de cambio. Todo lo contrario. Pero tampoco para que sean unos putos sacos de boxeo. Y claro, muchos diréis que la violencia no es el camino, cuando no es violencia, sino autodefensa. Que por lo visto, no utilizarla tampoco conduce a nada.
Porque cuando los que pueden hacer algo giran la cara, los cómplices callan, y la razón y las palabras son inútiles, como a cualquier clase de tiranía, al acoso hay que combatirlo con la fuerza, ya que los que lo practican, sean de la edad que sean, carentes de educación y sensibilidad, son cobardes y no entienden otro modo.
Basta ya de buenismo mal empleado. Basta ya de inacción y de permitir que una vida escolar sea un infierno. Basta ya, hijos de puta, de tener que lamentar el hecho espantoso de que alguien, con quince años sino antes, se sienta una persona tan desvalida y acorralada que su única opción sea acabar con su vida.
¡Basta!