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22/6/23

250. Destruir para construir

    Es tan sabido que es más fácil destruir que construir, como que al humano se le da mejor lo primero que lo segundo. Un día leí que las sociedades y los países los construimos entre todos. Pero cuando tomas conciencia de la realidad, también te das cuenta de que los que arman los cimientos son los mismos que los pervierten hasta provocar el derrumbe, sin que sobre ellos caiga nunca ningún cascote. 

   Por ello son más responsables que nosotros, pese a que nosotros los colocamos en esa posición de poder. 

    Hablo del político deshonesto y de sus palmeros: el alcalde hijo de perra, el empresario mafioso, el periodista sectario, el juez, abogado y fiscal corruptos, el sindicalista vividor, el médico negligente, el policía sin escrúpulos, el traficante amigo, el militar y su patriotismo de campanario, el presidente del club de fútbol, el cura pederasta, etc. 

    Semejante tendencia secular acaba por arrastrarnos a un estado de continuo desengaño y supervivencia, donde sobrevive el que mejor se adapta al medio, que en este caso no es el más fuerte, sino el más indeseable: el esclavo que le hace la rosca al amo, el que se vende a sí mismo, a un familiar o una amistad, el votante obtuso, el chivato, el enterado, el subnormal 3.0, la retrasada 3.0, el idiota desconocido que cae en gracia y la televisión lo encumbra, el que no piensa porque ya piensan por él, el que se abstrae de todo cuanto le rodea, el crédulo que nunca contrasta, el que suscribe la versión oficial...

    Y los antedichos, a su vez, propician y perpetúan la adaptación de otra clase dominante, como la inculta princesa del pueblo, el sanguinario mata toros, el presentador de programas amarillistas, el concursante de telerrealidad, el influencer, youtuber tiktoker recicladores de mierda, el encargado de recursos humanos, la rata de ayuntamiento, el funcionario indolente...

    Y luego estás tú, con tu honestidad cada vez más débil, sin traspasar las líneas rojas por jodido que estés. Sin pisar al de al lado porque quizá eres muy tonto, o mejor que ellos, aunque eso sirva de poco o de nada. 

    Y quizá como yo te preguntas por qué a la gente le gusta hacer cola para conseguir el último grito tecnológico. Por qué la gente compra cosas que no necesita. Por qué colapsamos las carreteras al empezar y acabar cualquier puta fiesta. Por qué la gente imita los ridículos comportamientos de los anuncios publicitarios y las chorradas de los personajes de las teleseries. Por qué hay gente que lleva gafas de sol por la noche. Por qué hay peatones que cruzan su semáforo en rojo. Por qué en gran parte del planeta somos tan dados a la apariencia y no nos cortamos a la hora de generar vergüenza ajena. Por qué hay conductores que nunca ceden el paso cuando es de cebra. Por qué cojones hablamos gritando. Por qué hostias vamos al puerto de montaña cuando el parte meteorológico advierte de un temporal de nieve. Por qué la gente se mete en la playa cuando ondea la bandera roja. 

    Somos así de gilipollas por pura supervivencia y adaptación a un modelo de civilización siempre fallido, porque nunca respetamos esos supuestos valores cimentadores.

    Puesto a soñar —me pasa a menudo—, me pregunto qué haría falta para erradicar todo ese enorme poso de cáncer e infección, de inercia egocentrista acumulada, y así poder construir de nuevo en un planeta tan limpio y virgen como fuera posible. Supongo que primero habría que retroceder hasta el origen del mal, y como mínimo destruir desde los cimientos dos mil años de cultura.



17/6/21

40. Generación 3.0

    Subnormal 3.0 es un niñato veinteañero que se despierta un sábado de verano pasadas las tres de la tarde. Lo primero que hace como un hábito ya recurrente, es amorrarse al móvil a ver cuántos likes y muestras de pleitesía le obsequian en las redes sociales. En la oscuridad de su habitación, la luz de la pantalla ilumina su cara desecha de complacencia, como la de un toxicómano nutriéndose con su veneno. Podría pasarse así hasta la noche si no fuera porque tiene que ir al lavabo a echar la primera meada del nuevo día.

    Una vez duchado y vestido, Subnormal 3.0 se encamina a la nevera esperando encontrar algo de papeo preparado, pero solo encuentra una nota tras un imán donde pone que sus padres se han ido a la playa. Maldice, y como son ya las cuatro de la tarde y tiene cosas más importantes que hacer que arreglar su habitación, vuelve a dejarla hecha una pocilga. El niñato saca algo humeante del microondas y lo engulle mientras se sumerge de nuevo en el entramado laberíntico de las redes. Cuando acaba con aquella mierda precocinada sobresaturada de potenciadores de sabor, llega uno de los mejores momentos del día: conducir su coche por la zona más concurrida de la apestosa ciudad. Una oda rodante al tuneo ilegal, que complementa con un desmesurado sistema de audio con el que vacilar de contaminación acústica. Una prolongación insolente de su ego con la que dar por culo a la aborregada ciudadanía.

    Al tiempo que se achicharra los tímpanos sin saberlo, se la suda sobremanera la gente que espera en los pasos de cebra, poniéndose cachondo con sus miradas de odio y sorpresa, propiciadas a su paso entre aceleraciones, reducidas, frenadas y chillar de neumáticos. La exhibición temeraria de Subnormal 3.0 finaliza alrededor de los treinta minutos, ya que llega la hora de ir al gimnasio, que como es sabido, es un lugar sudoroso al que todos y todas acuden en pro de una vida saludable y huidiza del sedentarismo —¿a que sí?—. Bueno, todos y todas menos Subnormal 3.0, que pese a que goza de una estampa envidiable, es el único humano que va al gimnasio por vanidad y narcisismo. Él conoce y acepta la sociedad en la que vive, y sus bíceps y abdominales le han brindado varios polvos e intensas mamadas en su maquinón de cuatro pares de cojones. El culto al cuerpo le ha brindado múltiples satisfacciones y así tiene que continuar. No intenta cambiar la mierda en la que vivimos: se aprovecha de ello. 

    De tal modo que se somete a la tortura de las pesas durante una hora diaria. Suficiente para mantener su cuerpo de dios joven y asegurar su ración de coño y adulación todos los fines de semana. Cuando sale del gimnasio son ya las siete de la tarde, el momento propicio para llamar al camello. Lo hace en uno de los bancos de la plaza, en un gesto nato y despreocupado de honor a su nombre, sentado en el borde del respaldo y con los pies apoyados donde se sienta la gente normal. Aunque es un currante hijo de obrero, siempre cuenta con billetes para su coca, ya sean de su sueldo miserable, de la limosna paterno-materna o del préstamo del dueño del bar de toda la vida. Porque Subnormal 3.0, aun siendo un ignorante además de moroso, sabe engañar como nadie a su círculo familiar, laboral y social.

    De nuevo se coloca la dama blanca en una zona estratégica del escroto donde nunca llegan las manos enguantadas de la pasma. Mientras la oscuridad se cierne, coge el móvil —ya van ciento ochenta y nueve veces desde que se despertó— y queda con sus amigotes en el parking de la discoteca, que a buen seguro también traerán su buena mierda. Llegado ese momento de la noche en el que el día muere, Subnormal 3.0 y sus tres coleguitas bajan del buga de cuatro pares de cojones con la primera enchufada nasal de las que están por venir. 

    Cuatro pobres de espíritu con armaduras de naftalina y mierda seca. Cuatro hombrecitos adulterados, camino al paraíso del sonido y el exceso, donde poder ser ellos mismos hasta el nuevo sol.

    Cuatro almas devaluadas en el Edén de la decadencia.


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