Es tan sabido que es más fácil destruir que construir, como que al humano se le da mejor lo primero que lo segundo. Un día leí que las sociedades y los países los construimos entre todos. Pero cuando tomas conciencia de la realidad, también te das cuenta de que los que arman los cimientos son los mismos que los pervierten hasta provocar el derrumbe, sin que sobre ellos caiga nunca ningún cascote.
Por ello son más responsables que nosotros, pese a que nosotros los colocamos en esa posición de poder.
Hablo del político deshonesto y de sus palmeros: el alcalde hijo de perra, el empresario mafioso, el periodista sectario, el juez, abogado y fiscal corruptos, el sindicalista vividor, el médico negligente, el policía sin escrúpulos, el traficante amigo, el militar y su patriotismo de campanario, el presidente del club de fútbol, el cura pederasta, etc.
Semejante tendencia secular acaba por arrastrarnos a un estado de continuo desengaño y supervivencia, donde sobrevive el que mejor se adapta al medio, que en este caso no es el más fuerte, sino el más indeseable: el esclavo que le hace la rosca al amo, el que se vende a sí mismo, a un familiar o una amistad, el votante obtuso, el chivato, el enterado, el subnormal 3.0, la retrasada 3.0, el idiota desconocido que cae en gracia y la televisión lo encumbra, el que no piensa porque ya piensan por él, el que se abstrae de todo cuanto le rodea, el crédulo que nunca contrasta, el que suscribe la versión oficial...
Y los antedichos, a su vez, propician y perpetúan la adaptación de otra clase dominante, como la inculta princesa del pueblo, el sanguinario mata toros, el presentador de programas amarillistas, el concursante de telerrealidad, el influencer, youtuber y tiktoker recicladores de mierda, el encargado de recursos humanos, la rata de ayuntamiento, el funcionario indolente...
Y luego estás tú, con tu honestidad cada vez más débil, sin traspasar las líneas rojas por jodido que estés. Sin pisar al de al lado porque quizá eres muy tonto, o mejor que ellos, aunque eso sirva de poco o de nada.
Y quizá como yo te preguntas por qué a la gente le gusta hacer cola para conseguir el último grito tecnológico. Por qué la gente compra cosas que no necesita. Por qué colapsamos las carreteras al empezar y acabar cualquier puta fiesta. Por qué la gente imita los ridículos comportamientos de los anuncios publicitarios y las chorradas de los personajes de las teleseries. Por qué hay gente que lleva gafas de sol por la noche. Por qué hay peatones que cruzan su semáforo en rojo. Por qué en gran parte del planeta somos tan dados a la apariencia y no nos cortamos a la hora de generar vergüenza ajena. Por qué hay conductores que nunca ceden el paso cuando es de cebra. Por qué cojones hablamos gritando. Por qué hostias vamos al puerto de montaña cuando el parte meteorológico advierte de un temporal de nieve. Por qué la gente se mete en la playa cuando ondea la bandera roja.
Somos así de gilipollas por pura supervivencia y adaptación a un modelo de civilización siempre fallido, porque nunca respetamos esos supuestos valores cimentadores.
Puesto a soñar —me pasa a menudo—, me pregunto qué haría falta para erradicar todo ese enorme poso de cáncer e infección, de inercia egocentrista acumulada, y así poder construir de nuevo en un planeta tan limpio y virgen como fuera posible. Supongo que primero habría que retroceder hasta el origen del mal, y como mínimo destruir desde los cimientos dos mil años de cultura.