Me faltó medio kilómetro para llegar a casa cuando me interceptó una pareja del barrio a la que conozco.
Él está en la cincuentena y no tiene ningún rasgo destacable, por lo que encaja a la perfección en el común de la medianía. Mientras que ella, que lo supera en edad, es una agrupación escuálida de huesos recubierta por una piel tirante muy tostada y pasada de punto. El resto es una cabeza en la cual se exhibe un corte de pelo egipcio teñido de color blanco radiactivo, con una cara más arrugada que el papel de aluminio usado. Adictos al bebercio diario, nunca van sobrios del todo ni ebrios como para morder el polvo, pero siempre están en constante equilibrio entre los dos estados. La más de las veces, él suele controlar su ingesta mientras que ella, a menudo, va cuesta abajo.
Aquella tarde los dos me hablaron a través de sus mascarillas con tono errático y balbuceante, por lo que sus palabras me llegaron amortiguadas y no me cosqué de nada. De súbito, ella emitió un gruñido animalesco y en medio de su mascarilla apareció una mancha de un marrón negruzco que se agrandó hasta desbordarse por fuera. Al segundo siguiente se quitó la mascarilla, del todo irrecuperable, y la dejó caer al suelo con un chapoteo. «Uy, me parece que nosotros también tendremos que irnos a casa», creo que dijo él, mientras que ella siguió regurgitando algo parecido a birra con potaje de lentejas, condimentado con choricillo plastificado del Mercadona. Yo tuve el recordatorio estúpido del tonto aquel que hizo de profesor en la primera edición de OT, y que más tarde imitaría Carlos Latre exclamando aquello de: «¡Sácalo, sácalo!».
Cuando ella acabó de sacarlo todo, se incorporó con los ojos amarillentos y vidriosos, y una vez recuperó la compostura, nos fuimos dirección a casa alejándonos de aquella potada vespertina, en la que orbitó un revoltoso escuadrón aéreo de insectos. Durante todo el trayecto ninguno de los tres hablamos. Bueno, ninguno salvo Carlos Latre, que no paró de reverberar en mi cabeza:
«¡Sácalo, sácalo!».