Como es bien sabido, el ser humano es una desgracia emocional que al igual que llora, ríe. Al igual que ama, odia. Dicen que amar sin condiciones, aun a riesgo de que te dejen el corazón siempre en obras, es elogiable por la valentía —o inconsciencia, dirían algunos— que eso supone. En cambio, odiar te posiciona al lado de lo mezquino, lo feo y lo oscuro. Y también sabemos que el ser humano miente con tal de que no lo señalen y solo se muestra tal y como es en la intimidad y el anonimato, cuando nadie mira.
Benditas las redes sociales. Malditas ellas.
Salgo a la calle y veo manifestaciones de amor y actos de bondad, sí. Pero también veo mucho odio. Contenido las más de las veces porque es impopular, claro, pero odio al fin y al cabo.
Lo veo en la cola del supermercado, del aeropuerto, del metro, del cine, del SEPE, de la Seguridad Social... En los atascos, en los bares, en las manifestaciones, en las paradas de autobús y de taxi. En las estaciones de tren, en los centros de enseñanza, en los campos de fútbol y de cualquier puto deporte. También en las salas de espera de los centros de salud, de los bufetes de abogados, de los hospitales, de urgencias, de las comisarías...
Lo traen a mi casa las ondas de frecuencia y amplitud modulada. Lo veo en la televisión, en el debate del estado de la nación y en cualquier jodido debate que se precie. Dentro y fuera de las puertas de los ayuntamientos, de los tribunales, de las Cortes Generales, y cómo no, de la puta iglesia.
Aun estando en todas parte a todas horas, siempre hay quienes niegan haberlo sentido. Quizá así se sienten mejores y creen que su mierda huele mejor. Pero hace tiempo estamos en ese punto, extremo y delicado, en que cualquier persona en un día cualquiera cede a su odio por un estímulo impersonal e impredecible, y lo convierte en ira.
Estamos en el escenario propicio para ello. Solo se trata de que el devenir cotidiano de cada individuo, active los resortes adecuados en el momento preciso, para que alguien sea la chispa capaz de arrasar un extenso trigal, la gota que desborda un río asesino.