Antes de que el estado del bienestar fracasara, Auxibio curraba en la especuladora industria del tocho. En verano se tostaba la espalda bajo la inclemencia de un sol abrasador, y en invierno se congelaba manos y escroto merced a las bajas temperaturas del despiadado invierno. Mientras su esclavitud se sucedía año tras año, su mujer, Basilisia, se ocupaba de los menesteres no remunerados, pero siempre necesarios, que corresponden a un hogar aseado y digno.
En las horas en que Auxibio le daba la consistencia adecuada al mortero, Basilisia se pasaba por la entrepierna los votos matrimoniales que firmara hace cinco años, y con enérgica entrega y en la clandestinidad, ocupaba todos los orificios de su cuerpo susceptibles de ser penetrados, con las tuberías cárnicas de todo aquel que ella aceptara.
Para ira de algunos, asombro de otros e indiferencia de pocos, aquella situación denigraba a la joven pareja y pervertía su matrimonio. A mí me asombraba el estoicismo con que Auxibio asumía su condición de astado, y el pasotismo de Basilisia respecto al conocimiento de envergadura municipal de sus tórridas infidelidades.
Una noche de aquel tiempo, me fui con Cástulo a una discoteca ubicada a pocos kilómetros del pueblo. Estábamos en la planta alta de aquel lugar luminiscente y caótico, burlándonos del apretado amasijo de imposibilitados mentales de abajo, que convulsionaban en un trance colectivo de movimientos simiescos y antinaturales, orquestado por una estridencia decibélica.
La noche avanzaba en un trasiego etílico. Cástulo asía el cubata por los bordes con el pulgar y el índice, y luego movía el antebrazo de izquierda a derecha en rápidos y amplios giros circulares de ciento ochenta grados, de tal modo que el contenido del cubata no se derramaba. En aquella ocasión —como siempre esperé que pasara—, el cubata se le escapó de la mano en una trayectoria ascendente de intermitencias de ciencia ficción, propiciadas por el frenesí de las luces estroboscópicas.
Cuando parecía que el vaso iba a quedarse ingrávido para siempre, descendió en picado cual ángel vengador dirección a la turba de abajo, estrellándose con soberana contundencia en la cara de Basilisia. La desafortunada muchacha cayó al suelo, al tiempo que intentaba cubrirse el rostro sin apenas conseguirlo, dado que sus manos temblaban. Cuando la ayudaron a incorporarse, acerté a ver entre el tumulto, que su cara, antes maquillada con esmero, era una perversión ensangrentada, anegada en lágrimas, de la del Joker en su peor momento.
Pese a lo funesto de lo ocurrido, Cástulo escupía su júbilo, aborrecible y miserable, mientras que yo permanecía entre el pasmo y la inacción. Tan pronto fuimos señalados —y Cástulo casi linchado—, los guardias de seguridad le salvaron la vida echándolo fuera de la discoteca junto conmigo, dejándonos bien claro que teníamos la entrada prohibida de por vida. Al tiempo que nos largábamos, llegaban los servicios médicos.
Durante los días que siguieron me estuve preguntando cuánto tiempo tarda en sanar una brecha abierta en la ceja una vez suturada. Y cuándo nos llegaría a Cástulo y a mí una citación judicial por un delito de lesiones. Pero solo llegaron rumores de que a Auxibio ya le estaba bien que fuera Basilisia la que llorara, que él ya había llorado bastante. Al cabo del mes se comentaba que se habían separado e iniciado los trámites del divorcio.
Han pasado cerca de veinte años desde entonces. El domingo pasado vi a Auxibio en un centro comercial del extrarradio. Presentaba una calvicie incipiente e iba acompañado de una mujer y un niño de unos siete años. Presupongo, por los ademanes que observé —aunque con reservas porque no lo sé de verdad— que eran su mujer y su hijo. El caso es que nada había de aquella expresión de vejez prematura con la que antaño vestía su rostro un día tras otro. Parecía estar bien. Bien de verdad, y me alegro por él.
Y por qué no, quiero pensar que esté donde esté, Basilisia, a la que jamás he vuelto a ver desde aquella noche, y que por lo visto nunca llegó a denunciar, también está bien. Que es feliz a su manera, sin que por ello tenga que ser aquella adúltera que una vez fue.